A propósito del Día Nacional de las Víctimas de Crímenes de Estado
Desde el año 2008, un número significativo de movimientos sociales, organizaciones defensoras de derechos humanos y grupos culturales, propusieron que el día 6 de marzo se hiciera memoria de las víctimas de crímenes de Estado en Colombia. Aún no se había iniciado el proceso de paz más prolongado (2012- 2016), que abordaría el problema de las víctimas y de la justicia, como uno de sus mayores desafíos, y cuyas dificultades extremas casi hacen hundir dicho proceso.
En muchos países de América Latina, que en los años 80 del siglo XX salían de dictaduras militares o de conflictos armados muy crueles y prolongados, hizo carrera la consigna NUNCA MÁS, para inspirar abordajes de fondo a muchos años de barbarie, impulsar análisis profundos de los factores que propiciaron la violencia y construir estrategias que impidieran el retorno a la atrocidad.
En la mayoría de los países se elaboraron proyectos bajo la consigna del NUNCA MÁS, que llegaron a producir extensos informes sobre lo vivido en los años más dolorosos, y señalaron factores que era necesario combatir en el futuro, para evitar volver a los conflictos. No se puede decir, sin embargo, que esos procesos hayan culminado con éxito. Los informes fueron publicados en lujosas ediciones y fueron a enriquecer las bibliotecas y los archivos, pero la violencia, y sobre todo sus causas, no lograron ser erradicadas. Sólo se pasó la página de las dictaduras formales y de las guerras declaradas, pero quedaron cepas de injusticia, corrupción y odios fundados en la inequidad, que han seguido alimentando diversas formas de violencia.
En el caso colombiano, como lo ilustró magistralmente el Tribunal Permanente de los Pueblos en su sesión 48 (sentencia de junio de 2021), obraban unas estructuras de genocidio estructural y continuado, concomitante con las formalidades republicanas, que han propiciado el exterminio continuo, gota a gota, de 7 sectores del grupo nacional colombiano. Los “procesos de paz” que se han sucedido –al menos en el último ciclo: desde 1983 en adelante-, no han tocado para nada las causas de la violencia. Al inaugurar el último proceso de paz con las FARC-EP, en Oslo, Noruega, el 18 de octubre de 2012, el gobierno del presidente Juan Manuel Santos dejó claro ante los negociadores y toda la comunidad internacional, 3 líneas rojas que no era permitido traspasar: no se tocaría el modelo económico, ni el modelo político, ni el modelo militar. Cualquier persona mínimamente entendida en asuntos de violencia o conflictos, sabía de sobra que allí era donde estaban las raíces de los mismos, y si no se podían tocar, quedaba muy explícito que no había voluntad alguna, de parte del gobierno, de construir algo de paz.
Las supuestas “negociaciones de paz” se desarrollaron durante más de 4 años, en un forcejeo continuo de negaciones y prohibiciones. Los 4 puntos centrales de la agenda: tierra, participación, droga y víctimas, bordearon las temáticas posibles de lo secundario e intrascendente. Las FARC-EP prepararon para cada punto de la agenda, un dossier de 100 propuestas (menos en el tema de la Droga, en el cual sólo hubo 50). Todas las propuestas fueron rechazadas por la mesa gubernamental y al final de estos 4 años, la guerrilla decidió concentrarlas en un congelador bajo el nombre de SALVEDADES1, con la ilusión de que, en otro momento, los gobiernos retomaran dichas propuestas, lo que nunca ha ocurrido.
El tema de Víctimas y Justicia fue quizás el más conflictivo, y puso al borde del colapso todas las negociaciones. Sin embargo, una super-comisión enviada por el presidente Santos en los momentos cruciales, logró captar el interés de las dos partes fundamentales del conflicto: guerrilla y fuerza pública. Quizás los niveles incluidos de impunidad captaron los intereses encontrados. No obstante, los elementos más incisivos de la propuesta, luego de ser aceptados por las partes, fueron modificados tan profundamente y con perverso disimulo, que se llegó en la práctica a un acuerdo muy diferente del original, cooptado por estrategias de impunidad estatal que incidieron progresivamente en la continuidad de la violencia.
