Internacional

Algunos mitos del sionismo, vistos por un cristiano palestino

* Texto presentado en la FILBo, el 10 de mayo de 2025.

EDICIÓN 113 ENE-ABR 2025

La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad; y por consiguiente, nunca hagas preguntar por quién doblan las campanas: doblan por ti…

John Donne, Devociones para ocasiones emergentes, Meditación VII, 1624

Permítanme hablar desde el dolor y la frustración. Desde el dolor de un pueblo arrasado en nombre de Dios, por líderes sin fe, desde el dolor de un genocidio que el mundo observa con obscena pasividad, pero no detiene. Y desde la frustración de ver a tantos cristianos, incluyendo líderes espirituales y amigos queridos, alzar la bandera de Israel sin rubor alguno, convencidos de que están apoyando al pueblo santo, elegido por Dios.

Soy palestino, al menos lo fueron mis abuelos. Cargo, sin poderlo experimentar del todo, el dolor de varias generaciones, pero no el odio ni la venganza. Al mismo tiempo, soy sacerdote católico, jesuita, de los mismos que el Papa Francisco. Nuestra identidad siempre está trazada por múltiples entrecruzamientos vitales, y esto lo saben muy bien, muchos hermanos judíos en su diáspora milenaria.

Palestinos y judíos tenemos herencias comunes, y hemos vivido, por igual, los horrores y el dolor de la segregación, del despojo, del exterminio. El dolor no tiene raza ni nación… Es humano, nos recordaba el papa Francisco al denunciar, en una de sus últimas alocuciones, la barbarie de Israel. Evoquemos sus palabras del 22 de diciembre del año pasado:

Y con dolor pienso en Gaza, en tanta crueldad; en los niños ametrallados, en los bombardeos de escuelas y hospitales… ¡Cuánta crueldad!

Ayer bombardearon niños, esto es crueldad, no es guerra… Lo digo porque me toca el corazón…

La diplomacia israelí protestó, una y otra vez, contra Francisco: “Si los niños mueren es porque los terroristas los usan de escudo”, “Israel tiene derecho a defenderse”, “el Papa promueve el antisemitismo”, etc.   

Soy palestino, aunque nunca he pisado Palestina, la tierra de mis abuelos, y menos puedo siquiera imaginarme el horror, la muerte, el inmenso sufrimiento de quienes han vivido los últimos años, soportando y resistiendo valientemente la ocupación israelí en su territorio.

Aunque me siento atrevido, y hasta impúdico hablar en primera persona como palestino, cuando no he vivido en carne propia toda esta tragedia, Palestina es parte fundamental de mi identidad. Desde muy niño aprendí que veníamos de aquellas tierras lejanas, que mis abuelos Antonio y Emilia Chahín hablaban una lengua extraña cuando querían que no los entendiéramos, y nos regañaban en aquel árabe del que fuimos descifrando, sin que nadie nos explicara, el significado de algunas palabrejas: usmut, usmuti, cállate, mazari, dinero, o sisti, como llamábamos a mi abuela, etc.

Crecimos comiendo quidbes, falafels, sambuces, kaftas, sfijas, Leban, endedme, dukka, marmaón, mulujiye, quidre, tadbule, graibbes, mamules, kataif, namura, shinafe… Si hiciera la lista completa, sería interminable… Como interminables eran las horas que mi mamá, mi abuela, mis tías, dedicaban a rellenar hojas de uva, de repollo, berenjenas, calabazas, papas, enseñándonos no solo los secretos culinarios de una cultura, sino, sobre todo, la delicadeza del cuidado y la importancia de la familia.

Gastronomía palestina. Imagen: Canva.

