Internacional

Argentina y el avance de la derecha

Cien Días vistos por Cinep/PPP

EDICIÓN 108 MAY-AGO 2023

Por: Pablo Pozzi

El pasado domingo 13 de agosto hubo primarias abiertas, simultáneas y obligatorias en Argentina para seleccionar candidatos partidarios a presidente el próximo octubre. Entre 17 listas, el triunfador, con algo más del 30 por ciento del voto, fue Javier Milei. El guarismo es impreciso porque las cifras oficiales son sobre “votos válidos”, así que se dejan fuera votos en blanco, anulados y ausentismo. Y, aun así, resulta complejo, porque las cifras de las autoridades electorales no son muy confiables… Inicialmente se informó que había votado el 55% del padrón electoral para después decir que lo había hecho el 69%. Esto último es una práctica común en la política argentina donde, en aras de preservar la legitimidad democrática, se respetan los porcentajes recibidos por cada candidato, pero se duplican (y a veces triplican) la cantidad de votantes. Esta discusión es importante por dos razones. La primera es que un 30% para Milei es una victoria que lo pone al borde de ser electo presidente de la nación, mientras que 19 o 20% implica que queda mucho trecho por andar. La segunda es que la Argentina es un país con tradición electoral: en 1973 votaba el 93% del padrón, mientras que en 2019 votó 73%. Al mismo tiempo, el voto es obligatorio hasta los 70 años. Si 45% de los electores no se molestaron en asistir, y cerca de 6% fueron los votos en blanco o anulados, esto significaría una debacle en el sistema electoral argentino: la mayoría elige a nadie y el ganador gobernaría con menos del 20% del apoyo real del electorado. Una pregunta que ha quedado sin respuesta es que, si el voto fue “por bronca,” nadie explica por qué ausentes y mileístas no fluyeron hacia la izquierda: el Frente de Izquierda y los Trabajadores Unidad (FITU: trotskista) hizo su peor elección, pese a que viene perdiendo votos desde hace ya cuatro años. De hecho, los que critican diversas provincias deberían preguntarse por qué Córdoba, tierra del clasismo sindical, de la guerrilla y la regional más obrerista del PC, votó a Milei. Podríamos decir lo mismo de Santa Fe o de Mendoza, tierra del gran pensador y militante comunista Benito Marianetti.

Más allá de los guarismos, la elección fue importante porque confirmó el avance de la derecha en la Argentina. Desde 1916, con el voto secreto y obligatorio, ningún candidato ha ganado una elección en Argentina con un programa abiertamente de derecha. Pensemos que Alfonsín ganó en 1983 con un programa basado en los derechos humanos, el desarrollismo económico y el no alineamiento en lo internacional. En 1989, la consigna de Carlos Menem fue “la revolución productiva y el salariazo”. El primer presidente electo con un programa de ajuste económico y reducción del Estado fue Mauricio Macri. Y ahora parece que tendremos a Javier Milei.

Pero ¿quién es Milei? Hijo de un chofer de autobuses urbanos, que luego dirigió algunas de las empresas de transporte, Milei fue arquero del club de fútbol Chacarita, hasta que descubrió la escuela austríaca de Ludwig Von Mises, Friedrich Von Hayek y Murray Rothbard, la cual le reveló las “virtudes” del liberalismo económico. Este economista de 47 años, recibido en la Universidad de Belgrano, con maestría en la Universidad Di Tella, saltó a la fama en los medios de comunicación hace una década, tanto por su peinado excéntrico como por la vehemencia de lo que expone. Milei insiste en que es un “anarcocapitalista”, sin definir mucho qué quiere decir eso, excepto que quiere poner fin al Estado, pero no a la ganancia basada en “la explotación del hombre por el hombre”. Si bien Milei no es exactamente una lumbrera intelectual (de hecho, sus escritos se destacan por sus frases impactantes e ideas incoherentes), tiene la ventaja de ser un hombre “mediático”, sobre todo por presentarse como “enemigo” de la casta política y empresarial que vive del Estado. Sin embargo, la realidad es muy otra: los vínculos de Milei con sectores de poder son notables. Su principal promotor es Eduardo Eurnekián, uno de los hombres más ricos de la Argentina, dueño de varios medios de comunicación y amigo del padre de Mauricio Macri. Al mismo tiempo, Eurnekián ha establecido la Fundación Acordar, dirigida por el candidato a presidente en 2015 por el kirchnerismo, Daniel Scioli, a la cual perteneció Milei. El economista comenzó a trabajar para Eurnekián en 2008. Llegó a ser economista en jefe de Aeropuertos 2000, calculando los riesgos que tenían las grandes inversiones que hacía el armenio en el país. Hasta 2016, de hecho, el libertario no se presentaba en público como parte del staff, sino como miembro de la Fundación Acordar de Daniel Scioli. Una curiosidad: a esa institución la comandaba Guillermo Francos, histórico hombre de Eurnekián (desde el año 2000 trabaja para él), al punto tal de que cuando Francos se convirtió en director del Banco Provincia, durante toda la segunda gestión de Scioli, lo llamaban, puertas para adentro del gobierno bonaerense, el “infiltrado del armenio”.

