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Para evitar el activismo animalista con tintes racistas

Esta reflexión parte de un hecho mediático concreto. El pasado 11 de marzo, la senadora Andrea Padilla, famosa por su marcado ambientalismo, publicó un tuit en la plataforma X, con un corto video, en el cual se observan ovejos amarrados y acostados en el suelo, diciendo cómo se normaliza ese tipo de maltrato y el que dichas acciones se justifiquen por la ancestralidad, palabra entre comillas.

¿Está crueldad con los chivos en la Guajira también la van a justificar apelando a la “ancestralidad”? Si los van a matar ¿qué necesidad de someterlos a semejante suplicio? ¡Cuánto corazón le falta a este país, carajo! Director @Jfroaoficial @ICACOLOMBIA trabajémosle al tema. (Padilla, 11 de marzo de 2024)[1].

Imagen tomada de la cuenta @andreanimalidad en X.

A este tuit le siguió una avalancha de mensajes, muchos de los cuales, lejos de dolerse por los chivos, se ensañaron en replicar expresiones de odio contra la comunidad guajira en general, y wayuu en particular. Aquí algunos ejemplos:

“Comunidades indígenas que han justificado su actuar retrogrado y costumbres ‘ancestrales’ en un país que se los permite. Basta ya de tanta autonomía, mano dura para todos por igual”[2].

“Por eso es q esos desgraciados de la guajira sus vidas son tan miserables. Porquerías”[3]

“Que más se espera de la gente en esa zona del país. La crueldad la tienen en las venas”[4]

“Por qué cree que esa tierra no prospera, por qué cree que esa gente no sale de la miseria. No puedo con tanto, no puedo creer que sean tan miserables, despreciables, que sean unos monstruos.”[5]

Como activista wayuu, antirracista y amante de los animales, y de todo lo que haga parte del ecosistema, le respondí que debía hacerse responsable por promover dichos mensajes de odio. Y que, si quería dar un verdadero debate sobre los animales de La Guajira, tendría que pelear mejor por problemas estructurales como el extractivismo, que no sólo acaba con la vida de animales doméstico, sino de toda la biodiversidad. Su respuesta fue bloquear mi interacción con ella, al igual que lo hizo con mi cuenta y durante un día, la plataforma X. El mensaje lo seguimos dando por otras redes sociales, mientras la senadora mantuvo su tuit, como ventana para el racismo.

Es evidente que esa “falta de corazón” que le reclama a todo el país, lanzó un baldado de agua sucia que solo le cayó a la comunidad wayuu. La senadora tiene una lucha legítima por el cuidado animal, pero es responsable de lanzar declaraciones descontextualizadas, que se prestan para reproducir mensajes de odio.

De allí que, lejos de convertir esto en una pelea personal, mi mayor reflexión es que el animalismo citadino debe ser consciente de sus sesgos. Tenemos que ver las implicaciones de hablar desde cierta posición cómoda, lo que puede desencadenar en amenazas contra la integridad de personas, en sus contextos cotidianos.  Es importante que la defensa por los animales no se traduzca en discursos de odio, ni en racismo contra poblaciones históricamente empobrecidas y que viven panoramas de constante violación de los derechos humanos.

Por un movimiento animalista con enfoque interseccional y real

El ambientalismo y el animalismo deben ser interseccionales. Esto implica incorporar un enfoque realmente étnico, social, cultural, geográfico y económico. Si no tienen estos factores para poder abarcar este tipo de temáticas, se siguen alimentando estereotipos racistas, violencia sistemática, pobreza extrema, y odio sobre las poblaciones étnicas.

Y no hablo solo del departamento de la Guajira. Todos ellos, junto con cada barrio popular, resguardo indígena o cabildo, y comunidad, tienen su propio contexto, diferenciado a nivel geográfico, social, comunitario o espiritual. Para las poblaciones étnicas, el territorio es un sujeto político y espiritual, al igual que ellos, por lo cual no solamente hablamos de estereotipos que generan violencia sobre ellos, sino de toda la connotación de la vida social y comunitaria. Para abarcar un ambientalismo y animalismo equitativo, real y con incidencias, hay que tener en cuenta, no solo estos factores, sino las voces de las personas de estas regiones.

