Por: Carmen Jaramillo
Este artículo es fruto de conversaciones y encuentros con Juan David Vargas, politólogo PUJ
En 1955, Richard Price describió Manzanillo del Mar, para uno de esos trabajos comparativos de la antropología clásica sobre las gentes negras de las américas. En la década de los setenta, La Boquilla —que incluye a Manzanillo entre sus veredas— se convertiría en el lugar obligado para visitantes en busca de sopa de pescado después de las fiestas, cuando Cartagena empezaba a perfilarse como destino turístico, luego de ser escenario para el rodaje de películas y sede para eventos de farándula.
La zona norte, como es conocida esta parte de la ciudad, está conformada por 19 corregimientos y veredas, reconocidos como consejos comunitarios desde el 2000 aproximadamente, según las disposiciones de la Ley 70 de 1993 para poblaciones afrodescendientes, que en el Caribe continental colombiano tuvo su eje de formación y desarrollo en el Palenque de Benkos o San Basilio de Palenque, el primer pueblo libre de América.
Además de las implicaciones multiculturalistas, este reconocimiento les confiere el derecho a la Consulta Previa, a sabiendas de que las actividades que sostienen las economías locales están íntimamente relacionadas con los ecosistemas y los recursos que les proveen, y que las aspiraciones de esos pueblos les permiten asumir el control de sus propias instituciones, formas de vida y desarrollo económico, así como mantener y fortalecer sus identidades, lenguas y religiones dentro del marco de los Estados en que viven (Organización Internacional del Trabajo, 2014).
Los montes, la ciénaga y el mar constituyen el universo de sentido para estos pueblos, cuyas tradiciones se fueron forjando por caminos ancestrales por donde llevaban sus cosechas a vender y traían otros productos del mercado de la ciudad, transportaban enfermos y se visitaban entre familias para fiestas patronales, velorios y otros acontecimientos sociales. Los recorrían también, especialmente las adolescentes y jóvenes, quienes trabajaban en casas de familias de las élites de la ciudad, bajo la figura de concertadas, así como que tuvieran alguna diligencia o trámite que atender.
La vía al Mar, construida a principio de los noventa con el pretexto de conectar Cartagena con Barranquilla, dejó al descubierto esta zona de la ciudad, que hasta ese momento era visitada solo por misioneros religiosos y algunos cachacos que aparecían de vez en vez para comprarles, a muy bajo costo, pedazos de tierra a los locales, para usarlos como rutas de narcotráfico, explotarlas con ganadería o instalar posteriormente un hotel.
Estas tierras, que albergaban entre el bosque, las rosas con el arroz, el maíz, el millo, el guandul, la zaragoza, la yuca, la ahuyama, la patilla, entre otros, fueron asumidas como baldíos de la nación, apropiadas y revendidas por distintos tipos de empresarios, quienes proyectaron y ejecutaron el desarrollo de la zona desde el urbanismo y el turismo, especialmente desde finales de los ochenta.
Entre estos proyectos está Serena del Mar, “la ciudad soñada”, que incluye más de 17.000 viviendas de distintos presupuestos, un centro hospitalario de óptimo nivel, colegios, el primer satélite de la Universidad de los Andes en Cartagena, centros comerciales, hoteles de lujo, edificios de oficinas, etc., y que tras cuatro años de negociación en un proceso de Consulta Previa con Manzanillo del Mar, Tierra Baja y Villa Gloria (que según el Ministerio del Interior también están dentro del área de influencia del proyecto), se ha levantado por encima de los compromisos establecidos, que parezcan cumplidos, tienen una realidad que muestra lo contrario.
Atravesando la Ciénaga, talando los mangles, elevaron en 2018 el viaducto. La obra de
infraestructura más comentada en el país en su momento, por haber sido entregada a tiempo y sin sobrecostos, cuyo resultado se puede resumir en los minutos que acorta el trayecto entre ambas ciudades y, no menos importante, servir de doble calzada para acceder a este complejo y a otros proyectos urbanísticos de lujo, algunos ya concluidos y otros en proceso de construcción.
El turismo, como actividad extractiva, es mucho más sutil pero no menos letal. Los impactos ecológicos, y en términos de paisaje que tienen, por ejemplo, una mina, una hidroeléctrica o un monocultivo, saltan a la vista de inmediato. Un hotel, en cambio, parece inofensivo, pero además de los efectos ambientales, se convierte en un referente que desplaza las formas en que históricamente las comunidades ancestrales habían nombrado distintos sitios, y los relatos que acompañaban dichos lugares, como las pozas, caños o piedras de gran tamaño.
