102 / MAY-AGO 2021

Constitución de 1991 El árbol que no logra echar raíces

EDICIÓN 102 MAY-AGO 2021

Por John J Montoya Rivera S.J.

Se celebran 30 años de la Constitución del 91. Quien escribe este artículo participó con entusiasmo y cierta ilusión en el movimiento estudiantil que promovió la “Séptima Papeleta” y la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente que nos diera una nueva Carta Política. Eran los días de los bombazos de Escobar Gaviria, del exterminio de la Unión Patriótica (UP), del asesinato de cuatro candidatos presidenciales. Recuerdo que, con algunos de mis compañeros de Derecho de la Universidad de Caldas, promovimos aquella famosa séptima papeleta que, si bien no tenía ningún valor vinculante para el sistema electoral, expresaba el descontento de la sociedad civil con la institucionalidad en ruinas de un Estado prácticamente fallido. Lo hicimos con la esperanza de que el Gobierno de turno interpretara ese momento político, y le diera validez jurídica a aquella manifestación popular. También nos motivó la indignación causada por el asesinato de nuestro profesor de derechos humanos, el Dr. Luis Eduardo Cardona, quien hacía poco había retornado al país, después de culminar su doctorado en Derecho en la Universidad de París. Tan solo alcanzó a darnos dos meses de clase. Su trágico error, pertenecer a la UP y promover los derechos humanos en Caldas. Esta pérdida sucedió, cuando aún no nos recuperábamos del asesinato de Carlos Jaramillo Ossa, egresado de nuestra Facultad.

A 30 años de distancia de aquel definitivo momento histórico, no hay duda de que la Constitución trajo resultados positivos para el país, sobre todo en términos de derechos fundamentales y de protección judicial a través de la Acción de Tutela. Podríamos decir lo mismo sobre la constitucionalización de un catálogo amplio de derechos económicos y sociales, los cuales, desafortunadamente, no tienen un mecanismo de protección semejante a los derechos civiles y políticos. Con la Constitución del 91 se puso límite al indefinido Estado de Sitio, fórmula bajo la cual se gobernó este país por más de 40 años, y que le dio desmedidas potestades legislativas al presidente de la República, creando un enorme desbalance de poder en favor del Ejecutivo, lo que trajo como consecuencia, violaciones masivas a los derechos humanos. La figura del Estado de Excepción que la reemplaza, denominada Conmoción Interior, limita en el tiempo su uso y su declaratoria, y está sometida al control constitucional automático. Igual ocurre con las otras formas excepcionales. Otro cambio que merece la pena destacarse, es la creación de instituciones estatales encargadas de la protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos. La más importante es la Corte Constitucional, la cual, como máximo tribunal judicial especializado en la revisión de constitucionalidad de leyes y de algunos decretos, también tiene la función de proteger, de manera efectiva, los derechos fundamentales de los ciudadanos. Hasta aquí menciono, lo que son, a mi juicio, los dos cambios más significativos de la Constitución del 91, que han contribuido a equilibrar el ejercicio del poder público –lo cual representa un pequeño avance, comparado con el exacerbado presidencialismo consagrado en la Constitución del 86— como la Tutela de los derechos fundamentales; éste último, sin duda, se ha constituido en un elemento verdaderamente transformador de la vida de los colombianos.

Foto: Viva la Ciudadanía
Foto: Viva la Ciudadanía

Ahora bien, sin el ánimo de aguar la fiesta de quienes celebran 30 años de la Constitución Política de Colombia, considero que es como un árbol que aún no echa raíces, pues sigue sin colmar las expectativas de quienes, en su momento, con cierta ingenuidad juvenil, nos volcamos a las calles de nuestras ciudades a convencer a la ciudadanía de que “todavía podemos salvar a Colombia”.

Estas expectativas se truncaron por varias razones que explico a continuación:

Foto: Viva la Ciudadanía
Foto: Viva la Ciudadanía

1. La revocatoria del Congreso fue un error político que dio al traste con una adecuada implementación de la Constitución