El Acuerdo de Paz de 2016 creó tres entidades que supuestamente deberían revertir la violencia estructural y continuada: la Jurisdicción Especial para la Paz –JEP-, la Comisión de la Verdad y la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas. Entre ellas, la más llamada a bloquear los factores de la violencia era la JEP, en cuanto órgano de justicia para quienes perpetraron crímenes en el conflicto armado, prometiéndoles privilegios judiciales y penas alternativas a la prisión.
Pese a ello, la JEP se estableció sobre varios “pecados originales” que iban a degradar progresivamente su labor. En primer lugar, sus integrantes fueron auto-postulados, lo que imantó la presentación de hojas de vida inspiradas en ambición de sueldos y pensiones descomunales, a lo cual el gobierno correspondió sometiéndolos mediante atractivos pecuniarios desorbitados. En segundo lugar, mediante una fórmula ambigua y perversamente ampliada, extendió dicho sistema de privilegios, no solo a quienes participaron en el conflicto armado, sino que le añadió los términos “directa o indirectamente o con ocasión del conflicto”. Con tan diabólica fórmula, se abrió la puerta para que millares de criminales de Estado pudieran acogerse a esos privilegios y consolidar un sistema de impunidad para crímenes horrendos de lesa humanidad que, de ninguna manera, se compaginan con el “crimen de guerra”.
En la lógica central de un acuerdo de paz cabe ofrecer atractivos a quienes actuaron en el conflicto armado desde ambas orillas. Una tradición jurídica universal permite al combatiente matar a quien desde otro bando lo combate con intención de matarlo. Allí se da una reciprocidad bélica que facilita la construcción de paz con mecanismos previstos en el derecho internacional, tales como los armisticios, los ceses bilaterales al fuego, las treguas, las capitulaciones, la devolución mutua de prisioneros, las amnistías, los indultos, etc., así que los crímenes de guerra o infracciones al derecho internacional humanitario pueden ser cubiertos por un perdón, cobijado por la reciprocidad bélica de “armado contra armado”. Pero intentar equiparar el crimen de Estado (“armado contra desarmado”) con el crimen de guerra no tiene presentación de ninguna especie y se convierte en algo muy perverso.
Mientras el crimen de guerra, aunque viola normas universales propias de ella, se rige por la reciprocidad bélica que trata de proteger la vida en ambos bandos, el crimen de Estado, por el contrario, no defiende ninguna vida, sino que busca destruir la de su víctima, para lo cual finge, miente, engaña, camufla y falsifica, bajo un impulso homicida de innegable perfidia. Allí no existe ninguna reciprocidad bélica, y por ello, el crimen de Estado no puede recibir un tratamiento similar al del crimen de guerra. Y cuando una política de Estado o el producto de un acuerdo tenido por legal, trata de equiparar o confundir esas dos conductas, implantando una idea ambigua o engañosa de “conflicto armado”, se impone desenmascarar su raíz, exigiendo el esclarecimiento de la mínima veracidad del conflicto, es decir, que se identifiquen los dos bandos combatientes. De ninguna manera se puede aceptar que se tomen como “bandos combatientes” a niños de meses de edad o campesinos que nunca conocieron ni usaron un arma, como los de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, o jóvenes indigentes como los “falsos positivos” de Soacha u Ocaña en 2008. Indigna enterarse cómo la JEP, en su mismo Tribunal de Apelaciones, acogió al coronel Gabriel Rincón Amado, asesino de jóvenes indigentes de Soacha, alegando que en las técnicas modernas de la guerra tiene más efecto la desaparición de personas, por no permitirle a las familias el cierre emocional del duelo, y porque el reporte de falsos resultados operacionales sirve para aumentar la moral de las tropas; argumentos que ofenden todo principio ético.
