Política

Estado de crisis

EDICIÓN 98/99 ENE-JUN 2020

Por Gonzalo Hernández

Estamos en medio de una de las crisis más intensas de nuestra historia reciente. No hay duda. Los retos aparecen en múltiples dimensiones: salud, economía, democracia –por mencionar los más visibles–. Son, además, retos de gran escala: evitar cientos de miles de muertos y atender millones de desempleados. Esas son las magnitudes a las que nos enfrentamos. Mientras tanto, las restricciones presupuestales, sumadas a los descuidos institucionales de décadas, limitan de manera asfixiante los márgenes de reacción de los Estados. Muchos frentes abiertos y pocos recursos de política. Las insuficientes capacidades estatales y la falta de priorización han facilitado la aparición de disyuntivas indeseables para los ciudadanos, entre ellas la más sonada: salud o economía. 

El enemigo epidemiológico se mueve rápido; los Estados se ven entumecidos. Y así, el bienestar de los ciudadanos, especialmente el de los más vulnerables, ha pasado de estar amenazado a estar herido de gravedad. La tragedia social de millones de personas, que es permanente y no solo coyuntural, ha emergido de la profundidad. Está ahora más expuesta que nunca. Está en la superficie y reclama su lugar en las prioridades del Estado. Vale la pena, entonces, reflexionar sobre el Estado que necesitamos para reaccionar ante la crisis y sobre el Estado para actuar en la etapa de la reconstrucción. Ajustes al Estado neoliberal parecen necesarios.

Configuración del Estado neoliberal: utopía y distopía 

La arquitectura actual de los Estados viene de un proceso de transformación –desde la década de los 70– en el que se ha reducido el tamaño de muchos gobiernos y se han estancado los presupuestos para los bienes públicos –en especial para los sectores de salud y educación–. Esta generalidad tiene elementos propios en cada país, por supuesto; sin embargo, caracteriza una tendencia política global: neoliberalismo económico. Aunque el rótulo puede ser usado de diferentes maneras, uso aquí neoliberal para denominar un tipo de configuración estatal, un balance mercado-gobierno-comunidad, en el que los mercados y el sector privado tienen un rol protagónico en las tareas de producción, distribución y asignación de bienes y servicios, mientras los gobiernos y las comunidades asumen un papel relativamente pasivo. En el caso de los gobiernos, por ejemplo, la transformación hacia la arquitectura estatal neoliberal se evidencia en la privatización de empresas, políticas macroeconómicas (fiscal y monetaria) menos activas (con inflación objetivo y reglas fiscales), y en que el alcance de la participación de los gobiernos en las actividades económicas se reduce a un carácter regulatorio.     

El neoliberalismo y su lema laissez faire, laissez passer se justifican con la idea de que los mercados son eficientes. Y en buena medida lo son. Gracias al sistema de precios, se coordinan de manera descentralizada millones de preferencias y decisiones de los ciudadanos, y se administra la escasez –sin racionamientos, sin filas interminables, sin excesiva burocracia, sin élites de planificación central que deciden qué producen y qué consumen los ciudadanos–. El liberalismo económico, por lo tanto, es un componente que contribuye al liberalismo democrático, en el sentido de que otorga libertad a las decisiones individuales de los ciudadanos. Y, además, el liberalismo económico es útil para la administración eficiente de los recursos en la economía, que se caracteriza por ser un sistema complejo, con multiplicidad de actores, interrelaciones y dinámicas en un contexto de incertidumbre. 

No obstante, como es el caso de cualquier ideología, la utopía de los mercados viene de la mano con su propia distopía. Los mercados fallan. Son dominados por grupos de interés. No son siempre competitivos. También pueden llevar a una excesiva contaminación del medio ambiente. La descentralización propia del neoliberalismo puede conducir a que el modelo económico sea desarticulado, que resulte en estancamiento productivo, desempleo, bajas provisiones de bienes públicos y desigualdades persistentes. Puede generar exclusiones que corrompen la democracia. Los excluidos no se benefician del prometido círculo virtuoso de liberalismo económico y liberalismo político.