Lanzado a la política a mediados del gobierno de Macri (2018), Milei logró ser electo diputado nacional por la ciudad de Buenos Aires en 2021, representando a un pequeño partido denominado “Libertario”, que luego fue la base de su actual coalición “La Libertad Avanza”. Para muchos, Milei es un delirante, sobre todo por sus payasadas mediáticas y su insistencia de que consulta todas sus políticas con sus perros. Parte del corrimiento a la derecha es que las propuestas de Milei no son muy locas y están en perfecta sintonía con los planteamientos de la derecha norteamericana (o francesa) desde hace ya 40 años: limitar la inmigración, mano dura en la calle, la privatización de la educación, el achicamiento del Estado, la privatización de la ciencia, la tecnología y la investigación. Cuarenta años de machacar con estos temas, y de fracasar en el quehacer público, gracias a políticos y empresarios (a veces son lo mismo) que se dedican a saquear al Estado, hasta suena razonable hoy. Cuando Milei dijo que va a eliminar 11 ministerios y dejar 8 fue un shock para el ciudadano común: ¿tenemos tantos ministerios? ¿Son todos necesarios? Pasa lo mismo en todas las instituciones del Estado: la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA hace unos años creó una prosecretaría encargada de relaciones con empresas recuperadas. Al mismo tiempo, pasó de cuatro secretarías en 1990 con ningún subsecretario a siete con 20 subsecretarios, incluyendo una secretaría de Infraestructura y Hábitat, que hace más o menos lo mismo que la Secretaría de Hacienda y Administración.

Lo mismo ocurre en otros ámbitos como en la investigación. Que propongan privatizar el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET) es una consecuencia de las campañas revelando proyectos financiados, que eran sencillamente increíbles, con escaso o nulo impacto social. Por ejemplo, “Masculinidad, agro y violencias: Travas, putos y tortas en el reino de la soja”. Evidentemente un título de proyecto “vendible”, pero que horroriza al ciudadano medio y le da una noción de que su dinero está siendo gastado frívolamente. La investigación en manos de entidades públicas es una garantía de que tenemos conocimiento puesto al servicio de las necesidades de la sociedad, y no de las ganancias, excepto cuando la investigación se convierte en un lugar para ganar buenos sueldos, sin hacer nada. O como dijo un colega, a quien acababan de admitir como investigador del CONICET: “me jubilé”, a los 45 años. Pasa en otros ámbitos como la universidad pública. ¿Para qué sirven cursos como el que ofrece la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires?: “Epistemologías no binarias. La biopolítica del siglo XIX desde los feminismos de Abya-Ayala, queer y ciborg. El sujeto de la fármaco-porno-tecno-biopolítica en la era de las criptomonedas.” Solo hay que imaginar la reacción de un trabajador que aporta 30% de sus ingresos en impuestos para pagar profesores e investigadores de temas cuya utilidad social no es muy evidente.

Fuente: La Libertad Avanza.

Con el triunfo de Milei se llenaron las redes sociales con mensajes que iban desde “a no desesperarse”, pasando por “fue un concurso de belleza y la verdadera elección es en mes y medio”, yendo desde comentarios de felicidad, hasta algunos que reclamaban que volvieran los militares del general Videla. Para los medios brasileños “se viene el Bolsonaro argentino”. Un periodista norteamericano tituló: “Admirador de Trump que cree que la crisis climática es una ‘mentira socialista’ gana primarias en Argentina”. En los medios argentinos estaban los comentarios del tipo: Córdoba y Santa Fe (donde Milei sacó muchísimos votos) son “provincias fascistas” y “esto fue un voto bronca y desesperado”. Y también: los intendentes peronistas lo favorecieron para frenar a Juntos por el Cambio y la tanda Bullrich-Rodríguez Larreta. Obviamente, la culpa del auge de la ultraderecha la tenemos todos, menos los políticos, los periodistas y la progresía.

