No es el aumento incesante del costo de la vida y la constante erosión de los salarios, ni el gigantesco desempleo, ni el cierre de los hospitales, ni la violación por el Gobierno de las leyes 26 y 27, que le prohíben intervenir en los sindicatos y limitar los derechos de asociación, convención y huelga para los empleados del Estado, no es nada de eso, ni todo eso sumado, lo que produjo el paro nacional de hace un año y su lógica prolongación de ahora. No. Si la situación empeora, la culpa no es de los gobernantes, sino de los gobernados. Y la solución consiste en tratarlos como enemigos y echarles encima todo el poderío represivo del Estado (como el año pasado) para que al cabo de treinta muertos se tranquilicen otra vez (como el año pasado).
Editorial de la revista Alternativa, N° 178, septiembre de 1978
Por Ana María Restrepo Rodríguez y Martha Cecilia García Velandia
Esta editorial, escrita 12 meses después del Paro Cívico Nacional de 1977 (hace 42 años), podría dar cuenta de algunos de los motivos del 21N de hace un año1Ver artículo del equipo de Movimientos sociales (2019), “21 N: ¡Y la copa se rebosó!”, en Revista Cien días vistos por Cinep N° 97, octubre-diciembre. https://www.revistaciendiascinep.com/home/21-n-y-la-copa-se-reboso/, y describir una de las respuestas que reciben hoy quienes se atreven a protestar, disentir, reclamar, exigir. La otra respuesta gubernamental a la movilización social –y no solo en tiempos de pandemia–, la condensa la expresión que titula este artículo, usada para ignorar las quejas y reclamos de cualquier persona y para darle a entender que es inútil insistir.
En este texto presentaremos un panorama de las protestas sociales acaecidas durante 2020, poniendo especial énfasis en las luchas rurales, y exploraremos si obtuvieron una respuesta diferente a las dos ya señaladas por la revista Alternativa: represión o menosprecio soberbio.
Podría pensarse que en tiempos de confinamiento2Colombia estuvo cinco meses en confinamiento obligatorio, entre el 24 de marzo y el 1° de septiembre de 2020. Inicialmente se decretó por dos semanas, pero el Gobierno nacional fue sucesivamente prolongando la medida ante el avance de la COVID-19., la protesta social se retraería, pero la información registrada en la Base de Datos de Luchas Sociales del Cinep dice otra cosa:
El 73% del total de las luchas sociales observadas fue protagonizado por pobladores urbanos, asalariados, trabajadores independientes y pobladores rurales (campesinos y grupos étnicos). El 27% restante de las acciones contenciosas fue liderado por estudiantes, gremios, mujeres, reclusos, migrantes, jóvenes, víctimas y población LGBTI. El espectro de actores sociales es amplia –y en este período, los migrantes se hicieron visibles a través de acciones reivindicativas–, sus demandas también.
Las luchas enfocadas en cuestionar, rechazar o pedir políticas públicas específicas coparon el 41% del total, la mitad de ellas demandó una política eficaz e inmediata de atención a poblaciones vulnerables en medio de la pandemia, otras muchas denunciaron la venta de lo que queda del patrimonio público, y se opusieron a reformas laborales, tributarias, educativas, de seguridad social y de control del “orden público”, que de tiempo atrás vienen empujando administración tras administración, pero que en medio de este Gobierno por decreto, se han querido tramitar de manera express o, abiertamente, incluso imponer. Algunas rechazaron la militarización de la vida cotidiana –impuesta bajo el argumento de luchar contra la Covid-19, la llegada, instalación y acción de un contingente militar estadounidense, la acción militar contra cultivadores de coca, la violencia en el manejo de la manifestaciones pre y durante cuarentenas–, medidas de emergencia económica que han favorecido más a empresarios propios y extranjeros –como en el caso del billonario préstamo a Avianca–, mientras se entregan migajas a asalariados, pymes, trabajadores independientes, desempleados y migrantes. Y otras se encaminaron a exigir el reconocimiento político de los pueblos indígenas, afrodescendientes y campesinos, así como a pedir incentivos para la economía rural.
La exigencia de garantía de derechos ocupa el segundo lugar entre los motivos de las protestas de este año: el continuo asesinato, individual o colectivo, de líderes sociales, excombatientes, defensores de derechos humanos, jóvenes y mujeres, el rechazo a las violencias basadas en género y generaciones, las restricciones a la libertad individual, el requerimiento de la realización de los derechos a la salud, a la educación, al trabajo, movilizó a los más diversos actores sociales del campo, la ciudad y las cárceles.