De los espacios que antes no aparecían en la cartografía de la ciudad, emergen mapas que imponen nuevos nombres y referentes, recreando un nuevo mundo que borra y desconoce lo que había primero. Como una semilla protegida de las mallas viales, el cemento y el asfalto, las vidas de estas comunidades, que son conjuntos de familias que se han ido reubicando en uno u otro pueblo, han cambiado considerablemente por cuenta del despojo, la gentrificación y la imposición de un modelo extractivo brutal.
Cuando los predios se convierten en propiedad privada, generalmente son vigilados por algún miembro del mismo pueblo, quien sabiendo que por ahí es el camino o un atajo para llegar a cierto punto, debe acatar la orden de no dejar pasar a nadie. El espacio por donde circulaban con la libertad de estar en tierra propia, de paso a la playa y para hacer sus trabajos (sembrados), para conseguir cangrejos y otros moluscos, o para llegar a otro pueblo y embarcarse a la ciudad, ahora tiene cercas y perros bravos, o edificios y canchas.
Por otra parte, la imposición de un hotel supone la inclusión de la población local en la economía de servicios, que recrea el orden colonial de los lugares que ocupan unos y otros según la marcación racial, la cual puede difuminarse en cuanto al tono, manteniéndose en términos de poder adquisitivo y ubicación geográfica. Así, las personas que trabajan en las cocinas, labores de servicio, mantenimiento, jardinería, etc., ingresan junto con los insumos y materiales, por la puerta posterior.
En Manzanillo particularmente, las playas se han convertido en los márgenes de refugio para la obtención del sustento de muchas familias. Las enramadas, donde ofrecen carpas, bandejas con pescado frito, bebidas y otros servicios, son la fuente de ingresos de un conjunto significativo de familias, que se rebuscan en la pesca, el carbón, la preparación de alimentos, la búsqueda de clientes, el cuidado de carros y demás servicios que implica la atención de turistas.
Para el caso de Serena del Mar, el empleo fue uno de los puntos más sensibles de la negociación en la Consulta. Un empleo se convierte en la garantía para acceder a la comida, que depende cada vez menos de las cosechas locales y las faenas de pesca, porque entre los márgenes de tierra que quedan, el cambio climático y las escasas fuerzas de los viejos,
quienes conocían las fases de la luna para la siembra, los tiempos de las lluvias, el sombrío
preciso y tenían las semillas seleccionadas durante generaciones, cada vez es más difícil para las comunidades tener soberanía alimentaria. Sin bosque tampoco hay árboles de donde sacar los botes de antaño y, por cuenta del emisario submarino, ducto de aguas servidas de toda la
ciudad que desemboca en esta zona, y por otras razones, las labores de pesca suponen adentrarse mucho más en el mar, utilizando botes de motor.
Los empleos también traen consigo la idea de progreso, de acceso a un salario, que, aunque sea poco, es regular. Están relacionados con el paso por una institución educativa y excepto por contados casos que se han vuelto escándalos en los últimos años, la adecuación de la apariencia física o presentación personal: pelo corto para los hombres, alisado o recogido para las mujeres, uniforme impecable y, lo más importante: la sonrisa, porque se trata de agradar, de complacer, de servir a quienes durante unos días disfrutan de la playa, como escenario de socialización y marcador de posición social.
Como parte de los beneficios negociados en la Consulta Previa, los empleos terminan convirtiéndose en factor de disputas entre familias y vecinos que, en el marco de la competencia que supone este “proceso de negociación”, rompen relaciones consanguíneas, de compadrazgo o cercanía de toda una vida, aumentando las tensiones sociales.
Vale aclarar que la Consulta Previa, aunque se reglamentó en el Decreto 1320 de 1998 como un mecanismo de negociación con comunidades negras e indígenas para la explotación de recursos naturales en su territorio, se sustenta en el Convenio 169 de la OIT, ratificado mediante la Ley 21 de 1991, como parte del bloque de constitucionalidad, para el
cual la Consulta es un Derecho Fundamental de las comunidades étnicas del país.
Con la Constitución de 1991, Colombia se declaró un país pluriétnico y multicultural, comprometiéndose a salvaguardar los derechos de las comunidades étnicas. Sin embargo, el giro hacia el constitucionalismo multicultural en América Latina no ha implicado una transformación real en las condiciones de exclusión y marginalización de los pueblos étnicos de esta región (Wade, 2011); en cambio ha trasladado la discusión —históricamente
por la tierra— al campo de lo cultural y lo identitario, romantizando y exotizando, reduciendo su aparición a las muestras folclóricas.