Pero el “Acuerdo de Paz” de 2016, no solamente erró en muchas de sus puestas en marcha, sino en su misma confección, sobre todo durante los últimos meses y semanas de los trabajos de La Habana, en los cuales preparó y moduló normas destinadas a refinar los mecanismos de impunidad de los crímenes más horrendos y numerosos. Contrariando al Estatuto de Roma, que regula la Corte Penal Internacional y otras muchas normas que vienen desde los juicios de Núremberg (1946), eximió de ser procesados por crímenes de lesa humanidad y genocidios a los jefes de Estado, ignorando que en el caso de Colombia han sido ellos los “máximos responsables” de los crímenes de sistema. Como botón de muestra: la Comunidad de Paz ha urgido a los presidentes durante 27 años, en más de 100 ocasiones, que cumplan con las garantías a los derechos básicos que la Constitución les impone, pero su única respuesta ha sido pasarle las denuncias a los victimarios más directos y brutales, incrustados en la fuerza pública, y a un aparato judicial cooptado por el crimen y la corrupción. Algo de similares consecuencias, fue el cambio de redacción del artículo 27 del Estatuto de Roma, referido a las responsabilidades de mando, adoptando una redacción acomodada perversamente a la impunidad, lo que provocó protestas airadas de la Fiscalía de la Corte Penal Internacional, hasta que el gobierno logró acallarla con su rutinario y corrupto poder negociador.
Tuvo también fatales efectos, suprimir el conjunto de magistrados internacionales que el “Acuerdo” había previsto para la Jurisdicción Especial de Paz, como garantía de imparcialidad y como reconocimiento a las normas de Jurisdicción Universal que deben proteger el procesamiento de aquellos crímenes que no sólo hieren a una nación, sino a la humanidad.
Cinco días antes de la firma del Acuerdo en La Habana, el Gobierno del presidente Santos introdujo, sin consentimiento de las FARC, un anexo especial que contenía un Tratamiento Penal Diferenciado para los Agentes del Estado, el cual fue incorporado como Título III de la Ley de Amnistía. Para burlar la norma internacional que impide conceder amnistías o indultos a funcionarios de un Estado, pues esa medida sólo vale para rebeldes, el gobierno inventó una amnistía con otro nombre, pero más generosa aún: “la renuncia a la persecución penal”, la cual extingue la acción, la responsabilidad y la sanción penal, motivándola en una “necesidad de reconstrucción de confianza y de terminación del conflicto”. A ella iban anexos muchos privilegios adicionales2.
Transcurridos ocho años, luego de la firma del Acuerdo de Paz con las FARC- EP (2016), ciertamente la sociedad colombiana no percibe ninguna aproximación hacia la paz. Por el contrario, en los años 2019, 2020 y 2021 se vivió de manera dramática el ESTALLIDO SOCIAL, que dejó al descubierto muchas raíces de la violencia en la sociedad y el Estado colombiano, pero, por encima de todo, destapó aún más la crisis de la justicia.
Para cualquiera es evidente que la reversión en el drama de las víctimas depende en gran medida del progreso de la justicia. Sin embargo, los últimos años evidencian la enorme corrupción de la justicia colombiana y su relación estructural con la impunidad; ésta, a su vez, es la que mantiene en su magnitud y gravedad la situación de las víctimas.
