Por Alejandro Mantilla Q.
En contravía del tiempo vacío de los cronómetros, y a contrapelo de las historias dibujadas con la flecha del progreso, la historicidad de América Latina ha solapado la simultaneidad y la secuencia. Ciertos avances aparecen como repeticiones, pero en lugar de la monotonía que repite lo ya conocido, algunas recurrencias son intentos en procura de lo auténticamente novedoso.
En octubre de 2008, la movilización indígena cubrió 16 departamentos y logró que el entonces mandatario, Álvaro Uribe Vélez, viajara a encontrarse con las vocerías de la protesta en el suroccidente colombiano. Aunque dicho encuentro tuvo más de agresividad presidencial que de negociación bilateral, tales sucesos reflejaron un golpe para Uribe. El gobierno de la mano dura contrainsurgente se apoyó en la unanimidad empresarial, en una alianza milimétrica con la casi totalidad de las microempresas políticas tradicionales, y en un sostenido respaldo de las clases medias y los sectores populares. Apoyado en ese consenso relativo, el entonces ministro de agricultura, Andrés Felipe Arias, afirmó que la protesta había sido infiltrada por las FARC-EP, y que los indígenas eran los verdaderos terratenientes del país. En ese octubre, los pueblos indígenas movilizados mostraron que no había consenso, ni unanimidad, y que podían confrontar al mandatario hablándole de gobierno a gobierno: la autoridad tradicional interpeló a la suprema autoridad estatal. En ese viaje, Uribe apareció desencajado, irritable y sin control de la situación. En ese momento, la minga indígena se había convertido en minga social y comunitaria, pues varias organizaciones campesinas y afrocolombianas del Suroccidente se habían sumado a la protesta. Ese octubre fue el primer atisbo de una larga ola de movilización que acompañó la década siguiente. El movimiento médico de 2010, el paro universitario de 2011, los paros agrarios de 2013, 2014 y 2016, los paros cívicos regionales de Catatumbo, Arauca, Buenaventura y Chocó, el movimiento de consultas populares contra el extractivismo, las movilizaciones por la paz de octubre de 2016, la nueva minga indígena de 2019, o la movilización de noviembre y diciembre de 2019, tuvieron a la minga de 2008 como el primer antecedente que contuvo el embrujo autoritario uribista1Sobre el largo proceso de la minga durante los gobiernos de Uribe, ver Caballero, Henry, “Uribe y la Minga”, disponible en: http://www.indepaz.org.co/uribe-y-la-minga/.
Doce años después, otro octubre, otros gallos cantan, pero se repiten ciertos cantos. Ya no gobierna Uribe, pero lo hace nominalmente uno de sus discípulos. A diferencia de su mentor, el joven gobernante no cuenta con el mismo respaldo popular, lo que compensa con sostén empresarial y una consolidada mayoría en el Congreso. Doce años después, las FARC-EP exigen que se cumpla el Acuerdo de Paz firmado en 2016, trasgredido, en buena parte, por los dos últimos gobiernos. Doce años después, el exministro Andrés Felipe Arias pasó de ser el posible sucesor de Uribe, a estar detenido por cometer delitos para favorecer a terratenientes. Doce años después, varios mandos de la Fuerza Pública afirmaron que la movilización estaba infiltrada por las insurgencias. Doce años después, una minga indígena se movilizó del Cauca a Bogotá para confrontar al gobierno de Iván Duque, el genuino sucesor-discípulo, quien evadió un encuentro con las vocerías de la Minga (a diferencia de su mentor). Doce años después, la movilización recorrió varios departamentos hasta llegar a Bogotá, en medio de una pandemia que, en unos meses, alteró la cotidianidad del planeta entero.
En 2008, las razones que impulsaron la minga eran cinco: 1) Exigencia de respeto del derecho a la vida y a los Derechos Humanos. 2) Cese de la agresión y ocupación territorial. 3) Cumplimiento de acuerdos con el movimiento social por parte del Estado colombiano. 4) Rechazo del paquete legislativo que amenazaba los territorios indígenas, como el Código de Minas, el Estatuto Rural o la Ley Forestal (estas dos últimas leyes luego fueron declaradas inconstitucionales). 5) Que el Estado colombiano suscribiera la Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas.
En 2020, las razones de la movilización se agruparon en tres tipos de exigencias: 1) El rechazo de la violencia, en especial de los asesinatos contra líderes sociales. 2) La apertura de un debate sobre “temas estructurales del país”; en palabras de Nelson Lemus, del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), esos asuntos incluyen “el tema del fracking, de consulta previa, y que podamos expresar el sentir y la construcción de nuestros derechos: territorio, vida, paz, trabajo y todos los que tenemos constitucionalmente como colombianos”2El Espectador, “Las razones de la minga indígena” https://www.elespectador.com/noticias/nacional/las-razones-de-la-minga-indigena/. 3) El rechazo de la guerra, el cumplimiento de los acuerdos de paz, y la apertura de nuevos diálogos con el ELN.