Nunca he ido a Palestina, pero guardo sus sabores y los recuerdos de las historias de mi abuelo y de otros parientes. Retentivas atesoradas en el corazón de una Palestina que ya no existe, que no es la misma que dejaron. En el pesebre de nuestra casa siempre estaban los camellos de madera, traídos desde el pueblo donde nacieron mis abuelos: Belén. Sí, allí nacieron, en el pueblo de Jesús, en la misma calle donde se encuentra la capilla de la Natividad. Belén, en 1909, año en que nació mi abuelo, era 90% cristiana, y hoy, los cristianos son menos del 10%. En 1994, mi mamá, acompañada de mi hermana, fue a conocer la casa paterna, pero por sus apellidos árabes fue separada por la guardia israelí. Tuvo que decir que no era palestina, que un padrino le había dado los apellidos porque era huérfana. Convenciendo al grupo de turistas con quienes iban, pudieron saludar a una prima que todavía vive allí. Planearon un encuentro para el día siguiente, pero hubo revueltas y había demasiada policía como para volver solas. La fuerte impresión de ver todo lo que allí pasaba, le provocó a mi mamá un gran desencantamiento y una profunda tristeza. Nada coincidía ya con todo lo que había escuchado de mi abuelo.  

Papá Toto, así llamábamos a mi abuelo, murió el 8 de junio de 1982, de un infarto. En la mañana de ese día, había visto por televisión la noticia de los ataques de Israel contra la población palestina refugiada en el Líbano. El pretexto era atacar las fuerzas de la OLP, lideradas por Yasser Arafat, que se encontraban allí, pero como siempre, bombardearon campamentos de refugiados civiles.

Antonio Atala Chahín había llegado a Colombia antes de la Nakba de 1948. Deambuló por Europa y América desde niño. Para que tuviera alguna nacionalidad, el tío Nicolás sirvió como testigo, y Atala Chahín y Afifa Zaade, mis bisabuelos, pudieron registrar su nacimiento en El Salvador. Allí ya había parte de la familia desde años atrás. Mi abuela, Emilia Chahín Yija, en cambio, nació en Bolivia. Al parecer, mi abuelo tuvo pasaporte turco, británico y francés… Periplos territoriales de un despatriado, testimonios de que el genocidio contra el pueblo palestino no comenzó el 7 de octubre de 2023, ni en la Nakba del 48, cuando unos 750.000 palestinos tuvieron que abandonar sus tierras.

El genocidio contra el pueblo palestino comenzó desde la gestación misma del proyecto sionista, un colonialismo aniquilador del otro, cimentado ideológicamente en un fundamentalismo religioso, y patrocinado por las grandes potencias que se sucedieron en el control del territorio al Imperio Otomano: Inglaterra, Francia, y posteriormente, Estados Unidos.

Sí, las travesías de mis abuelos, atestiguan un genocidio que viene ocurriendo hace tiempo. Pero estos genocidios no se preparan de la noche a la mañana. El Estado de Israel, manipulando el hecho de que sus ciudadanos fueron las víctimas del Holocausto nazi, y bajo el manto de fundamentalismo religioso, de una interpretación perversa, descontextualizada y distorsionada de las categorías teológicas del judaísmo, ha justificado desde entonces la discriminación, el despojo, la segregación y el exterminio del pueblo palestino.

La propaganda sionista se funda en una interpretación abusiva de los textos sagrados, que no podemos subestimar a la hora de cualquier análisis sociopolítico de la situación Palestina, porque es una lectura que enceguece hasta a los más lúcidos. Tal es el caso de Emmanuel Lévinas, el magnífico filósofo de la alteridad radical, de Totalité e infini. A pesar de su inmenso espíritu crítico y religioso, nunca vio, o no quiso ver, al otro, al palestino. Estaba completamente obnubilado por el proyecto sionista, en el que anticipaba la terminación de tantas discriminaciones contra su pueblo. Es irónico y trágico, que el padre de la filosofía de la alteridad, nunca haya reconocido al pueblo palestino como un Otro, al que hay que respetar, y en el cual, como dice su propia teoría, Dios nos abre a la trascendencia. La ideología sionista hizo invisible para muchos, ¡y hasta para Lévinas!, al pueblo palestino.

En efecto, el proyecto colonizador sionista, como proyecto político, ha instrumentalizado el judaísmo, volviéndolo dogmático e incompatible con su riqueza espiritual y su milenaria vocación de justicia. En su forma religiosa, ha erigido mitos que degradan y demonizan a los palestinos, legitimando una cruel violencia de estirpe imperial, ajena al alma del judaísmo.