La Asamblea Nacional Constituyente decidió, en ejercicio de su poder soberano, revocar el período de los todos los congresistas. Esta medida fue catalogada por los enemigos de la Constituyente, y por diversos actores políticos, como un “golpe de Estado”, pues la Asamblea excedía el mandato popular que la eligió sólo para escribir un texto constitucional. En este sentido
tanto el presidente de la República César Gaviria como los presidentes de la Asamblea Nacional Constituyente y los jefes de los partidos políticos mayoritarios en la Asamblea, acordaron revocar el Congreso, el cual sería sustituido durante el segundo semestre de 1991 por una Comisión Especial (conocida como “congresito”), integrada por 36 miembros, quienes tenían funciones legislativas y de control político al ejecutivo. También se acordó que ningún miembro de la Asamblea Nacional Constituyente podría acceder al nuevo Congreso, elegido en octubre de 1991. El error político fue que, al no poderse presentar ningún constituyente a elecciones para el Congreso, la implementación de la nueva Constitución quedó sin dolientes. De hecho, el nuevo Congreso, elegido en 1991, quedó compuesto de manera similar al Congreso de 1990, revocado por la Asamblea, es decir, dominado por las mismas fuerzas políticas tradicionales y desgastadas que hicieron parte de la crisis que originó el movimiento de la “Séptima Papeleta”. La representación de partidos políticos alternativos, especialmente de la AD M19, el cual tuvo una sorprendente notoriedad en la Asamblea Nacional Constituyente, se desvaneció como por arte de magia en las elecciones para el Congreso. La razón pudo ser que los líderes más notables de estas terceras opciones políticas, al ser elegidos a la Asamblea Nacional Constituyente, se inhabilitaron, a cambio de la revocatoria del Congreso, para participar en las elecciones por las curules en el órgano legislativo. De esta manera, la pequeña creatura, fue arrojada a la jauría de siempre, es decir, al Congreso, que estaba interesado en cualquier cosa, menos en reglamentar y consolidar la recién promulgada Constitución. Es el momento de decir, con toda claridad, que el Congreso de la República tiene una enorme deuda acumulada en términos de implementación de la Constitución del 91. Ha sido, en cambio, la Corte Constitucional, aupada por sectores progresistas de la sociedad civil, la encargada de jalonar a las demás instituciones del Estado a una especie de aggiornamento constitucional, que conllevara a la renovación, modernidad y ajuste.

El error político de los constituyentes y de la dirigencia política nacional en favor del cambio, consistió en dificultar, con la revocatoria del Congreso, vías de consenso constitucional para sacar adelante normas reglamentarias que transmitieran y materializaran los principios y valores de la reciente Carta promulgada. Dicho consenso era indispensable –en aquel momento y lo será siempre–, para darle vida al nuevo texto constitucional. En este sentido, tiene razón el exjuez alemán Grimm, cuando afirma que el consenso es el fundamento más importante de la validez real de una constitución (Grimm, 1989, 636); o como sostenía Lasalle (1997), es una condición necesaria para que una constitución no sea una simple “hoja de papel”.

Foto: Viva la Ciudadanía
Foto: Viva la Ciudadanía

2. No hubo un cambio sustancial en el concepto y manejo de la seguridad del Estado

La Constitución de 1991 no hizo ninguna reforma importante a los organismos de seguridad del Estado, especialmente a las Fuerzas Militares y a la Policía Nacional. No deja de causar extrañeza que la preocupación de los constituyentes por la violencia no se haya traducido en una reforma estructural a las instituciones estatales encargadas de la seguridad, máxime cuando sobre estas ya había graves sospechas de responsabilidad por violaciones a los derechos humanos. Basta recordar los desafueros cometidos por las Fuerzas Militares en uso de atribuciones conferidas por el Decreto 1923 de 1978 (conocido como “Estatuto de Seguridad”), y los serios señalamientos que se hicieron a éstas, por su participación en homicidios de personas vinculadas con la izquierda y particularmente con la UP.

Esto nos demuestra el inmenso poder que siempre han tenido los militares en Colombia, y su enorme capacidad de persuasión (¿acaso basado en el temor?) sobre el poder civil que nunca se ha atrevido a reformarlos.

Si bien por disposición constitucional, la seguridad y defensa del Estado son temas bajo la responsabilidad exclusiva del presidente de la República (núm. 3 a 6, artículo 188 C.N), en la práctica, son las Fuerzas Militares quienes siempre han tenido la iniciativa en la toma de decisiones sobre esta materia. El cambio más sustantivo sobre este particular fue que antes de la promulgación de la Constitución de 1991, el presidente Gaviria nombró por primera vez, casi después de 50 años, a un civil como ministro de Defensa.

