Por: Alejandro Angulo, S.J.
En su toma de posesión como presidente de la república de Colombia, el señor Gustavo Petro apeló a un símbolo caro para los colombianos: la espada de Bolívar. Se hizo traer al escenario el símbolo patrio como muestra de originalidad. El recurso simbólico del arma estuvo aparejado con un ditirambo por la paz y la seguridad, reafirmando así su predilección por los contrastes que revelan, no solo un pensamiento dialéctico, sino la marca de sus políticas ambiguas.
El novel presidente, en su discurso de posesión, plagió también la frase que acuñó el presidente Obama en el suyo: sí podemos. Y con esta afirmación anticipó que, así como llegó a la presidencia contra todo pronóstico, también logrará que la paz sea posible en la Colombia de la guerra perpetua. Esta promesa de grueso calibre, que le sirvió como candidato, puede serle útil como presidente, si la toma en serio.
La paz es posible si un hay diálogo social que permita a todos los colombianos expresarse, escuchar y razonar de manera que se promueva la convivencia. Petro dijo cómo matar no es progresar. Esa frase del presidente es un principio de altísima sabiduría gubernamental que debiera inspirar todas las medidas políticas y sociales.
El presidente Petro sostuvo, en el mismo discurso, que el progreso de la nación exige el diálogo universal como herramienta, desafortunadamente no se ha mostrado muy proclive al diálogo que él mismo pondera. La oposición se regodea en señalarlo y en acrecentar el temor del pueblo, hacia el que consideran el tirano, por un lado, al tiempo que promueve las amenazas de defenestración del mandatario, por el otro.
La paz en Colombia implica cambios y estos suponen diálogos regionales vinculantes sobre los conflictos que tensan las relaciones humanas en cada municipio y vereda. Un cambio prometedor es el de cumplir el Acuerdo para la finalización del conflicto, firmado por el presidente Santos y las Farc-EP, pero tan descuidado por su sucesor, el presidente Duque. Ese acuerdo tiene como condición el viejo requisito de la reforma agraria que ha sido y sigue siendo la raíz profunda de la guerra.
Así mismo, el control eficaz del narcotráfico requiere una convención internacional, que aún es muy ajena a la política y a la economía mundial, mucho más interesadas en las ganancias monetarias que en las espirituales.
En Colombia, el narcotráfico tiene un ingrediente político y social demasiado fuerte como para permitir una medida simplista de erradicación de cultivos. Pero la solución de Petro supone una reforma social profunda de largo plazo que no deriva réditos electorales y que postula un propósito nacional muy difícil de lograr.
El poder líquido
El manejo político de Petro desde el inicio de su mandato ha generado una cierta confusión. El desmonte del primer gabinete, que le había granjeado aceptación aun entre sus opositores, le inflige una pérdida significativa de credibilidad cuando prefiere a sus amigos. En el desempeño de su cargo ha disminuido aún más esa confianza que pudo haber inspirado el primer día y hasta se le juzga, no como al pastorcito mentiroso, sino como al mismo lobo.
Para muchos observadores Gustavo Petro está desmantelando el país, ayudado por su familia y aunque las instituciones colombianas han resistido embates mucho más fuertes, lo que sí es probable es que la oposición logre reducirlo a la necesidad de defenderse, mediante la focalización en su vida privada. Esto le impediría dedicar su energía a sacar adelante las reformas propuestas, que bien pueden ser discutibles, pero apuntan a sectores importantes de la arquitectura social, los cuales han sido descuidados por los gobiernos anteriores. Es una estrategia archiconocida y muy favorecida por todos los opositores políticos.
La dificultad de escucha y el consiguiente desconocimiento práctico de la dignidad de la persona debilita el ejercicio del mando porque le inocula incertidumbre y le resta aceptabilidad. En este sentido llamamos aquí poder líquido a ese totalitarismo recóndito en el talante de Gustavo Petro, que lo vuelve impredecible y que ha retardado la ejecución de sus reformas porque abre grietas en las relaciones humanas, a través de las cuales se escapa la autoridad, dejando al desnudo un poder personalista y caprichoso.
Por consiguiente, es una tarea urgente para el señor Presidente, como guía de la política, que mantenga esa preferencia por la construcción de la paz y la reconciliación de los colombianos, que proclamó en la primera hora de su mandato y que para lograrlo ponga en práctica los medios que nos unen y no los que nos separan. Si trabajó con éxito en configurar una coalición eficaz para ser elegido presidente, no es imposible que pueda reconstruirla para llevar adelante su mandato.
Alejandro Angulo S.J.
Investigador del Cinep/Programa por la Paz. Tutor del área de Derechos Humanos.