El contexto guajiro

La Guajira es un departamento donde el 80% de la población rural vive en extrema pobreza. Cada seis días, un niño o una niña mueren por desnutrición, y en general, no hay acceso a agua potable. La megaminería realizada durante los últimos 30 años ha secado ríos, y a dicha problemática se suma la presencia de grupos armados promotores de desplazamientos forzados, entre otras violencias.

Foto: Nelson David Alonso Charry/Flickr.

Es también un departamento pluriétnico, habitado no solo por la comunidad wayuu, sino también por el pueblo wiwa, y comunidades afrocampesinas y mestizas, además de citadinos con una configuración variada de migrantes, todos ellos con particularidades en sus territorios y en sus zonas. Entonces, para hablar de un enfoque real de educación ambiental o animalista, hay que concienciar desde fuera y desde dentro de nuestras realidades. En ocasiones, ni siquiera las mismas comunidades saben que el extractivismo es el causante de la sequía de los ríos y de todo lo que ello implica. En el departamento hay una desconexión total entre los cascos urbanos municipales y las realidades rurales. Y a esta diferencia interna, se suma la desconexión notable entre La Guajira y el centro del país.

¿Qué hacer?

Para que esta incidencia se concrete, se debe contar con unos mecanismos políticos, sociales y educativos, con énfasis en la preservación y el no maltrato a los animales. No solamente hablamos de animales domesticados, como perros y gatos, o los que se emplean para la alimentación, como las ovejas y las gallinas. También hay que hablar de animales silvestres, como las serpientes y las zarigüeyas, y todo lo que conlleva un ecosistema, a nivel de plantas y animales.

La lectura distinta sobre el tipo de animales, es lamentable. Si alguna persona asesina serpientes no se hace el mismo escándalo, porque no se trata de un perro ni un gato. Pero las primeras tienen un rol fundamental dentro de la conservación de los ecosistemas, para mantenerlos sanos, para su reproducción y preservación. Falta muchísima conciencia ambiental y social para abarcar estos factores.

Y todo ello debe hacerse en conjunto, para evitar el desconocimiento y la desconexión desde los centros urbanos, en ciudades como Bogotá, Medellín y Cali, donde existen otras culturas y contextos, totalmente diferentes a los que son propios de departamentos como La Guajira o el Chocó. Eso explica que haya personas y funcionarios públicos que emiten esta serie de opiniones personales, que lo único que generan es odio racial. Explícitamente, un tipo de violencia racista, que se enmarca en estereotipos hacia poblaciones indígenas, con solo decir “ancestralidad”, dando por hecho que los wayuu somos violentadores de animales por costumbre, como si una persona no indígena o citadina, no pudiera hacer lo mismo.

Frente al suceso de los chivos, es necesario comprender también que hay ciertas prácticas, que, si bien pueden implicar maltrato animal, no nacen de un deseo deliberado de hacerles daño. No es una maldad intrínseca de los wayuu, la que lleva a amarrarlos así. Está asociado a condiciones estructurales de este comercio y a soluciones pragmáticas frente necesidades de movilidad, en condiciones específicas. Las personas que viven del pastoreo y de la comercialización de la carne de estos animales, son personas rurales en su mayoría, y tienen que transportar al animal desde su comunidad, hasta el casco urbano; algunos, incluso, en bicicleta. Hablamos de 5 a 12 kilómetros, lo que implica aproximadamente 4 o 5 horas pedaleando, para poder llevar al animal a los cascos urbanos como Uribia, Maicao o Riohacha, con la esperanza de vender y comprar comida de vuelta.

