Regiones

Los desafíos del bicentenario: ¿cómo construir un relato nacional que exprese la diversidad del país?

EDICIÓN 96 JUN-AGO 2019

Uno de los principales aportes de la Constitución de 1991 fue el reconocimiento de la diversidad regional, étnica, cultural y religiosa del país; sin embargo, muchos de los relatos y conmemoraciones oficiales de los momentos fundacionales se concentran, casi exclusivamente, en los sucesos ocurridos en el centrooriente del país. Así, el comienzo del proceso emancipador se celebra el 20 de julio, en torno a los sucesos acaecidos en Santa Fe de Bogotá en 1810, mientras que el momento culminante de la lucha, en las batallas del Pantano de Vargas y el puente de Boyacá, hace que buena parte de las celebraciones se concentren en torno a la ruta libertadora.

En ese sentido, la respuesta de la vicepresidenta, Marta Lucía Ramírez, encargada de dirigir los festejos oficiales, a las inquietudes de un artículo de Semana (Semana, 2019), mostró una agenda que contemplaba la realización de una serie de obras de infraestructura, actos culturales y reflexiones académicas, muy relacionadas con los hechos de la campaña de la guerra. Así mismo, la directora de Planeación Nacional, Gloria Alonso, se refería al mismo tema, que concretaba en el Pacto bicentenario firmado por el Gobierno nacional con los departamentos de Arauca, Boyacá, Casanare, Cundinamarca y Santander, para buscar la consolidación de las inversiones en corredores estratégicos y la competitividad de la región.

La necesidad de un relato nacional e incluyente

Por esa concentración en la ruta libertadora, El Heraldo de Barranquilla se quejó, en un editorial reciente, de que la Costa Caribe había sido la perdedora en la reconstrucción histórica, iniciada por José Manuel Restrepo y consolidada por la obra clásica de Henao y Arrubla, que se transmitió a las siguientes generaciones a través de textos escolares inspirados en estos autores. Así mismo, el editorial afirmaba que pocas personas sabían que el 20 de julio de 1810 no se había proclamado la independencia, y que las primeras rupturas con la lealtad al rey habían tenido lugar en Mompox, el 6 de agosto de ese año, y en Cartagena, el 11 de noviembre de 1811. Además, recordaba que la batalla de Boyacá no había significado la liberación de todo el territorio nacional, ya que la guerra solo concluiría con la capitulación de los realistas en Cartagena el 10 de octubre de 1821, que sería la fecha más adecuada para celebrar el bicentenario.

Esta polémica condujo al periódico Nuevo Siglo a entrevistar, sobre este tema, a varios historiadores, quienes coincidieron en señalar que el problema no se reducía a la Costa Caribe, sino que se extendía a casi todo el país (Nuevo Siglo, 2019). En este sentido, Álvaro Tirado Mejía insistió en la necesidad de tener en cuenta los trascendentales hechos de Mompox y Cartagena, cuyas élites fueron severamente golpeadas por la restauración monárquica de Morillo, pero también de considerar los sucesos del Gran Cauca. Para este historiador, la importancia de las batallas del Pantano de Vargas y Boyacá, ubicadas en el centrooriente del país, fue más política que militar, porque la huida de las autoridades españolas de la capital virreinal señaló el inicio de la instalación definitiva de la república y el comienzo de la liberación del territorio, que fue llevada a cabo por Córdoba en Antioquia en 1820 (batalla de Chorros Blancos, 12 de febrero de 1820) y culminada, años después, por la toma de Cartagena en 1821 y las guerras en el sur del país, en torno a Pasto y al Ecuador, en 1822.