Los análisis estadísticos de la impunidad, tanto los de organismos oficiales como los de los entes privados, se acercan bastante al 100%. Esto hace que muy poca gente confíe en la justicia. Pero después del Acuerdo de Paz de 2016 ha sido muy preocupante el altísimo nivel de asesinatos de líderes sociales de base y de desmovilizados de la insurgencia. Hace unos años era posible al menos identificar la pertenencia de los victimarios a estructuras paramilitares con variedad de nombres, o a ciertas fuerzas muy ligadas al Estado. Hoy día se ha ido posicionando el TOTAL ANONIMATO en la casilla del victimario. Después de las intensas campañas de los últimos gobiernos y de los medios masivos para que se considerara el paramilitarismo como algo del pasado, ya inexistente, a pesar de su intenso dominio y activismo nacional, se percibe ahora una estrategia aún más radical de encubrimiento e impunidad: eliminar toda posibilidad de identificación del victimario. La escena rutinaria nos muestra a uno a dos encapuchados en moto, que abordan a la víctima, disparan y huyen, sin dejar ningún rastro. Así se extermina con calculada desconcentración espacio-temporal, mediante ritmos tácticos perversamente planificados, a los siete sectores del grupo nacional colombiano, como lo señaló el Tribunal Permanente de los Pueblos: hoy se mata a un guardia indígena en el Cauca; mañana a un reclamante de tierra de Urabá; pasado mañana a un campesino del Catatumbo, el siguiente día a un manifestante contra el extractivismo en el Cesar, y así sucesivamente. La “justicia”, siguiendo sus rutinarios métodos de indagar sobre casos aislados e inconexos, y restringida a la búsqueda de autores materiales, abrirá un nuevo expediente inútil que irá a parar, tarde o temprano, a los millones de casos impunes que se han sucedido, sin interrupción, en los dos últimos siglos.
La proverbial carencia de justicia se ha convertido en un cheque de garantía para que se sigan multiplicando las víctimas. SI NO HAY JUSTICIA, TENEMOS VÍCTIMAS PARA RATO, SIN PARAR.
Los intentos de reforma a la administración de justica propuestos por los últimos gobiernos, los ha frenado la Corte Constitucional, alegando que el Ejecutivo no debe inmiscuirse en la justicia. El presidente Petro ha mostrado la urgencia de una reforma a fondo de la justicia, si no queremos seguir hundidos en la violencia, sin esperanzas de salida.
Petro ha señalado, ante todo, que no hay que buscar las causas de la crisis sólo en el aparato judicial, sino en el modelo de sociedad que ha construido y sigue construyendo ese aparato judicial. Estamos en una sociedad INJUSTA (y quizás la más del continente) que no puede sino producir un aparato judicial injusto.
Característica esencial de dicho aparato, es el haber permitido y consolidado la alianza del crimen con el Estado. La evidencian: los “falsos positivos”, la venta de sentencias en las altas cortes, la corrupción en todos los niveles del sistema judicial, y una Fiscalía convertida progresivamente en operador extorsivo de intereses y decisiones políticas. De allí que para el presidente Petro, un objetivo clave de reforma a la justicia, sea taponar todas las vías de relación de la clase política con el aparato judicial y abrir numerosos canales de comunicación de ese aparato, con el ciudadano de a pie.
Otra falla estructural del aparato judicial, según el presidente, es el fraccionamiento de los casos judiciales. Hoy se reparten entre la justicia ordinaria, la penal militar, los tribunales de Justicia y Paz, y la JEP; y entre unas y otras instancias se esconden y se revelan a medias o por pedazos, los victimarios, las víctimas, las pruebas, los contextos, etc., y la confusión favorece la impunidad. Una reforma debería impedir el fraccionamiento del caso y favorecer la integralidad de la investigación.
Para el presidente Petro, una reforma a la justicia debería buscar otros senderos, contrarios a las reformas y debates anteriores, que se han centrado en la concepción de la justicia como VENGANZA, y por esa vía, en aumentos incesantes de penas, y en disputas por el control del poder judicial, por parte del poder político. Ese tipo de debates debería proscribirse, y en lugar de buscar cómo aumentar el control político del poder judicial, enfocarse en alejar y expulsar el poder político del poder judicial.
Si bien, para el presidente Petro, la esencia de la justicia debería ser la búsqueda de la VERDAD, parece que el sistema judicial es el antro más temible de la MENTIRA. Los enfoques vengativos no conducen a ninguna verdad, sino a la mentira, que es la que hoy inunda los archivos de la mal llamada “justicia”. Buscar la verdad implica apuntar a donde ella se encuentra: la tienen los victimarios, en sentido amplio, y está en las pruebas, pero el sistema probatorio en Colombia se ha reducido progresivamente al SOLO TESTIMONIO, el cual sigue atrapado entre el soborno y la amenaza, factores que no hacen sino degradarlo y falsearlo incesantemente.