El incumplimiento de pactos ocupó un tercer lugar entre las motivaciones de la protesta, y aquí sobresalen las luchas que denunciaron que los convenios que regulan el mundo del trabajo fueron violados abiertamente, bajo el pretexto de la crisis económica producto de la pandemia, que las acciones encaminadas a volver trizas el Acuerdo Paz se exacerbaron en tiempos de cuarentena, y que el pliego presentado por el Comité de Paro desde el año anterior, sigue sin trámite gubernamental, sumándose a él un ‘Pliego de Peticiones de Emergencia’, que contiene seis puntos básicos para mitigar la crisis económica3 i) Renta básica de emergencia para trabajadores de un salario mínimo legal por seis meses y moratoria en el pago de los servicios públicos durante cuatro meses; ii) Intervención y financiación del sistema de salud, formalización laboral de su personal y pago de salarios atrasados; iii) Derogatoria de decretos presidenciales de emergencia que desmejoran la vida económica y social de los trabajadores; iv) Defensa de la producción nacional agropecuaria e industrial a través de un programa de compra con dineros públicos, condonación de créditos y apoyo a las pequeñas y medianas empresas con el pago de sus nóminas; v) Apoyo al sistema educativo con el pago de matrículas y subsidios para garantizar la continuidad del estudio; vi) Acciones diferenciadas para garantizar la vida de las mujeres y contrarrestar los feminicidios y la violencia de género.. Así mismo, indígenas, estudiantes, asalariados y campesinos le recordaron al Gobierno que hay muchos otros acuerdos incumplidos que fueron firmados para levantar otras protestas, y que cada vez se cree menos en la manida fórmula de crear mesas de negociación o de invitar a conversaciones sectoriales o nacionales, porque son mecanismos que no contribuyen a satisfacer las demandas presentadas en las movilizaciones sociales.
Estos tres motivos cubren el 71% del total de las luchas de este periodo, cifra que junto a las propuestas que han acompañado estas acciones contenciosas, ratifican la tan temida y rechazada politización de la protesta social.
Un 20% de las luchas observadas ha sido motivado por la expectativa de contar con un hábitat digno, y en esas manifestaciones se ha denunciado la deficiente prestación de servicios sociales y públicos domiciliarios, unida al alza en sus tarifas –a pesar de las promesas de diferir el pago de facturas–, la expulsión de moradores de viviendas en arriendo por falta de pago –y la concomitante invasión de espacios públicos, predios urbanos y de vivienda–, las vías intransitables, y los problemas ambientales, asociados a diversas formas de contaminación.
Los pliegos laborales siguieron siendo motor –aunque no exclusivo– de la movilización sindical. Esta pandemia no trajo consigo la enfermedad del olvido, por lo que también distintos actores sociales conmemoraron fechas significativas en los ámbitos internacional, nacional o puramente local.
Las administraciones municipales debieron enfrentar el mayor número de protestas (36%), aunque en sus manos no estuviera la posibilidad de solucionar buena parte de las demandas presentadas. El ejecutivo nacional ocupó el segundo lugar entre los adversarios más confrontados en las luchas sociales (con 24%), seguido de los entes privados (15%). Se incrementó el número de protestas contra las Fuerzas Militares, tanto la Policía –y particularmente el ESMAD–, como el Ejército. Y esto ocurrió no sólo por la brutalidad policial desplegada para contener las protestas –violencia que este año se expuso desde las movilizaciones del 21 de enero que recordaron que el paro iniciado el 21 de octubre continuaba–, sino para denunciar la responsabilidad de miembros de la fuerza pública en homicidios de jóvenes que aún no han sido explicados y en abusos sexuales a niñas y adolescentes, ocurridos en zonas de despliegue militar.
El confinamiento obligatorio no impidió que las protestas se llevaran a cabo en la calle: las movilizaciones en forma de plantones, marchas –muchas de ellas de trabajadores informales, desempleados y migrantes portando trapos rojos y gritando “tenemos hambre”–, al igual que caravanas vehiculares, predominaron este año, y junto con los bloqueos de vías, coparon el 82% del total de las luchas sociales. Paros, invasiones de suelos, toma de entidades, disturbios, huelgas de hambre, cacerolazos y acciones de resistencia o desobediencia civil también hicieron parte del repertorio de las acciones sociales contenciosas de este 2020.