De forma similar se pronunció Margarita Garrido, quien señalaba que la historia oficial se reducía, en general, al centro del país; al tiempo que insistía en la necesidad de una historia más incluyente y diversa, con muchos centros y diversas perspectivas. Pero se refirió también a que la importancia de Cartagena, igual a la de Santa fe en el Nuevo Reino, había llevado a centralizar la historia del Caribe en ella. Por su parte, Ana Catalina Reyes recordaba que el 20 de julio de 1810 se insertaba en un proceso más amplio, iniciado en Cartagena y Mompox, seguido por los del El Socorro y Cali, que culminó en Santa Fe, que fue uno de los últimos sitios de este proceso.

Con respecto al sur del país, es pertinente pensar, más bien, en la fecha de la capitulación de Pasto, firmada en Berruecos el 6 de junio de 1822, después de las batallas de Bomboná (7 de abril de 1822) y Pichincha (24 de mayo de 1822), cuando las élites pastusas renunciaron a seguir luchando por una causa perdida y el obispo de Popayán, Salvador Jiménez de Enciso, reconoció la autoridad de Bolívar. Incluso entonces, los pueblos indios, en alianza con sectores realistas de negros, pardos y mestizos, junto con algunos sobrevivientes del ejército realista, comandados por Agustín Agualongo, se rebelaron en favor de la causa realista hasta su derrota, en junio de 1824, por las tropas republicanas comandadas por el coronel Tomás Cipriano de Mosquera.

El Bicentenario de Boyacá: oportunidad para reflexionar sobre el proceso de construcción de la Nación

Consideraciones semejantes llevaron a la actual junta directiva de la Academia Colombiana de Historia a programar, en compañía del Archivo Nacional de la Nación, un encuentro con las academias regionales y los centros locales de historia, con el fin de discutir los aportes de las nuevas corrientes historiográficas sobre la Independencia. Este encuentro, realizado en Bogotá entre el 14 y el 15 de junio de 2018 (González, López y Pita, 2019), contó con el apoyo financiero del Ministerio de Cultura, y su objetivo era presentar la conmemoración del triunfo de Boyacá como una oportunidad para reflexionar sobre el proceso de formación de la nación. Se asumió este hecho como un punto de inflexión entre una historia previa de hechos acumulados en el período colonial, cuyas tensiones, conflictos y logros desembocarían en las luchas de la Primera República y nuestra historia republicana, marcada por los esfuerzos de construir una nación a partir de una unidad administrativa de origen hispánico, que comprendía una gran diversidad de regiones, grupos sociales y etnias; lo cual se reflejaría en un proceso ambiguo y conflictivo de guerras internas, procesos electorales y reformas constitucionales.

Así, lejos de la mirada catastrofista de nuestra historia que ve al país como yendo de fracaso en fracaso –que lo llevaría a ser considerado como un Estado fallido o a punto de colapsar o una ‘narcocracia’–, con una violencia omnipresente como rasgo esencial de nuestra vida política. Esta nueva mirada buscaría un acercamiento más complejo y diferenciado a nuestro devenir histórico, para mostrar la gran capacidad de resiliencia del país, que le ha permitido no sucumbir ante las dificultades, pero sin ser capaz tampoco de afrontar de manera definitiva los problemas.

El contexto peninsular y americano de las independencias

Las reflexiones, anteriormente expuestas, partieron de encuadrar los movimientos de 1809 y 1810 en el contexto de la crisis del Imperio español, producida por la invasión napoleónica, como detonante que explicitaría conflictos latentes entre unidades administrativas del Imperio español en las Indias, provincias y regiones, ciudades principales y secundarias, criollos y peninsulares. A partir de los motines del 2 de mayo de 1808 en Madrid, se organizaron en la península española juntas autónomas en contra del dominio francés y en defensa del rey Fernando, que fueron seguidas por movimientos semejantes a lo largo de Hispanoamérica, lo cual empezó en Charcas (en la actual Bolivia, el 25 de mayo de 1809), y siguió en La Paz (el 16 de julio de 1809), en Quito (el 10 de agosto de 1809), en Caracas (el 19 de abril de 1810) y en Buenos Aires (el 25 de mayo de 1810).