Al igual que con Trump, Meloni, Urban, Bolsonaro y tantos otros, todo es mucho más complejo y hace falta comenzar a hilar más fino, mientras se convierte en un fenómeno global. Lo primero es que, si bien todos tienen algunas similitudes, la realidad es que no son lo mismo. Milei, al igual que Trump, no es parte del establishment, pero el norteamericano es un empresario con el apoyo de sectores empresariales (sobre todo mercado internistas) y de una importante representación del partido Republicano. Milei salió de la nada en los últimos años, gracias al auspicio de Eurnekián, pero no tiene el apoyo de ninguno de los partidos mayoritarios. Trump es un racista y misógino, pero sus propuestas no son locas, más bien están en consonancia con la derecha norteamericana, desde hace añares. Milei parece plantear que hay que destruir todo para empezar de nuevo y comparado con la derecha macrista o peronista, sus propuestas son extremas. Como dijo el analista Jeffrey St. Clair sobre el triunfo de Trump en 2016: “cuando la gente se siente traicionada, y no esperan que nada vaya a cambiar porque no hay opciones reales, entonces eligen al candidato más chiflado que los represente”, para pudrir todo.

Lo segundo es que Milei sacó siete millones de votos sin aparato político, lo cual no es poca cosa. De hecho, su carencia de fiscales el día de la elección implicó que le robaron gran cantidad de votos. Él insiste en que el fraude le llevó cerca de un millón de votos. Es dudoso que hayan sido tantos, pero ha sido fácil constatar que faltaban boletas con su nombre y que en los recuentos de votos había tendencia a anular papeletas de su partido.

Tercero, ¿puede ganar? Él lo asegura. Y todo puede ser, sobre todo porque hay gente (léase políticos locales y aquellos que quedaron fuera de las listas de los partidos tradicionales), que insiste en que será el ganador, con la esperanza de seguir viviendo del Estado. De igual manera, nuevos sectores de poder van a rodearlo con la esperanza de controlarlo y más de un votante lo va a ver como posibilidad en serio y volcarse a él. La prensa argentina se ha hecho eco de negociaciones entre Milei y Macri, y entre Milei y sectores peronistas, para intercambiar apoyo electoral por nombramientos en ministerios del futuro gobierno mileísta. Al mismo tiempo, en las elecciones primarias la gente vota lo que en realidad quiere para luego votar lo menos malo o lo más posible. También, en las elecciones generales entran a tallar los aparatos partidarios en serio. De todas maneras, gane o pierda Milei, la realidad es un síntoma de lo mal que está la Argentina. Peor aún, el gran triunfo de Milei es que ha logrado imponer su discurso a todo el arco político.

La realidad siempre es más compleja. Una revisión de la gente que votó a Milei revela una gran variedad. Hay varios que votaron a Milei absolutamente convencidos de sus propuestas. A veces son bastante tontos: como aquellos que, ante la propuesta de dolarizar la economía, piensan que van a ganar la misma cifra en dólares que hoy ganan en pesos. Otros que piensan que hace falta un golpe de timón para que “el barco luego se enderece”. Hay otros que parecen herederos del “que se vayan todos” de las jornadas de diciembre de 2001. O sea, hay mucho rechazo a políticos, sindicalistas y elites varias que están totalmente alejados de los problemas de la vida cotidiana de la población. Y, por último, hay un notable vuelco a la derecha sobre todo de sectores medios y medios bajos, que sostiene que “con la dictadura estábamos mejor”. En general, hay una mezcla de todo lo anterior, pero en realidad prevalece la sensación de que “con la democracia no se come, no se cura y no se educa”, cambiando por la negativa, la consigna de Alfonsín de 1983.

Es evidente que el camino a la derechización viene desde hace mucho. Como dijo Cristina Kirchner, ella nunca fue y no será jamás de izquierda. De la dictadura al kirchnerismo hubo una cantidad de cosas que se han mezclado para producir este resultado. Lo primero es la destrucción de “la territorialidad social”, como señaló Ana Jemio[1], que eran las redes socioculturales sobre las que se sustentó toda una cultura de izquierda durante casi un siglo. Los militares reprimieron y asesinaron a los que las llevaban adelante, el menemismo compró a muchos de sus activistas y el kirchnerismo terminó de enterrar estas redes a través de subsidios del Estado y de la cooptación de sus organismos sociales. En vez de organizarse como sociedad de fomento para hacer cloacas, ahora la gente busca a un político que consiga que el Estado resuelva el problema.