El Banco de Datos de Derechos Humanos y Violencia Política del CINEP, luego de batallar contra el ANONIMATO invasivo por varios años, ha echado mano de experiencias internacionales y nacionales, para perfilar un victimario más acorde con nuestra realidad, aunque no pueda aún revelar uno o varios nombres individualizados. Tanto el Comité de Expertos que creó el Secretario General de la ONU por petición del Consejo de Seguridad, en 1992, cuando estableció el Tribunal Penal de la ONU para la antigua Yugoslavia, llegando a proponer un sistema de “imputación de conocimiento constructivo” con 10 indicios que aproximan a la identidad del victimario, como el mismo Fiscal general de la nación en Colombia, con otro grupo de expertos, quienes construyeron en 2012 un “Manual de Análisis y Contextos”, como instrumento para trabajar los crímenes de sistema, dejaron en claro que ordinariamente ese tipo de crímenes sólo se pueden perpetrar con participación de agentes del Estado. Dicho manual parece haber sido archivado sin estrenar. A esto se suma lo evidenciado por el Tribunal Permanente de los Pueblos, en su sesión sobre el Genocidio estructural en Colombia (2021), en cuya sentencia precisa que el exterminio continuado durante décadas o siglos, de los miembros de siete franjas del grupo nacional colombiano, ha sido responsabilidad y estrategia de las franjas élites del mismo grupo, en cabeza de sus jefes de gobierno y estructuras estatales, en la mayor parte de su período republicano. Todos estos instrumentos que ayudan a perfilar un victimario menos anónimo y con mayores rasgos históricos, nos han llevado a identificar a ese victimario colectivo como: PLATAFORMA SOCIOESTATAL DE EXTERMINIO IMPUNE.
[1] En julio de 2020 dichas propuestas fueron publicadas por el Centro de Pensamiento y Diálogo Político, en el volumen: “Las Propuestas Mínimas de las FARC-EP en La Habana”, ISBN 978-958-52842-0-3. Coeditó CLACSO y Gentes del Común, bajo la dirección de Jairo Estrada Álvarez, integrante de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas.
[2] Tales como: impedir el inicio de nuevos procesos por esas conductas; hacer tránsito a cosa juzgada material, sólo revisable por el Tribunal para la Paz; eliminar antecedentes en las bases de datos; anular responsabilidades o sanciones disciplinarias, fiscales o administrativas; impedir acciones de repetición; eliminar efectos retroactivos laborales u otros. Los agentes de Estado beneficiarios, gozarán de libertad transitoria condicionada y anticipada, desde la entrada en vigencia de la ley. Si están detenidos o condenados, y se someten a la Sala para el mecanismo de renuncia a persecución penal, se puede solicitar la libertad inmediata ante el secretario ejecutivo de la JEP, libertad que no exige antes, la definición de la Sala. Podrán reingresar a la fuerza pública, luego de la absolución definitiva de responsabilidad por la JEP. Para obtener libertad transitoria condicionada y anticipada, sólo se exigirá haber sido condenados o procesados por conductas en relación con el conflicto, que no constituyan crímenes de lesa humanidad o similares, salvo si han estado privados de libertad por 5 o más años, pues bastaría aceptar libremente acogerse a la JEP y hacer un compromiso de contribuir a la verdad, a la no repetición y a la reparación. El lugar de privación de la libertad será siempre una unidad militar o policial, y los beneficiarios contarán con un sistema de asesoría y defensa gratuita del Estado. El Congreso en su labor de refrendación modificatoria regresiva del Acuerdo, añadió un privilegio más para que los militares no se sientan inferiores a los rebeldes, quienes cambian sus armas por la política: también los miembros de la fuerza pública sometidos a la JEP, podrán ser empleados públicos, trabajadores oficiales o contratistas del Estado, cuando no estén privados de su libertad, además de la reincorporación al servicio activo, prevista en la ley 1820 de 2016 (Acto legislativo 01/17, Art 2).
Foto de portada: Jurisdicción Especial para la Paz (JEP)