En la Nueva Granada se presentaron movimientos similares en Cartagena (el 22 de mayo de 1810), en Cali (el 3 de julio de 1810), en Pamplona (el 4 de julio de 1810), en El Socorro (entre el 9 y el 11 de julio de 1810) y en Mompox (el 18 de julio de 1810). En Santa fe, después de varios intentos, se llegó al motín del 20 de julio, preparado desde la noche anterior, y el ejemplo de estos movimientos juntistas fue seguido luego por Honda (25 de julio de 1810), por Santa Marta y Antioquia (10 de agosto de 1810), por Popayán (5 de agosto de 1810) y por Tunja (11 de octubre de 1810).

Estos procesos de recuperación de las soberanías locales fueron evolucionando de manera diferente, según las particularidades de las localidades y las regiones, que desembocaron en enfrentamientos armados, encubiertos como luchas entre centralistas y federalistas, fidelistas, regentistas y patriotas, con una participación importante pero muy diferenciada de los llamados grupos subalternos, indígenas, mestizos, mulatos, negros libertos o cimarrones. Estos enfrentamientos de nuestra primera república, caracterizados por la historiografía tradicional, de manera caricaturesca, como ‘la Patria Boba’, encubrían las rivalidades entre Cartagena y Santa fe en el conjunto del virreinato; lo mismo que las tensiones entre Popayán y las ciudades del valle del Cauca, que se movían entre los intereses de Quito y la rivalidad entre Cali y Popayán.

Esto explica la evolución de Pasto, que quedaba colocada como una ‘isla realista’, que luchaba por defender su autonomía con un importante apoyo de grupos indígenas y afrocolombianos, frente a los movimientos independentistas de los notables de Quito y Cali. Una situación similar se presentaba entre Cartagena y Santa Marta, donde el cacique de Mamatoco, Antonio Núñez, fue condecorado por el rey de España con la orden de Isabel la Católica, por la liberación de Santa Marta contra los patriotas de Labatut. Por su parte, la propia Cartagena se enfrentaba a los intereses de Mompox y la resistencia de los pueblos de la Sabana, y encontraba muchas dificultades para ejercer su autoridad en el territorio de su provincia.  

Estas tensiones internas dificultaban las aspiraciones de Santa fe de Bogotá para ejercer su autoridad como capital, casi nominal, sobre el territorio del virreinato. Estas dificultades facilitaron la reconquista de la Nueva Granada por las tropas de Morillo, que lograron la restauración monárquica en el interior del país, una vez sometida la plaza fuerte de Cartagena. A su vez, los desmanes de la reconquista y la conciencia del fracaso de la primera república convencieron a los patriotas de la necesidad de formar un ejército más profesional y un mando centralizado, en vez de las ‘repúblicas aéreas’ que criticaba Bolívar.

En lo anterior radica la clave del éxito del triunfo de Boyacá: un resultado de la combinación de las tropas venezolanas de Bolívar, reforzadas por militares veteranos de las guerras napoleónicas, más el ejército organizado en los llanos colombianos por Santander, por encargo del primero; así como también de una importante decisión estratégica, sugerida a Bolívar por parte del cura guerrillero, el dominico fray Ignacio Mariño, que, según algunos (Tisnés, 1989), convenció a Bolívar de abandonar su obsesión por atacar el centro de Venezuela, donde había sido derrotado varias veces, para concentrar sus esfuerzos en la Nueva Granada, donde las tropas españolas eran más débiles, para derrotar luego, con sus refuerzos y recursos, a los realistas en Venezuela.