Si bien esta línea se ha mantenido, los sucesivos ministros de Defensa han sido más papistas que el Papa, y su gestión –con notables excepciones— ha sido más de corte militarista que civil. A mi
juicio –y esto lo hemos podido observar en los desafueros de la Policía en estos días, cuando actúan de muro de contención de las jornadas de protesta que, a las cuales hemos asistido en los últimos meses—, la Constitución del 91 no tiene un diseño apropiado que le de a los ciudadanos mecanismos de control eficaces frente a la Fuerza Pública. Tampoco señala claramente un cambio de paradigma en la seguridad del Estado que vaya más allá del orden público (el cual nos remite a mecanismos de represión), y que promueva el respeto y la garantía de los derechos humanos.

En este sentido, la Constitución del 91 tiene a la sociedad colombiana bajo el régimen de unas Fuerzas Militares y de Policía que imponen una noción de orden público bastante desconectada de la seguridad, entendida como aquella que garantiza los derechos humanos y la democracia.

3. La justicia: otra reforma pendiente

Foto: Viva la Ciudadanía
Foto: Viva la Ciudadanía

Con la justicia ocurre algo bien distinto a lo señalado respecto de la Fuerza Pública y la seguridad. La Constitución introdujo unas reformas a la justicia que requieren de una reglamentación que
hasta ahora no ha sido posible. Se creó la Corte Constitucional, como tribunal especializado encargado de velar por la salvaguarda de la Constitución y de los derechos humanos. Indudablemente la Corte Constitucional ha generado procesos de democratización de este país. No
imagino a Colombia –rezagada de por sí en materia de protección y garantía de los derechos humanos en la región— sin esta Corte. Se creó la Fiscalía, encargada de la investigación de delitos, se dio origen al Consejo Superior de la Judicatura, como institución encargada de garantizar la
independencia administrativa y disciplinaria de la Rama Judicial, y se creó la figura de los jueces de paz. Falta aún desarrollo legal para depurar dichas instituciones. La Fiscalía es una institución judicial contaminada por la política y por la ausencia de carrera administrativa. El Consejo Superior de la Judicatura aún no responde las expectativas de la justicia, en términos de autonomía y eficiencia, y es también un organismo del Estado altamente politizado. Y los jueces de paz, que fueron diseñados en la Constitución para resolver rápidamente los conflictos entre
vecinos, no han sido lo suficientemente reglamentados. Todas las iniciativas de reforma de justicia, sin excepción, han fracasado en la superación del alto índice de impunidad que hay en
Colombia y, en el propósito de poner la justicia al alcance de la ciudadanía, como mecanismo expedito para resolver conflictos y proteger los derechos humanos.

Foto: Viva la Ciudadanía
Foto: Viva la Ciudadanía

Quiero concluir este artículo afirmando que la Constitución de 1991 es el resultado de un hecho político sin precedentes en la historia de Colombia, el cual fue generado por los jóvenes
que en su momento vimos en un nuevo texto constitucional, la oportunidad para cambiar el rumbo de esta sociedad y modernizar el Estado colombiano. Jóvenes que, cansados de la violencia política, de los estragos del narcotráfico, de la imposición a la fuerza de la uniformidad en términos de religión, opciones sexuales y opinión, hartos de la privatización del Estado por parte de una clase dirigente (política y económica) de espaldas a la dramática realidad social de la mayoría de la sociedad, salimos a las calles a exigir otro futuro. Treinta años después, los hechos
que generaron aquel movimiento juvenil no han variado sustancialmente. Si bien la Constitución de 1991 ha contribuido en alguna medida a la democratización de nuestra sociedad y de nuestras
instituciones, no ha sido lo suficiente como, imaginamos que sería. Quizás nos hace falta apropiarnos más de nuestra Constitución, hasta el punto de convertirla en un texto vivo. Al fin y al cabo, las ramas de los árboles no se mueven porque son ramas, sino porque hay viento.

Foto: Corte Constitucional
Foto: Corte Constitucional

Bibliografía

Grimm, Dieter (1989). Verfassung. En: Staatslexikon. Editado por Görres Gesellschaft, 633-643. Friburgo: Herder.

Lasalle, Ferdinad (1997). ¿Qué es una Constitución? Bogotá: Temis.

Foto portada: Viva la Ciudadanía.

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Abogado de la U. de Caldas. Posgrados: Derecho Penal y Derecho Constitucional. MA en Estudios Latinoamericanos de la School of Foreign Service de Georgetown University. MA en Teología de Heythrop College de la Universidad de Londres. Profesor de Derecho Constitucional Comparado en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Secretario del Provincial de la Compañía de Jesús en Colombia.

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