Nada garantiza, entonces, que la producción, la distribución y la asignación de bienes y servicios, a través de los mercados, logre atender el bienestar general de los ciudadanos. Nada garantiza que ocurra el resultado caricaturizado por la metáfora de la mano invisible. Y el laissez faire puede quedar convertido simplemente en el traje de gala de un lema menos sofisticado: “sálvese quien pueda”.

Sin control, la moral individualista de la mano invisible puede, además, romper el tejido social, la solidaridad, la cooperación, el altruismo y diversos mecanismos de decisión comunitaria, útiles para definir lo que la gente necesita y quiere. Sin límites, pueden sacrificarse activos fundamentales para la comunidad, para su organización social, cultural y económica. 

La política puede estar iluminada por los argumentos utópicos de cualquier ideología, siempre y cuando esté aterrizada por la posibilidad de sus distopías. Los Estados con mejores resultados en el bienestar de sus ciudadanos han alcanzado acuerdos sociales e institucionales –luego de procesos políticos que no son nada fáciles– que logran contener los “excesos” y evitar la “escasez” de mercados –excesos y escasez de liberalismo económico–. Similar a los pesos y contrapesos de los poderes políticos –tipo Montesquieu–, la configuración estatal gobierno-mercado-comunidad no puede ceder en favor de uno solo de sus componentes.

La fractura del balance gobierno-mercado-comunidad es, por lo regular, la expresión del triunfo del fundamentalismo ideológico y de las agendas de algunos grupos de interés, por encima del pragmatismo necesario para atender las verdaderas necesidades de la gente. 

Más gobierno y menos mercado en tiempos de crisis

A la importancia de balance, de pesos y contrapesos, los tiempos de crisis le agregan una carga adicional a la arquitectura estatal: versatilidad.  Para enfrentar los embates, se requieren recomposiciones –ajustes– en el equilibrio gobierno-mercado-comunidad. Esos cambios dependen de la naturaleza de los choques negativos de la crisis. 

La crisis de la COVID 19 –ha sido denominada así– arranca con una amenaza al sistema de salud y se extiende con una parálisis económica. En buena parte, el golpe económico ocurre porque, en ausencia de sólidas infraestructuras hospitalarias (cuidados intensivos y respiradores artificiales), los países deben recurrir a fuertes confinamientos para detener la expansión del contagio y para ganar tiempo en las tareas de remediar, en lo posible, los descuidos institucionales de décadas. Por cierto, estos descuidos son propios del desbalance de la arquitectura estatal que precede a la crisis. Las consecuencias económicas inmediatas de las medidas medievales de cuarentena son: una demanda agregada deprimida –en consumo, inversión, exportaciones–, parálisis productiva y desempleo 1 En el caso de Colombia, las cifras más recientes del Departamento Nacional Estadística (Dane) muestran que 5,5 millones de personas perdieron su empleo entre febrero y abril de 2020. La mayoría de ellas ni siquiera busca trabajo porque saben que no lo van a encontrar en una economía deprimida. La tasa de desempleo de abril de 2020 fue 19,8%. La población económicamente inactiva pasó de 14,6 a 19,1 millones..

Estado en crisis y protesta
Estado en crisis y protesta social/ Foto de: Alejandro Pérez

La configuración estatal de reacción frente a la crisis debe priorizar, entonces, el fortalecimiento del sistema de salud y la atención humanitaria con alimentos y servicios básicos. Y en segunda instancia, debe mitigar la destrucción de capacidades productivas, que serán necesarias para la reactivación 2  En la columna “La importancia de ser políticamente incorrecto en la crisis” https://www.elespectador.com/opinion/la-importancia-de-ser-politicamente-incorrecto-en-la-crisis-columna-915486, discuto el riesgo de que los gobiernos dispersen el gasto, en lugar de priorizarlo. Posiblemente la dispersión es calculada y cumple el propósito de responder a las exigencias de muchos grupos electorales a la vez. ..