Me propongo, como teólogo católico, deambular por algunos de los mitos sionistas, que han posibilitado, sin vergüenza y con impunidad, el genocidio contra el pueblo palestino. No para alimentar odios ni atizar venganzas, que brotan naturales en el corazón herido, sino para disociar, con claridad moral, al pueblo judío y al judaísmo, del Estado de Israel. También para señalar qué sucede cuando la religión es prostituida por intereses de dominio: se convierte en un dios menor, caprichoso y sediento de sangre.

Primer mito: el mito del Pueblo Elegido

Toda tentativa de confundir el Israel bíblico con el Israel moderno es ya un ejercicio de manipulación ideológica. Esa continuidad acrítica es el pilar más astuto del relato sionista.

El Israel bíblico no es una unidad monolítica, se va configurando a partir de diversas tradiciones: de pastores errantes, de campesinos despojados de sus tierras, de esclavos liberados. Su cohesión surge no del poder, sino del culto a Yahveh, un Dios que los llama a existir y a vivir de otra manera, en una sociedad que corrija las injusticias del orden feudal y la violencia de los imperios. Este anhelo constante de una sociedad igualitaria constituye el fundamento tanto de la noción de “pueblo de Dios” como de la de “pueblo elegido”.

Solo con la irrupción del movimiento deuteronomista, allá por el siglo VII antes de nuestra era, se fragua la idea de “pueblo elegido”. Pero esta elección no es una señal de superioridad, sino una pedagogía: mostrar que otra sociedad es posible. Ser el pueblo de Dios significaba acoger al huérfano, proteger a la viuda, abrir la tienda al extranjero. Ser luz, no espada. Ser el pueblo elegido, es acoger una idea de salvación universal, donde Israel se auto interpreta como sociedad-contraste, ejemplo para las demás naciones. 

En Miqueas se dice que el monte de la casa del Señor, será el más alto de todos y que todos los pueblos correrán a él para aprender cómo debe funcionar una sociedad. Esto culmina en la idea del fin de la guerra, cuando “las espadas se convertirán en arados”.

El sionismo ha pervertido este argumento teológico.  A Sion, el monte de la casa del Señor, donde se debe erigir el nuevo Israel, emblema de esperanza, lo ha convertido en una trinchera. Donde debería alzarse una ciudad hospitalaria, ha construido una fortaleza, y el muro de la segregación y de la infamia.

En el Génesis, Abraham es el patriarca de la promesa. Pero no de una promesa excluyente. Su figura nace como símbolo de encuentro: entre pueblos, entre lenguas, entre memorias. Abraham no funda un club cerrado de salvados, sino una comunidad abierta, donde el extranjero es también hermano. Su nombre habita el Corán, la Torá y la Biblia Cristiana, como si las religiones abrahámicas fuesen tres ríos que nacen de un mismo manantial. Todas ellas, cuando no son traicionadas por los fundamentalismos, proclaman que vivir juntos, sin violencia, no es solo posible, sino sagrado.

En la narrativa bíblica, Dios detiene la mano de Abraham cuando va a sacrificar a su hijo Isaac. En el Corán, el mismo gesto ocurre con Ismael. En ambos casos, lo que se suspende es la lógica del sacrificio humano. Lo que se impone, es la interrupción del fanatismo. Dios no quiere víctimas. El Estado de Israel, con su aparato bélico, parece haber olvidado esta lección, reinstaurando el altar de los sacrificios.

En la tradición veterotestamentaria, todos los intentos del pueblo de Israel por volverse éticamente una comunidad-contraste fracasan. Pero hay en el exilio, en el dolor del destierro, una intuición renovada: atendiendo al sufrimiento de los pobres y amando al prójimo, podremos por fin llegar al orden de cosas que Dios quiere, jamás reproduciendo un sistema imperial, como lo ha hecho el sionismo. Replicar el esquema imperial es el mayor pecado que podía cometer el Israel bíblico, y la causa constante de la furia de los profetas. 