Y de otra, que el asombro y negación de la politización de la protesta social –asunto de vieja data–, que exhiben las élites políticas, ponen en evidencia su incapacidad de oír, ver y entender a quienes pretenden gobernar.
¡Vamos hasta Bogotá! Luchas rurales durante 2020
Los primeros días de noviembre, unos dos mil excombatientes de las FARC-EP realizaron la Peregrinación por la Vida y por la Paz, que partió de distintas zonas de reincorporación del país, y llegó hasta la Plaza de Bolívar en Bogotá. Esta movilización expresó las tres cuestiones planteadas en este análisis: la violencia, la represión, y las luchas históricas que, en el caso del mundo rural, también han contribuido a hacer visibles al mundo urbano sus transformaciones. Este año se han llevado a cabo tres caminatas que partieron desde distantes territorios y llegaron a la capital del país, a fin de exigir garantías para la vida.
El 25 de junio salieron de Popayán 14 caminantes, miembros de 40 organizaciones sociales, urgidos de protestar por el asesinato de líderes y lideresas sociales, y recorrer 22 municipios, en cuyo recorrido pudieran visibilizar las conflictividades sociales que allí tienen lugar. Con la consigna “Porque no es lo mismo vivir que honrar la vida”, la Marcha por la vida, el territorio y los derechos de los pueblos, llegó a Bogotá el 10 de julio para dialogar con el Gobierno sobre las garantías efectivas de protección para quienes defienden los derechos humanos y los territorios.
El 10 de octubre, la Minga Social y Comunitaria del Suroccidente por la defensa de la vida, el territorio y la paz4Para un análisis detallado de La Minga, ver en esta misma edición: “La minga como horizonte político” de Alejandro Mantilla., se echó a andar, ante la ausencia del presidente Duque en la reunión convocada por las autoridades indígenas del sur del país, para abordar los temas de protección de derechos de sus comunidades, principalmente el de la vida. Mingueras y mingueros atravesaron Cali, Armenia, Ibague, Fusagasugá y Soacha, para llegar a Bogotá en chivas –una por comunidad– y a pie, con un mandato que era más que un pliego: vida, territorio, democracia y paz articularon apuestas de autonomía y garantía de derechos étnicos y territoriales con políticas reales de paz, de reforma agraria, de reconocimiento y garantías para la protesta y la participación política (incluida allí, la no modificación de la consulta previa), así como la continuidad de los diálogos con el ELN. Esta movilización tuvo un precedente importante en la acción colectiva adelantada el pasado mes de septiembre, por indígenas Misak, quienes derribaron la estatua del conquistador español, Sebastián de Belalcázar, erigida en el Morro del Tulcán de Popayán, para protestar contra la violencia en la región, y denunciar que esa ha sido la historia de su comunidad, tener que enfrentar desde siempre, todas las formas de violencia y la exaltación de su genocida.
El 1 de noviembre, delegaciones de excombatientes de la guerrilla de las FARC-EP, comprometidos con el Acuerdo de La Habana, llegaron a la capital del país, en la Peregrinación por la Vida y por la Paz, para llamar la atención sobre los asesinatos de 244 firmantes del Acuerdo, desde 2016 hasta el 5 de diciembre pasado. Y como lo señaló Jairo Hernández del Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación de La Elvira, para contar qué están haciendo en los territorios, para demostrar su compromiso con el Acuerdo, y exigir que se cumplan las garantías ofrecidas para los proyectos comunitarios y productivos territoriales, por los cuales dejaron las armas. Provenientes de Chocó, Antioquia, el Eje Cafetero, los santanderes, la región Caribe, la Orinoquía y los Llanos orientales, Cauca y otras regiones, realizaron jornadas de perdón y reconciliación en distintas paradas del camino. La más visible fue la de Pipiral, Meta, el 29 de octubre, en la que reconocieron su responsabilidad en los secuestros colectivos, conocidos como “pescas milagrosas”.
No sólo la garantía de la vida está en el centro de estos tres peregrinajes, sino también en la necesidad de conexión con el Gobierno central.