No es casual que algunas exigencias de la minga en el 2020 coincidan con las planteadas en 2008. Esa repetición es un síntoma de la continuidad de los problemas de la sociedad colombiana, de la persistencia de la desigualdad y de la agudización de la violencia. Tampoco es casual que el gobierno nacional reitere las prácticas de estigmatización de la movilización social, no sólo para desviar la atención del debate público de fondo que plantea la acción colectiva, sino para evitar que el presidente Duque se reuniera con sus vocerías.
No obstante, en la continuidad también hay una ruptura. Mientras en 2008 las demandas de la minga priorizaban las reivindicaciones de los pueblos indígenas,
Tal posición no es sólo resultado de la articulación entre las organizaciones indígenas (en particular el CRIC en el Cauca, el CRIHU del Huila y el CRIDEC de Caldas), y organizaciones campesinas (como el Coordinador Nacional Agrario, el CIMA, Ordeurca o Fensuagro), así como procesos afrocolombianos (ACONC) y articulaciones sociopolíticas amplias (PUP-SOC y Congreso de los Pueblos). Tampoco se debe a que la llegada a Bogotá de la minga coincidiera con un corto paro sindical que logró juntar, al menos por unas horas, a mingueros y sindicalistas. Tal articulación no resume la potencia de la movilización.
A mi juicio, las mencionadas exigencias condensan el horizonte político de la minga, que ya no consiste en la formulación de pliegos con demandas puntuales, sino en la confrontación de dos proyectos de sociedad. Uno, basado en la prolongación del modelo económico pro-rico, o de “capitalismo de compinches”3Guevara, Diego. “El capitalismo de compinches y el fantasma del castrochavismo”, disponible en: https://www.elespectador.com/noticias/economia/el-capitalismo-de-compinches-y-el-fantasma-del-castrochavismo/, como se le ha denominado recientemente, y otro, basado en la redistribución, la productividad, la garantía de derechos sociales y la defensa de los territorios. Un proyecto basado en un régimen político centralista, amparado en los reagrupamientos clientelares, derivados de los viejos partidos tradicionales, frente a una propuesta de democracia desde los territorios. Un proyecto que le ha apostado a la guerra y a la coerción, frente a las propuestas de solución política del conflicto, basadas en reformas institucionales y cumplimiento de acuerdos.
En ese marco, la minga ya no representa el descontento acumulado de algunos pueblos indígenas, así como tampoco se limita a reivindicaciones puntuales, ante la precariedad de la política social.
Podría pensarse que ese horizonte político refleja más una política del acontecimiento, que un nuevo proyecto de hegemonía desde abajo, pues logra trastocar la cotidianidad de la vida, pero sin articular un proyecto organizativo con vocación de permanencia para la disputa del poder.
Tal vez esa no es una limitación, sino un manejo distinto del tiempo. Tal vez en esa recurrencia de la movilización minguera hay un intento en procura de lo auténticamente novedoso. Tal vez el acontecimiento teje otra manera de comprender la hegemonía, entendida como esa recreación del consenso y la coerción. Tal vez aquí también coinciden la simultaneidad y la secuencia. A mi juicio, la minga no pasó por Bogotá para confrontar a un gobierno en permanente crisis de popularidad; su logro fundamental fue mostrarle al conjunto de la sociedad que las organizaciones indígenas, campesinas y afrocolombianas exigen un camino que posibilite una sociedad más justa, ante el recrudecer de la violencia y del narcotráfico en sus territorios. Ese acontecimiento posibilita una pregunta por la hegemonía.
Cuando las chivas de la minga entraron a Bogotá, miles de habitantes de sectores populares salieron a las calles a recibir a un símbolo de esperanza por un porvenir distinto. La minga es el acontecimiento. La simpatía de la gente, tal vez, muestra un desplazamiento en las convicciones morales y en las emociones políticas de la sociedad colombiana. Eso refleja fisuras en la hegemonía. Tal vez la flecha del tiempo, en su secuencia y simultaneidad, nos revele a dónde nos conducen tales acontecimientos y fisuras.
Foto portada: Minga indígena, Feliciano Valencia.
Alejandro Mantilla Q.
Licenciado en Filosofía. Profesor ocasional Departamento de Ciencia Política, Universidad Nacional.