Segundo mito: la Tierra Prometida

El aparataje ideológico del sionismo, articulado incluso en los sistemas escolares, en muchas partes del mundo, vendió a quienes luego serían ciudadanos del Estado de Israel, la idea de un mandato divino: retornar a una tierra prometida, un Israel bíblico imaginado como vacío y expectante. Se instauró el lema “una tierra sin pueblo, para un pueblo sin tierra”. Pero en Palestina sí había un pueblo, con una historia, una identidad, unos rostros. Un pueblo plurirreligioso, donde también había judíos de lengua árabe, pero los nuevos colonos, en la mayoría de los casos, nunca los reconocieron.

La visión de Trump, que tanta indignación ha causado, de una franja de Gaza transformada en paraíso turístico, con resorts, condominios de lujo y playas de ensueño, construida sobre la sangre palestina, es reveladora del infame colonialismo del proyecto sionista, amparado en una tergiversación teológica de la Tierra Prometida.

No sabemos si Israel es el achichincle de Estados Unidos, o más bien el motor de su proyecto deshumanizador. Pero en el imaginario de Occidente, Tierra Prometida y democracia, se entrelazan peligrosamente. Israel, rezonga Estados Unidos, es la única democracia en el Medio Oriente. ¿Democracia porque hay urnas? ¿Puede llamarse democracia un Estado que excluye por cultura o religión? El sionismo, buscando su Tierra Prometida, ha parido un infierno. Por eso la solución de los dos estados resulta inviable: el sionismo no deja espacio al otro.

La teocracia israelí no es democracia. Y la democracia, en nombre de la cual Estados Unidos ha devastado tantas naciones, tampoco es creíble en Medio Oriente. Tierra Prometida y democracia: dos mitos que el cristianismo occidental de los siglos XX y XXI ha mezclado para justificar una empresa colonial, hambrienta de petróleo y dominio geopolítico.

El “Yo soy”, revelado a Moisés en La Teofanía de la zarza, se transmuta en la idea de “El Estado soy Yo”. Donde antes ardía un misterio que inspiraba un temblor reverente, hoy ruge un fuego que devora y destruye al otro.

El sionismo desdibujó por completo la dimensión escatológica de la Tierra Prometida, construida por el Israel bíblico después del exilio babilónico. Confundir la Tierra Prometida por Dios, con la construcción de un sistema político e ideológico, es una aterradora distorsión que oscurece siglos de búsquedas espirituales.

Tercer mito: la raza judía

¿A quién prometió Dios la tierra? ¿A un pueblo, a una raza, a los miembros de una religión? ¿Y cuál tierra les prometió?

El Israel bíblico sufre la catástrofe de la destrucción del templo en el año 587 a.C. Con esto terminó la monarquía de Judá: la nobleza y parte del pueblo fueron deportados, algunos huyen a Egipto, otros son llevados a Babilonia, mientras muchos, los más humildes, permanecieron en Palestina. Desde entonces, el hebreo dejó de ser la lengua franca de la región. Reintroducirlo 2500 años después, como lo hizo el sionismo, fue tan artificioso y absurdo, como si hoy se intentara imponer el muisca en la sabana de Bogotá.

En Babilonia, la élite israelita no fue esclavizada: se le permitió estar junta, profesar su fe y recrearla. Allí nace el judaísmo como religión. El sabat, la sinagoga, la circuncisión: todo ello brota en el exilio. La religión yahvista se transforma en judaísmo durante el exilio babilónico.

¿Y qué sucedió con quienes quedaron en Palestina? Eran la mayoría: los más pobres, los no deportables, los campesinos. Continuaron con su fe en lo cotidiano, animados por algunos escribas que no partieron.

Cuando Ciro el Grande conquistó Babilonia en el 539 a.C., Palestina pasó a manos persas. Los persas tenían una política de conquista y unificación del imperio muy distinta a la Asiria y a la Babilónica: no deportaban a los líderes ni imponían su propia religión. Sostenían la unidad del imperio con el principio del pluralismo, manteniendo contentos a sus súbditos. Muchos deportados regresaron en esta época, donde se escribe gran parte de lo que los cristianos llamamos Antiguo Testamento.  