Cuando no es una bicicleta, las motos prestan el servicio con la misma dificultad de transporte. Y si hablamos de camiones, estos son públicos. Quienes llevan los chivos son pasajeros, no necesariamente los dueños del carro. Incluso, tienen que pagar los pasajes del animal y los de ellos. El montarlos a veces arriba y otras abajo, obedece a la necesidad de tenerlos al alcance para poderlos vender; esto sin contar con que, al llegar, muy pocas veces se paga lo justo por ellos.

La mayoría de esta economía es informal y casi de subsistencia. Tienen que vender al animal para poder comprar alimentos y llevarlos a su familia, en un contexto de tercerización para el consumo. En el casco urbano, los restaurantes tienen esa práctica de pagar precios muy bajos. Los pastores, obviamente, carecen de Rut, algunos no hablan español, no tienen cédula de ciudadanía, y mucho menos tienen una empresa o protocolos para tratar el tema del consumo de carnes.

Foto: Ediana Montiel.

En consecuencia, más allá de quedarse en el simplismo de rasgarse las vestiduras por cómo tratan a los chivos, hay que preguntarse qué lleva a que sean transportados así, y por qué se necesita de su comercialización. Quienes hacen estos mensajes, que desencadenan odio racial, ¿se han preguntado en qué condiciones vivirán estos comerciantes, para poder llevar a este animal de esta forma al casco urbano? Tal indignación podría solventarse, por ejemplo, con una camioneta para cada wayuu, en la que puedan transportar cómodamente los animales. Una tarea difícil de lograr, pero ojalá la senadora pudiera llevar iniciativas como estas a feliz término.

Creo que no hay respuesta correcta para hablar del animalismo, sin rozar el racismo, sobre todo en Colombia. Esta violencia está tan marcada en todos los cimientos, no solo en el racismo pasivo o agresivo, sino desde la descontextualización de los territorios rurales. Hay imaginarios que caracterizan a las ciudades como desarrolladas, porque no existe ese tipo de sucesos.

Pero las comunidades empobrecidas, racializadas y que están en sectores vulnerables tienen sobre sí, el injustificado estigma de ignorantes y salvajes, sin que quien las juzga traiga a colación los megaproyectos y los desplazamientos forzados, el panorama de corrupción y los bajos niveles de acceso a servicios básicos. A lo que me refiero es que hay unos factores muy peculiares en el ámbito social, sobre estas comunidades.

Para hablar de ambientalismo y de animalismo, se debe tener realmente un enfoque étnico desde la dignidad, y no solamente asumir o cargar esos roles como su ancestralidad, sin que ello signifique que esos casos no se presenten. Urge entonces evitar aquellas opiniones que, desde las ciudades, desconozcan o minimicen la realidad ajena.


[1] https://twitter.com/andreanimalidad/status/1767314677195813066

[2] https://twitter.com/LuisMendozaRo/status/1768009848334004276

[3] https://twitter.com/grand_lili/status/1767752352038084618

[4] https://twitter.com/PepitDobleMoral/status/1767317804791844888

[5] https://twitter.com/Cindy1603/status/1767331336082108665

Foto de portada: Dragonfly Visual Studio/Cruz Roja La Guajira

Ediana Montiel

Wayuu IPUANA| Comunicadora comunitaria, activista por la defensa del territorio y DD. HH. de pueblos indígenas y educadora popular. 8 años de experiencia en trabajo comunitario y defensa ambiental. Directora de la Corporación Wayuuando, cofundadora del Colectivo Mujeres del Desierto, Productora de impacto, exmiembro de la Federación Ambientalista Internacional (FAI) de La Guajira colombo- venezolana. Curadora y fundadora de la muestra itinerante: Jutkatshi wayaa, contenido multimedia comunitario de los territorios. En su trabajo ha denunciado el racismo estructural, ha laborado en proyectos de conservación ambiental, desde el ambiente científico y social, apostando a las herramientas audiovisuales como una manera de resistencia y lucha desde el territorio.