No extraña entonces que entre los acuerdos de la Consulta esté la construcción de un centro cultural, y el monumento a un cangrejo, que algunos de los representantes del Consejo Comunitario defienden como una apuesta por preservar sus tradiciones y reconocer la importancia de este crustáceo y su “aporte turístico”. Así también otras personas que no
son de la Junta, han terminado por convencerse de que “no hay tradiciones que perder”, como consecuencia del discurso de vergüenza y atraso, o tal vez porque en el fondo saben que se trata de un reconocimiento que no cambia nada, pues mantiene las condiciones del orden dominante.
No todos fueron a las reuniones a firmar y a reclamar el refrigerio y el almuerzo. Hubo quienes se resistieron a suscribir las actas, quienes preguntaron e interrumpieron las reuniones. Finalmente, “se cumplió” con la Consulta, se publicaron resultados de “total licencia” y el proyecto avanza sin pausa. Sin embargo, las condiciones de vida cada vez son más
difíciles para las personas en estos pueblos, pues la modernidad les ha pasado por el lado, y una vez más les ha dejado rezagados.
La garantía de derechos, tales como servicios públicos y vía de acceso, se han convertido en parte de los “beneficios” de un progreso sustentado en el orden racista y extractivista de la colonia, que al exotizar los oficios tradicionales, refuerza los prejuicios de atraso y vergüenza, idealiza las condiciones en que se dan y le resta o soslaya la responsabilidad a quienes han tenido el poder de hacer algo y no lo han hecho. Así las cosas, se ahonda la brecha y se disimula, con un maquillado cumplimiento de las disposiciones legales.
Las identidades de la juventud se han ido formando a partir de estas tensiones y, como lo cantan en el espeluque de Mírame (la champeta de moda), —los y las jóvenes —son “los dueños del cambio”. Sus sueños no caben por las puertas de atrás de los hoteles, tampoco les bastan cursos por horas o programas técnicos. Las instituciones educativas necesitan mejoras técnicas, no solo en los espacios deportivos, sino en laboratorios, salas de cómputo, salones y bibliotecas, al igual que en sus contenidos curriculares, para que en adelante incluyan la
historia de sus pueblos y les permitan llegar a ser lo que anhelan y merecen.
La Consulta, como herramienta, podría servir para generar valor compartido, y espacios de encuentro en los que quepa la posibilidad de liberar prejuicios. Para esto, es necesario dejar de lado la ingenuidad liberal de suponer una negociación en igualdad de condiciones. La academia debería asumir un rol más activo en la construcción de una sociedad más justa,
y no deslumbrarse como por “arte de los trucos del progreso”, sino más bien preocuparse por cerrar la brecha, ofrecer programas de formación para la juventud de estos territorios, así como proyectos productivos comunitarios que garanticen ingresos a las familias y les permitan mantenerse en la tierra que ha sido suya desde sus ancestros, pero que aún a
pesar de la ley, el progreso les arrebató.
Más allá de las implicaciones legales, y siguiendo sus imperativos éticos, su responsabilidad con el territorio y la oportunidad debida, las instituciones académicas deberían revisar los acuerdos y compromisos adquiridos, en términos de valor compartido, de la posibilidad de disminuir la brecha de desigualdad con quienes han tenido que reinventarse vertiginosamente, en relación con su territorio y su historia, ofreciendo posibilidades
reales de formación de calidad, proyectos productivos colectivos que permitan aprovechar los
recursos aún disponibles, a los que se pueden sumar cadenas de valor que faciliten a las familias, permanecer en sus tierras, disfrutando condiciones de vida digna.
Referencias
• Organización Internacional del Trabajo. (2014). Convenio Núm. 169 de la OIT sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes. Declaración de las Naciones Unidas sobre los
Derechos de los Pueblos Indígenas. Lima.
• Wade, P. (julio-diciembre de 2011). Multiculturalismo y Racismo. Revista Colombiana de Antropología e Historia, 47(2), 15-35.
Foto: Viaducto El Gran Manglar Cartagena. Tomado del sitio web de la ANI, Agencia Nacional de Infraestructura
Revista-Cien-Dias-105Carmen Jaramillo
Ecóloga y Politóloga de la PUJ. Master en estudios afrocolombianos. Interesada en conservación y defensa de los territorios.