Han tenido que venir hasta Bogotá, en medio de la pandemia, con varios propósitos: para hacerse ver y escuchar (aunque sólo la de excombatientes alcanzó una firma de compromisos concretos, por parte del Gobierno); para mostrar el rostro de quienes habitan el campo, respetan el Acuerdo de Paz y defienden sus territorios; y así mostrar que indígenas, excombatientes, líderes y lideresas afrodescendientes y del campesinado no son ese enemigo sin cara que la polarización actual pinta como susceptible de eliminación. Además, la marcha de excombatientes los constituye en un grupo relevante de las luchas rurales, y recuerda la importancia del cumplimiento del Acuerdo para estas comunidades.
Lo anterior nos lleva a uno de los principales y sostenidos procesos de movilización de este año, que viene desde el 2019, cuando el Gobierno se negó a implementar la sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito, aduciendo falta de presupuesto. El inicio de erradicaciones forzadas en Norte de Santander, Antioquia, Meta, Guaviare, Córdoba y Putumayo ha recibido la respuesta organizada de comunidades campesinas, articuladas en la Coordinadora Nacional de Cultivadores de Coca, Amapola y Marihuana (COCCAM), y respaldadas por la Asociación Campesina del Catatumbo (ASCAMAT), quienes denuncian el incumplimiento del Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos Ilícitos (PNIS), el desconocimiento de quienes se han inscrito para la sustitución voluntaria y, sobre todo, las agresiones del ESMAD y del Ejército. Estos últimos, a punta de disparos y sobrevuelos de helicópteros, pretenden amedrentar a las comunidades, y las señalan de estar obligadas por los grupos del narcotráfico a participar en estos procesos de resistencia. Por estos enfrentamientos, ya se suma un buen número de campesinos muertos y heridos. Valga señalar que alcaldes, gobernadores y otras autoridades locales de la zona han respaldado las movilizaciones para exigir el cese de las erradicaciones forzosas, garantías de protección de los derechos humanos de las y los manifestantes, y la presencia del Gobierno nacional para construir acuerdos de sustitución voluntaria.
Cuando iniciaron los Diálogos de La Habana, en esta misma revista, llamábamos la atención sobre la cantidad de motivos rurales que enmarcaban las luchas en defensa del Acuerdo de Paz. Señalábamos que no todo pasaba (ni pasó) por La Habana5https://issuu.com/cinepppp/docs/informe_especial_luchas_sociales_en. Ahora lo que vemos es que si no se cumplen las garantías mínimas de lo acordado en La Habana, no se puede hablar de otras luchas, porque de lo que se trata ahora, es del respeto a la vida de quienes habitan la ruralidad, incluidas las y los excombatientes.
Además de las históricas protestas rurales por vías, servicios públicos, salud y educación, nuevos motivos han sido relevantes en el año, debido a la pandemia: la exigencia de garantías de alimentación y seguridad sanitaria para enfrentar la pandemia –en La Guajira, Buenaventura, Montería, Cartagena, Tolú, Ovejas, Corozal, Codazzi, corregimiento Juan Mina de Barranquilla–; la autoprotección de las comunidades a través de bloqueos de vías para evitar el paso de trabajadores de empresas que no cumplen medidas de seguridad, de turistas y retornados –en El Paso y Becerril, Tenjo, Sardinata, Ituango, Ibagué–; y los desalojos y desatenciones a comunidades en situación de desplazamiento e indígenas en Bogotá.
También es importante recordar que este año se han desalojado comunidades campesinas de los Parques Nacionales Naturales en Caquetá y Meta, protestas por los comentarios racistas del Gobierno contra las comunidades indígenas, y por los pocos avances en la Ley de víctimas y restitución de tierras.
Y sobre todo, como lo denunciaron las y los caminantes, que no hay garantías para la protección de los territorios, sus comunidades, organizaciones, líderes y lideresas.
Ante la represión y los oídos sordos, las caminatas hasta la Casa de Nariño, con nuevos repertorios y actores, seguirán nutriendo las protestas sociales en Colombia. Las movilizaciones recientes confirman que las luchas sociales no consisten en simples quejas, y que la violencia puede generar, de hecho, mucha más movilización. La experiencia acumulada en estos 42 años que han pasado desde el paro cívico nacional al que hizo referencia la revista Alternativa, nos dice que es el Gobierno central quien tendrá que ir a quejarse al mono de la pila, porque las organizaciones y comunidades tienen propuestas serias, claras y realizables, y la disposición inquebrantable de construir paz desde los territorios.
Foto portada: Javier Ruíz.