Editorial

Más allá de la polarización

EDICIÓN 111 MAY-AGO 2024

La Ley 95 de 1985, en honor a San Pedro Claver y a sus compañeros, señala el 9 de septiembre como el día colombiano de los Derechos Humanos, y a Cartagena de Indias como su cuna y sede. Pareciera una ley más, un poco pintoresca e ineficaz en el país de las leyes, cuando observamos que el hoy, oficialmente, Distrito Turístico y Cultural de Cartagena de Indias, lejos de convertirse, después de casi cuatro décadas, en una ciudad de derechos, mantiene preocupantes índices de pobreza, desigualdad, ilegalidad, deterioro ambiental, inseguridad alimentaria, desempleo, entre otros, alertando sobre el despojo que viven la mayoría de sus habitantes[1].

Pero esta ley estuvo vinculada al surgimiento en Colombia, de la Semana por la Paz, y a una serie de iniciativas ciudadanas en pro de una sociedad más justa. Seis años después de la ley, la nueva Constitución Política se fundó en la garantía de los Derechos Humanos y reconoció la Paz como un derecho de obligatorio cumplimiento.

Una vez más, durante la segunda semana de septiembre, organizaciones sociales, eclesiales, educativas, etc., celebrarán la Semana por la Paz, sin la misma fuerza de antaño, pero con la conciencia de que la lucha por la reconciliación nacional debe continuar.

Nuestra carta magna basada en los derechos fundamentales, no ha logrado, en más de treinta años, garantizarlos, pues nació en el momento en que el neoliberalismo se impuso en América Latina, y su receta económica, seguida a ciegas desde entonces, y reforzada con la firma de los Tratados de Libre Comercio, debilitó nuestro precario aparato productivo, nos cerró las posibilidades de la soberanía alimentaria, redujo el Estado a niveles precarios y degradó con voracidad, todos nuestros ecosistemas.  

La llegada al poder, después del estallido social, de Gustavo Petro, hijo político de la Constitución del 91, y de Francia Márquez, símbolo de la resistencia de los excluidos, significó para muchos, especialmente para los más pobres, un aire fresco y la esperanza de un país más justo.

Sin embargo, después de dos años de gobierno, poner en marcha cambios que nos permitan una vida más digna, ha sido más que tortuoso. La derecha política y los medios tradicionales han promovido la idea de construir sobre lo construido, mostrando cualquier iniciativa del gobierno como un atentado a nuestra supuesta sociedad de derechos. Cualquier cambio lo juzgan de amenaza, y continúa la perorata de que nos volveremos como Venezuela, pero al mismo tiempo, promueven la idea de que el gobierno del cambio nos engañó, porque en realidad no ha habido ninguno, y que todos los políticos son iguales. Tan estrecha y mezquina es nuestra élite política y económica, que la única manera que encuentra para deslegitimar al presidente es afirmar que es igual a ellos y que este gobierno es corrupto como todos. Pareciera que esta rancia casta, en sí misma, no encuentra virtud alguna.

Si Colombia quiere ser coherente con la Constitución del 91, debe promover cambios que conduzcan a una mayor redistribución de la riqueza, a la construcción de una verdadera cultura democrática y a la urgente conciencia del cuidado de la vida. Habría que construir un verdadero proyecto de país, en el que todos los colombianos, de distintas orillas políticas, nos sintamos identificados, desde el marco de los Derechos que la Constitución proclama. Pero lejos de eso, vivimos una polarización que nos enceguece e impide nuestro desarrollo como Nación.

La fuerte oposición a los cambios, la incapacidad e inexperiencia burocrática del Ejecutivo, la quijotesca tarea de la Paz Total, que parece diluirse en un pantano de diálogos imposibles, así como el constante vaivén entre el llamado a construir un gran Acuerdo Nacional y la convocatoria a ejercer la presión popular para confrontar a los poderes de siempre, son algunos de los acicates que, en medios clásicos y en redes, sirven de ocasión para promover la polarización.