Esto se combinó con la decadencia de la educación pública y gratuita, para ser reemplazada, cada vez más, con la enseñanza privada y/o confesional de pésima calidad, en la cual los alumnos son clientes y no estudiantes. Es más, las pruebas “Aprender”, que determinan el nivel de conocimientos en matemáticas y lenguaje, fueron tan desastrosas, que el gobierno ni siquiera publicó los resultados. El embrutecimiento de la población argentina es cada vez más notable. Basta pararse al lado de un cajero automático para ver cuánta gente no puede leer lo que le dice la pantalla. Si esto lo combinamos con un periodismo abiertamente mercenario (no es partidista porque se vinculan al mejor postor), lo que resulta es una mezcla de ignorancia con desinformación. Así, cualquier instagramer se convierte en un potencial político, solo porque la gente lo conoce y le cae bien.

Agreguemos a este panorama, la pavorosa situación económica, el miedo por la criminalidad de ladrones y policías, los niveles de violencia, comparables a los de Estados Unidos (aunque nadie lo admita, hay tantos muertos y heridos por armas de fuego en Argentina como allá), el impacto sobre los ingresos de la inflación e impuestos y la evidente injusticia de empresarios cada vez más ricos, de sindicalistas multimillonarios, de jueces venales y de políticos que se aumentan las dietas todo el tiempo, mientras nombran amigos y familiares para que detenten cargos en embajadas y dependencias inventadas para ello.

Lo anterior significa que existe un gran corrimiento a la derecha, y no solo por Milei ni desde ahora. Todos los candidatos que se presentaron a las primarias, menos Bregman y Solano del FITU, eran neoliberales derechistas. Patricia Bullrich, de Juntos por el Cambio, plantea cosas similares a Milei, con menos locuras como la de dolarizar todo. El candidato kirchnerista Sergio Massa está haciendo el terrible ajuste que promete el candidato ganador: el dólar oficial (Banco Nación) pasó de 183 pesos en enero de 2023 a 378 a mediados de agosto; todo bajo su ministerio, que prometió no devaluar. Digamos, el ajuste no viene, ya está. ¿Y la represión? El otro día se cobró la vida de Facundo Molares, y desde Julio López, Carlos Fuentealba y Walter Bulacio en adelante han sido docenas los muertos y desaparecidos durante el kirchnerismo que “no reprimía”. Los K reprimen en Chubut y Santa Cruz, los macristas lo hacen en Jujuy y en Buenos Aires, no es novedad. La novedad es lo cruento de la represión y el manejo de los medios para desinformar.

El último factor es que ni la izquierda ni la progresía se dan cuenta de que son sus propios sepultureros. Todo contribuye a que la gente los vea como causantes de problemas y no como una posible solución: la insistencia en adoptar un lenguaje inclusivo, cuando el problema es la educación de sus hijos; la lucha por trabajo para sectores oprimidos como los LGTBIQ+, cuando la realidad es que todos los trabajadores sufren un desempleo galopante; la defensa inexplicable de personas que han cometido crímenes (desde la política Milagro Sala y el ex vicepresidente Amado Boudou hasta el joven ladrón que se robó el almacén) y no de la gente aterrorizada por la criminalidad; el haber convertido los derechos humanos en un negocio de sectores medios e intelectuales, cuando se violan los derechos de los argentinos todos los días. Myriam Bregman y el FITU hablan para los convencidos desde hace mucho y no para el conjunto de los trabajadores. Creyentes que el discurso es todo, se han convertido en trotskistas posmodernos, incapaces de ganar a las masas, porque en realidad no les preocupan ni se dirigen a ellas.

El resultado es que años después del Cordobazo y el Rosariazo, muchísimos jóvenes, todos, votaron a Milei. Me parte el corazón, pero debo reconocer que la izquierda y los progresistas no les decimos nada de nada. Se me parte el alma.


[1] Ana Jemio. El Operativo Independencia en el sur tucumano (1975-1976). Las formas de la violencia estatal en los inicios del genocidio. Tesis doctoral en Ciencias Sociales (Dir. Daniel Feierstein). Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, 2019.

Pablo Pozzi

PhD en Historia (Stony Brook University) y profesor consulto de la UBA. Fue titular regular plenario de Historia de los Estados Unidos de América en la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad de Buenos Aires). Ha publicado artículos y libros sobre historia y sociedad norteamericana y argentina. Entre sus obras se destacan La oposición obrera a la dictadura (1976-1982) (Contrapunto, 1988), Los setentistas. Izquierda y clase obrera, 1969-1976 (Eudeba, 2000) y Por las sendas argentinas. El PRT-ERP, la guerrilla marxista (Eudeba, 2001).