Para lo primero, el fortalecimiento del sistema de salud exige economías de escala que no se pueden alcanzar mediante esfuerzos descentralizados del sector privado. Son necesarias fuertes inyecciones de recursos gubernamentales, planificación centralizada de la construcción de hospitales de campaña, montaje y administración de unidades de cuidados intensivos e importación de respiradores y pruebas de diagnóstico. Todo esto en modo contrarreloj. Asimismo, la provisión de alimentos y servicios públicos no puede depender de los ingresos privados de los hogares, golpeados fuertemente por la parálisis económica y la contracción del mercado laboral. Hasta cierto punto pueden usarse transferencias monetarias para los más pobres; está bien. Pero los recursos deben ser gubernamentales y muchas familias tendrán que recibir sus alimentos de manera directa. Para la segunda instancia, que mitiga la destrucción de capacidades, el gobierno debe implementar planes de salvamento y apoyo a sectores productivos, siempre y cuando las empresas garanticen la empleabilidad de sus trabajadores, y siempre y cuando los recursos sean focalizados para los trabajadores de menores ingresos.

Las dos fases prioritarias de reacción necesitan más gobierno. Los mercados, además de estar paralizados, no son el mecanismo más eficiente para atender los objetivos prioritarios en tiempos de crisis. Y, para el financiamiento de los gastos gubernamentales, se tiene que proyectar desde el principio un aumento del recaudo impositivo, con impuestos progresivos –pagados fundamentalmente por las personas de más alto ingreso y riqueza–. Dados los efectos asimétricos de la crisis –los más pobres son los más afectados–, impuestos regresivos –no progresivos– victimizarían de nuevo a la población de menores ingresos.

 A diferencia de la política macroeconómica del Estado neoliberal, la política fiscal en tiempos de crisis debe ser activa, y debe priorizar la compensación de los ciudadanos más expuestos a la pobreza y a la desigualdad. En general, la configuración estatal para reaccionar ante la crisis necesita más gobierno y menos mercado.     

Estado para la reconstrucción

Parece que se ha avanzado en el consenso de que una crisis de la magnitud de la crisis de la COVID 19 no puede enfrentarse con ortodoxia económica y con un Estado neoliberal. Sin embargo, preocupa que el problema se siga viendo como si fuera de carácter coyuntural, y que esto conlleve la posibilidad de desmantelar el rol de los gobiernos y de los presupuestos públicos al pasar los momentos más duros. El problema es en realidad estructural, y hay dos razones para defender un mayor tamaño de lo público para la etapa de reconstrucción.

Primero, la intensidad, la profundidad y la persistencia de los efectos de la crisis dependen de condiciones previas ya existentes antes de la pandemia: pobreza, ausencia de infraestructura de salud adecuada e informalidad laboral. La crisis le está pasando factura a los países por su desbalance excesivo a favor del mercado en la configuración estatal gobierno-mercado-comunidad. 

Claro, no puede desconocerse el efecto corrosivo de la corrupción pública. De hecho, la corrupción es usada como argumento para reducir el tamaño del gobierno y los presupuestos públicos. Sin embargo, es importante anotar tres puntos al respecto: i) la corrupción pública es también privada –muchas veces resulta de coaliciones de empresas privadas y funcionarios públicos–, ii) el estancamiento económico, el desempleo, la informalidad y la desigualdad parecen ser, especialmente, la consecuencia de un modelo productivo desarticulado, y (iii) muchos países llevan ya décadas con gobiernos raquíticos sin éxito. De todos modos, no hay duda de que el aumento del tamaño del gobierno –sugerido en este texto– debe estar acompañado por políticas serias de transparencia y control ciudadano. Y esto viene también, por cierto, del fortalecimiento del componente “comunidad” de la configuración estatal gobierno-mercado-comunidad.  