Después vinieron los griegos, y luego los romanos. La historia del Israel bíblico es una sucesión de exilios y regresos, pero también de permanencias. La ingenua leyenda que pretende instalar el sionismo, de un pueblo errante que, tras siglos de diáspora, retorna por mandato divino a una tierra vacía, niega las múltiples trayectorias de las diversas comunidades judías, su entrecruzamiento con otros pueblos, y la existencia de innumerables judíos prosélitos: paganos de distintas culturas, quienes, en épocas diversas, abrazaron el judaísmo.

Entonces, ¿qué es ser judío?, ¿pertenecer a una raza?

La idea de “raza judía” constituye una clausura de la identidad, una esencialización peligrosa que ha causado al mismo judaísmo un sufrimiento incalculable. Paradójicamente, quienes permanecieron en Palestina por siglos podrían tener vínculos genealógicos más directos con el Israel bíblico, que muchos de los colonos llegados en el siglo XX. De hecho, hasta bien entrado ese siglo, a los judíos que vivían en Palestina también se les llamaba palestinos.

Fue el sionismo quien fracturó esa continuidad, segregando a los palestinos, cortando y ocultando las raíces comunes. Dos pueblos, cuyas fronteras políticas recién se trazaron en 1948, fueron separados por una ideología que necesitó olvidar el parentesco para legitimar la usurpación.

Cuarto mito: Israel es siempre víctima

El relato fundacional del Israel bíblico está tejido con hilos de opresión y exilio. Es, en efecto, la historia de un pueblo que camina entre imperios, que resiste bajo yugos sucesivos, que sueña libertad a fuerza de persecución. A esa memoria dolorosa se suma, ya en la modernidad, el largo estigma que la Europa cristiana proyectó sobre el judaísmo, hasta su forma más atroz: la Shoá, el Holocausto.

Pero es inadmisible que el sionismo haya hecho de ese sufrimiento una moneda de cambio ideológica, que use el Holocausto como escudo retórico para blindar una política de exterminio, que transforme en “antisemitismo”, cualquier crítica a la maquinaria bélica del Estado de Israel, incluso cuando ese reproche nace del seno mismo del judaísmo.

El concepto de antisemitismo ha sido desfigurado hasta el absurdo. Ya no designa al que desprecia al judío por su fe, por su linaje, por su diferencia, sino al que se atreve a interpelar los crímenes del Estado israelí. Esta inversión semántica es tan eficaz como perversa: convierte al verdugo en víctima, al crítico en agresor, al clamor por justicia en discurso de odio.

Lo verdaderamente inquietante es cómo un pueblo que ha bebido tan hondamente del dolor, que ha levantado una ética de la memoria y de la dignidad, puede convertirse en ejecutor de un horror, que además transmite su crueldad en tiempo real. ¿Cómo pudo el hijo del exilio, del gueto y del campo de concentración, levantar muros, encerrar pueblos, bombardear escuelas?

Tal vez la clave esté en la mitología del victimismo perpetuo, que el sionismo ha injertado en el alma colectiva del judaísmo moderno. En la idea de que toda violencia es defensa, de que todo niño palestino es una amenaza potencial, de que todo grito de libertad es un eco de Auschwitz. La diáspora, con su largo rosario de agravios, ha sido convertida en excusa. El Estado de Israel aparece así como la reparación final, el refugio irrenunciable, la redención concreta de una historia de sufrimiento.

Y en ese relato se oculta con maestría, que el Estado de Israel es una potencia colonial, un ocupante armado, un gobierno que impone su presencia sobre la sangre de otro pueblo. La trampa conceptual está en hacernos creer que el holocausto judío durante la segunda guerra mundial, fundamenta la ocupación de Palestina, asimilándolo míticamente al éxodo vivido por los judíos a causa de los antiguos imperios: Egipto, Asiria, Babilonia, Roma.