De la mirada continental de las independencias, a la creación de nuevas naciones   

Este cambio representaba una mirada más continental de la lucha emancipadora, que superaba la visión centrada en los límites de las unidades administrativas del Imperio español —que darían lugar más tarde a las actuales fronteras de las naciones de Hispanoamérica— para asumir entonces un punto de vista de conjunto de la guerra, en la que convergerían las campañas de Bolívar hacia Quito, Guayaquil y Lima, con las de San Martín en Argentina, Chile y Perú. Estas campañas culminaron con los triunfos de Junín y Ayacucho, y que enmarcan las vicisitudes de la creación de Bolivia. Sin embargo, después de estas campañas, donde combaten juntos soldados de los actuales países de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Argentina y Chile, se va diluyendo la necesidad de una mirada continental, como la soñada por Bolívar y San Martín, para regresar a las visiones nacionalistas pensadas desde las unidades administrativas del Imperio español.

En el nivel interno de la actual Colombia, tampoco fue fácil la implantación del régimen republicano: como muestra Daniel Gutiérrez Ardila, la expansión del dominio patriota en algunas regiones, como el centrooriente del país, el Chocó, Antioquia y el occidente del país hasta Popayán, contrasta con la resistencia realista en los límites entre los actuales departamentos de Cauca y Nariño, las sabanas del Sinú, la península de La Guajira y las zonas aledañas a Valledupar. En ese sentido, Gutiérrez cree que existía en esas regiones un arraigado realismo popular, que explicaba las dificultades de los patriotas para consolidar su dominio en esos territorios (Gutiérrez, 1819).  

Incluso una vez consolidado ese poder, la mirada nacional planteaba nuevos interrogantes a los próceres: en el caso de la actual Colombia, los próceres se enfrentaban al desafío de construir una nación a partir de un territorio fragmentado por la geografía, que dificultaba la formación de un mercado interno. Además, ese esfuerzo unificador se enfrentaba, con los intereses localistas de unas élites fragmentadas, en una sociedad dividida en castas y cuya jerarquía de ciudades y villas se veía amenazada por las poblaciones en ascenso.  

De ahí las diversas concepciones de Bolívar y Santander sobre la construcción de la nación y las confrontaciones posteriores entre los partidos liberal y conservador, como confederaciones laxas de poderes regionales y locales bajo el paraguas ideológico de los enfrentamientos en torno al papel de la Iglesia católica en la sociedad colombiana y al ritmo de las transformaciones económicas y sociales, necesarias para ubicar el país en el concierto de las naciones, y los referidos a la participación política de las masas subordinadas en la vida del país (González, 1989).

En esos enfrentamientos de grupos sociales y facciones se combinaba una vida electoral intensa, sin parangón con otros países del continente, cuestión que ha subrayado insistentemente Eduardo Posada-Carbó (Posada-Carbó, 2006), con un recurso frecuente a la guerra civil, tanto en el orden nacional como en el regional, cuyo sentido político hemos analizado previamente (González, 2006). n esta paradójica combinación entre Orden y Violencia, destacada por Daniel Pecaut (Pecaut, 1986), se fueron configurando dos historias paralelas y contrapuestas, donde los héroes de una versión son los villanos de la otra, que corresponden a los imaginarios de los partidos liberal y conservador. En ese contraste de “comunidades imaginarias” de copartidarios1El concepto de ‘comunidades imaginadas’, acuñado, para las naciones, por Benedict Anderson, ha sido aplicado por Tulio Halperin Donghi a los enfrentamientos entre rosistas y antirrosistas de Argentina, y por mí a la lucha entre conservadores y liberales en Colombia., el país fue pasando de un federalismo extremo, que perpetuaba las diferencias regionales y marginaba a algunas regiones, a un centralismo que las desconocía casi por completo; así como de un intento prematuro de secularización, con algunos ribetes anticlericales, a un intento de unidad nacional basada en la religión católica y un Estado confesional, lo que conducía a una especie de régimen republicano de Cristiandad.