Es verdad, estamos en un país cuya división va en aumento. Pero a diferencia de aquellas contiendas entre centralistas y federalistas, conservadores y liberales, esta nueva polarización tiene un fondo más profundo: el de los derechos negados por siglos y el de las insoportables condiciones de vida, o más bien de muerte, generadas por un sistema económico mundial que privilegia la acumulación desmedida del capital.

La actual polarización no es un fenómeno exclusivamente colombiano, más bien parece un virus que recorre el mundo occidental. Por un lado, las extremas derechas están exacerbadas, se muestran temerarias frente a las guerras que asumen con monstruosa banalidad, se aferran a nacionalismos intransigentes, renacen el fascismo, el nazismo, y el sionismo ejecuta su plan genocida, transmitido en directo, con la complicidad e indiferencia de todas las potencias mundiales.

Por otra parte, las izquierdas recogen los clamores de quienes, frente a la degradación ambiental y la imposibilidad de una vida digna para todos, entienden que el mundo necesita cambios fundamentales, que otros tildan de extremos y radicales.

Más allá de la polarización mundial y nacional, es necesario decir las cosas por su nombre, y atribuir su causa al capitalismo exacerbado, que otros llaman poscapitalismo, del cual vivimos las consecuencias.

Se trata de un capitalismo global sin límites, en el cual, la acumulación desmedida produce seres humanos desechables, que cada vez más y en mayor número, llenan las ciudades del primer mundo. Olas de migrantes buscando cómo sobrevivir, no solo a la falta de posibilidades de vida, sino a las guerras, y, sobre todo, a la degradación ambiental. El ciego sistema de acumulación desmedida ha puesto en jaque todos los ecosistemas y la vida en el planeta, y el miedo a otra ronda por doquier, hasta el punto de depositar la confianza en líderes políticos caricaturescos, agresivos, antidemocráticos y de probada estupidez.

Pensar que el problema se reduce a estar polarizados, es confundir los síntomas con la enfermedad. En lugar de derribar al ídolo que nos ha llevado a esta locura, y procurar una nueva política y una nueva economía, que prioricen la vida, el sistema nos distrae y manipula, llevándonos a pensar que el meollo está en la polarización, mera consecuencia de los destrozos que él mismo ha producido. La acumulación desmedida, tanto de capitales como de saberes, y la mercantilización de la naturaleza, necesitan ser transformadas. Pero ¿quién le pone el cascabel al gato?

Tal vez Gustavo Petro tenga razón, y propender por un Gran Acuerdo Nacional, no se opone al llamado a las fuerzas populares a exigir sus derechos. Tener la Paz como bandera, no implica una neutralidad cómplice frente al genocidio palestino. Seguir siendo piezas consumistas, en el engranaje que está llevando a la especie humana a su propia destrucción, no es una opción. Pero la locura del sistema poscapitalista nos sustrae de todo proyecto colectivo, y nos condena a gastar nuestra vida en una lucha por la mera supervivencia individual, en un sálvese quien pueda, sin horizontes y sin anhelos de humanidad.

Esta revista es nuestra contribución, desde miradas distintas, a construir un pensamiento crítico que, más allá de la polarización, nos anime a transitar la senda de la lucha por los Derechos Humanos, los derechos de los pueblos y los de la naturaleza, sin la cual, será inviable nuestra vida como especie.


[1] Para citar algunos ejemplos, Cartagena tiene la tasa de desocupación más alta, en comparación con las otras grandes ciudades de Colombia, ya que registró, según el DANE, 13,5% en el primer semestre de 2024, muy por encima de la media nacional que es del 10,8%. Así mismo, en la última evaluación del coeficiente de GINI, que mide la desigualdad en la distribución del ingreso del país, el DANE informó que el 18 de julio de 2024, entre las 23 ciudades encuestadas, Cartagena aparece como la segunda más desigual, después de Bogotá.

Jorge Alberto Camacho Chahín, S.J.

Filósofo y Licenciado en Teología de la PUJ. Magíster en Teología Fundamental del Centre Sèvres de Paris.

Director de la revista Cien Días vistos por Cinep.

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