Segundo, si más gobierno y más de lo público son necesarios para enfrentar la crisis, también lo serán para la reconstrucción. Digo reconstrucción –no solo reactivación– porque la pandemia y la parálisis de la economía destruyen de manera persistente el empleo, el capital humano (salud y educación) y parte de la capacidad productiva del país: algunas empresas que desaparecen con la crisis no volverán al mercado. A la economía y a sus mercados les tomará cierto tiempo volver a prender motores, y el gobierno tendrá que asumir un rol activo en la reactivación y la reconstrucción poscrisis.

Antes de culminar esta contribución a la Revista Cien Días, quiero rescatar tres apartes centrales de mi columna “Mantener la democracia, maestro”, publicada recientemente en El Espectador (19 de mayo). Pueden ser útiles para orientar un rol activo del gobierno en la etapa de reconstrucción: 

  1. “La recuperación económica –pasados los momentos más críticos del embate de la pandemia– necesitará una priorización que le dé profundidad a la estrategia macroeconómica. Esa priorización debería hacerse con dos criterios concretos: (i) generación de empleo –en especial para la mano de obra no calificada– y (ii) eficiencia del gasto público en la reducción de la pobreza –para amortiguar los efectos acentuados de la crisis sobre los más vulnerables–. El primer criterio responde a la idea de que la etapa de reactivación, diferente a la etapa de crisis, debe estar basada en la creación de oportunidades y no en medidas asistencialistas de choque. Reconoce, además, que la forma más efectiva de cerrar las brechas económicas es a través del empleo digno y con ingresos estables. Es un error pensar que la desigualdad y la pobreza pueden ser atendidas con instrumentos coyunturales; necesitan políticas estructurales de largo aliento. Y el foco particular en el empleo de la mano obra no calificada apunta a que se estimulen los sectores productivos capaces de absorber a los trabajadores que han tenido que recurrir a la informalidad con baja productividad para sobrevivir –en ausencia, precisamente, de una política sólida de desarrollo económico–.”
  1. “Sobre el segundo criterio (eficiencia del gasto público en la reducción de la pobreza), los sectores ganadores son educación y salud. Además de mejorar las capacidades productivas de los trabajadores, compensan las desigualdades –que serán amplificadas por la crisis– y mejoran directamente el bienestar de los ciudadanos. Sin duda son los sectores clave a la hora de generar inclusión y legitimidad del Estado.” 
  1. “¿Cómo llevar esto a la acción? Con dos programas: uno de construcción de capacidades para la educación y la salud, que financie la inversión en infraestructura pública (edificios, equipos y tecnología), con alianzas público-privadas –acompañado de contratación pública de personal en esos sectores (maestros, médicos y enfermeros)– y otro de incentivos fiscales para las empresas que generen empleo estable para la mano de obra no calificada. Sí, ambos programas pueden coincidir a la hora de sanar las fragilidades de los sectores de la salud y de la educación –expuestas por la crisis–. Eso sí, se deja abierto el mecanismo de incentivos fiscales para las empresas que, sin importar su sector productivo, emplean mano de obra no calificada.”

Termino con el siguiente comentario: Colombia, al igual que otros países, ha necesitado por largo tiempo un Estado de crisis –no solo por la coyuntura de la COVID 19–. Para atender las necesidades de la gente, ese Estado debe responder a un enfoque práctico, en lugar de ideológico. Es posible que pasados los días más duros de la trágica crisis actual, se abra un espacio relevante en la agenda política nacional, a fin de alcanzar un acuerdo que permita empezar a subsanar la deuda social que el Estado ha acumulado por décadas. El Estado de crisis que necesita el país debe resultar de un nuevo balance gobierno-mercado-comunidad, menos neoliberal y con una mayor relevancia de lo público.  

Foto de portada: Alejandro Pérez

Gonzalo Hernández

PhD en Economía de la University of Massachusetts-Amherst y Economista Javeriano.

Profesor Asociado de Economía y Director de Investigación de la Pontificia Universidad Javeriana

Columnista de El Espectador