De la polarización política al intento de civilización de la competencia política

Esos bandazos entre posiciones extremas, que expresaban la intensa polarización –‘los odios heredados’– entre liberales y conservadores, llevaron a enfrentamientos extremos como la Guerra de los Mil Días, que daría lugar a la llamada república conservadora de las primeras décadas del siglo XX. Este dominio conservador culminaría con el retorno del partido liberal al poder en los años treinta, que llevaría en algunas regiones a la ‘pequeña violencia’ contra algunas regiones conservadoras. Luego, la oposición del conservatismo y de la jerarquía de la Iglesia católica a los intentos de modernización política y social de la “Revolución en marcha” en los años treinta —que traían consigo algunas reformas secularizantes, y la insurgencia de un movimiento populista en un mundo marcado por las desigualdades en el campo y la ciudad— produjeron una intensa polarización, que preparó el camino a la Violencia de mediados de siglo.

La experiencia vivida de esa tragedia nacional llevó a la convicción de que era necesaria la reconciliación política entre liberales y conservadores, y la cancelación de los enfrentamientos entre el partido liberal y la Iglesia católica. Sin embargo, este intento de civilización política, conocido como el Frente Nacional, mostró pronto sus limitaciones al excluir a los grupos sociales al margen de los partidos tradicionales, y mostrarse incapaz de responder a las necesarias reformas sociales y económicas que exigían las transformaciones sociales que el país afrontaba en la segunda mitad del siglo XX.

Entre la guerra y la paz

Frente a esa exclusión e incapacidad, surgieron movimientos insurgentes en los que se combinaba la opción de grupos de corte jacobino, de inspiración marxista-leninista, con las tensiones de grupos de colonos campesinos en las zonas periféricas de la frontera agraria, producidas por una estructura muy concentrada de la propiedad de la tierra en las zonas más integradas a la vida económica y política de la nación. Posteriormente, las guerrillas insurgentes fueron saliendo de las zonas periféricas donde habían nacido, para presionar regiones más insertadas en la vida económica y política de la nación, donde encontraron la respuesta paramilitar, en alianza con los poderes locales y regionales, caracterizada como la Parapolítica.

Al lado de esta evolución de los grupos insurgentes, se va presentando el desdibujamiento paulatino del monopolio bipartidista de la vida política, al lado de una intensa movilización social, que termina produciendo una crisis de la representación política de la sociedad. Como respuesta a esa crisis, la Constitución de 1991 representó un intento de relegitimación del régimen político con reformas a las relaciones entre las ramas del poder, el reconocimiento de derechos económicos y sociales y la consagración del pluralismo regional, religioso, cultural, étnico y social de la nación.

Sin embargo, estas reformas políticas y sociales no bastaron para poner fin a la lucha armada, que, aunque no cubría de manera homogénea la totalidad del territorio nacional, seguía polarizando al país entre los partidarios de una paz negociada y los partidarios del sometimiento militar de los insurgentes a la institucionalidad, que tendían a negar la existencia del conflicto armado interno. Esta división entre distintas concepciones de la paz se expresó en el triunfo del No en el plebiscito, las dificultades del gobierno de Santos para implementar los acuerdos y las vicisitudes de la justicia transicional durante el gobierno de Duque. Esas vicisitudes se expresaron en las objeciones del presidente Duque sobre la ley reglamentaria de la justicia transicional, que procuraba dar gusto tanto a los sectores duros del uribismo como a los recelos del fiscal Martínez; sin embargo, la resistencia de los grupos opositores en el Congreso y la actitud de las Cortes pusieron fin a esos intentos.

El rápido recorrido por las complejidades de nuestro proceso de Independencia — contrastadas con el desarrollo conflictivo de la formación de la nación colombiana, y marcadas por diferentes polarizaciones en distintos momentos— nos invita a superar esa nueva polarización entre los colombianos para reconocer nuestra diversidad, como base de un proceso gradual de integración territorial y de articulación política, que nos conduzca a la creación de una Nación donde quepamos todos.



Historiador y politólogo, investigador del CINEP y vicepresidente de la Academia Colombiana de Historia.