Pero no hay lógica que resista esta transposición grosera. La reparación histórica a la que el pueblo judío tiene derecho, no puede construirse sobre el genocidio del pueblo palestino.  

Quinto mito: los palestinos, descendientes de los filisteos

En el vasto y oscuro repertorio de la historia humana, nuestra época se revela como un espejo de horrores repetidos con variantes mínimas, como si obedecieran a un arquetipo trágico, escrito en una lengua que todos los imperios comprenden. Los genocidios no aparecen de súbito, sino que se insinúan, se anuncian, se prefiguran. Antes de que caiga la primera cuchilla o se abra la primera fosa, una retórica del odio comienza a insinuarse en las conciencias, como un lento veneno metafísico. El Imperio Otomano, en su declive, urdió contra los armenios un exterminio que prefiguró, en su estructura simbólica y en su desdén por la condena, el abismo posterior del Holocausto. Alemania, testigo y discípula, supo aprender esa coreografía del crimen: deshumanizar al Otro, trocarlo en fábula repulsiva, adjudicarle toda culpa y luego extirparlo, como si su muerte obedeciera a una lógica higiénica del universo.

Así, los siglos desandan un mismo laberinto: Tutsis y judíos, gitanos y disidentes, todos ellos víctimas de esa antigua herejía que consiste en creer que hay hombres prescindibles. La radio ruandesa repitió por años las mismas letanías de la aniquilación, llamando a los tutsis animales y cucarachas. Los crímenes se suceden como los espejos en una galería infinita, y el mayor espanto no es su número, sino la indiferencia que los acompaña. De esas sombras recurrentes deberíamos aprender al menos una verdad ineludible: ningún genocidio ocurre sin antes asesinar al otro en el lenguaje, en el símbolo, en el alma del que escucha. Porque antes del cuchillo, está la palabra, antes del crimen, la metáfora, y antes del genocidio contra el pueblo palestino, el sionismo.

Este sionismo ha operado, en este caso, como un virus letal que difunde el odio, etiquetando y reduciendo la humanidad del otro, construyendo un adversario que pueda ser aniquilado. Serie de simplificaciones: reducción del árabe al musulmán, y del musulmán al terrorista. Tras el boicot sistemático de Israel a todos los acuerdos de paz, y como espejo de su propia intransigencia, el pueblo palestino que aún resiste en su tierra, ha encontrado en el islam el poder espiritual para mantenerse en pie, un sentido para seguir luchando, una fuerza que se opone al occidente judeo-cristiano, que Israel esgrime representar. Paradójicamente, en la medida en que el islam se radicaliza, como única respuesta posible ante el exterminio, se convierte en el enemigo soñado para el sionismo: el monstruo necesario para justificar cada bomba, cada muro, cada tumba.

De todas las estigmatizaciones al pueblo palestino, la más útil y perversa ha sido la de identificarlo con los filisteos bíblicos. Es una infamia teológica. Los filisteos, pueblos del mar, fueron el único enemigo que el Israel bíblico pudo aniquilar, y tras cuya derrota se erigió el trono de David. Inventar una continuidad entre los palestinos actuales y aquellos filisteos, de los que no quedan rastros culturales ni lingüísticos después del siglo VI a.C., es quizás el acto más refinado de violencia simbólica del sionismo. Porque transforma al palestino no en un adversario histórico, sino en un enemigo ontológico, declarado como tal por Dios mismo. Y si el enemigo es un dictado divino, toda destrucción se convierte en obediencia.

Pero en el fondo resuena una inquietud más profunda: palestinos y judíos no somos tan distintos. Compartimos las mismas raíces y al mismo padre Abraham. Y si no escuchamos que las campanas que anuncian el exterminio resuenan contra la humanidad entera, puede que no tengamos, como especie, una segunda oportunidad sobre la tierra.

Imagen de cabecera: Canva.

Jorge Alberto Camacho Chahín, S.J.

Filósofo y Licenciado en Teología de la PUJ. Magíster en Teología Fundamental del Centre Sèvres de Paris.

Director de la revista Cien Días vistos por Cinep.