Por Víctor Barrera
La democracia colombiana, considerada la más longeva del continente, presenta síntomas de deterioro como nunca antes en su historia reciente, justo en el momento en que se abrió la oportunidad de superar el conflicto armado que, se decía, había restringido su consolidación durante décadas. ¿Cómo explicar esta paradoja? ¿Y qué tan alerta deberíamos estar?
Lo que está en riesgo
Para muchos, la primera reacción será sugerir que la paradoja no existe, en la medida en que la democracia colombiana ha sido una fachada. De modo que las actuales circunstancias no deberían sorprendernos, porque la crisis siempre ha estado ahí. Por supuesto, calificar de democrático o no a nuestro régimen político, puede ser una cuestión de gustos, y variar según la definición que se acoja o el país con el cual nos comparemos.
Aquí planteo que Colombia ha contado con un régimen democrático que, aunque imperfecto ha cumplido con los atributos básicos que lo definen, al menos desde una perspectiva procedimental: alternancia en el poder sin mayores sobresaltos, una competencia electoral aceptable y, en años recientes, la entrada a la arena política, de nuevos jugadores que han aportado cierto pluralismo al sistema1Para una argumentación mucho más sólida y elaborada de la que puedo ofrecer en este espacio, el lector puede remitirse al trabajo de Francisco Gutiérrez (2014: 59)..
De hecho, es innegable que en las últimas dos décadas, y pese a los grandes desafíos enfrentados, la democracia colombiana reportó avances importantes y una solidez especialmente notable, si se observa desde una perspectiva comparada. En cuanto a su sistema de partidos, mientras en algunos países de la región andina, estalló en pedazos (v.g. Perú o Ecuador), en Colombia transitó, desde 2002, de la hiperfragmentación hacia un multipartidismo moderado, más o menos estable. En vez de ceder a las tentaciones autoritarias, como ocurrió en Venezuela, el sistema de pesos y contrapesos impuso límites a las pretensiones del expresidente Álvaro Uribe Vélez, cuando la Corte Constitucional impidió un tercer período presidencial, que el caudillo había comprado a punta de notarías e intercambios clientelistas en el Congreso. Además, la Corte Suprema de Justicia procesó y condenó a decenas de congresistas, por sus alianzas con organizaciones paramilitares.
Durante estos años, la izquierda acumuló un poder electoral importante, a tal punto que en las elecciones presidenciales de 2018, su candidato fue la segunda opción más votada, y actualmente cuenta con una bancada importante en el Congreso. Y la desactivación de la sombrilla paramilitar, que fueron las Autodefensas Unidas de Colombia, coincidió con un proceso de recomposición y diversificación de las organizaciones sociales, y un par de picos históricos en el número de eventos de protesta social en 2007 y 2013, según la base de datos de luchas sociales del Cinep, lo cual mostró una tendencia cada vez mayor, para ejercer este derecho fundamental.
Algunas alertas
Con estos antecedentes, y conscientes de la importancia de las reformas introducidas en la Constitución de 1991, quienes suscribieron el Acuerdo de Paz en 2016, establecieron que en materia de participación política, la apuesta sería ampliar la democracia sobre el marco institucional vigente, y enfatizaron más en los procedimientos de cambio, que en los contenidos específicos de los mismos (Bermúdez, 2018, p. 118).
Pese a no contener ninguna reforma radical, a cinco años de su firma, este punto es uno de los que menores niveles de implementación registra. Y, lo que resulta más preocupante, son los bloqueos que sus disposiciones han enfrentado tal y como ha ocurrido en varias ocasiones, no solo con una reforma política que no ha logrado pasar la prueba ácida del Congreso, sino con la creación de las circunscripciones especiales transitorias de paz, que fueron aprobadas luego de un penoso trámite jurídico y de un ataque frontal por parte de varios sectores políticos, que las acusaron de ser curules para los grupos criminales.
Todo esto nos deja con una llamativa paradoja: Colombia no solo no se democratizó con ocasión de la firma del Acuerdo de paz, sino que a falta de una adecuada implementación y dada la actitud hostil por parte del partido político de Gobierno frente a lo acordado, a la fecha acumula varias alertas de deterioro democrático, que abren un enorme signo de interrogación frente a lo que pueda suceder en las elecciones legislativas y presidenciales de 2022.
Tres postales de la Colombia del posacuerdo son suficientemente ilustrativas de esta potencial recesión democrática:
- El conteo de líderes sociales y firmantes de la paz asesinados, continúa registrando un ritmo creciente y lamentable. Esto constituye a todas luces, no solo la privación del inviolable derecho a la vida de las víctimas, sino una amenaza directa contra la de quienes valientemente retomen sus banderas. En este sentido, la recesión democrática toma la forma de un exterminio abierto de líderes, cuya vida y demás derechos constitucionales, el Estado no consigue salvaguardar.
- El Gobierno de Iván Duque, con el auspicio de varios miembros de su partido, se ha esmerado en maniobras que han minado paulatina e incrementalmente las bases institucionales de la democracia, al restringir el derecho a la oposición que se ejerce en el Congreso y en las calles, concentrar un mayor poder político al hacerse a los órganos de control y, más recientemente, ofrecer ventajas a sus aliados políticos frente a las próximas elecciones, levantando las restricciones que imponía la Ley de Garantías. Todo esto, bajo un denominador común: un desprecio por las formas jurídicas establecidas en nuestra Constitución Política. Aquí, la recesión democrática revierte las reglas básicas del juego para favorecer aliados del Gobierno y castigar a sus opositores.
- Los abusos cometidos por las fuerzas de seguridad, en el marco del más reciente paro nacional, y la impunidad que varios sectores políticos auparon en sus discursos públicos, incluido el mismo Gobierno nacional que salió en defensa de sus perpetradores, así como una abierta estigmatización de las víctimas, no tienen parangón en años recientes. Ni siquiera en los años más duros del conflicto armado con las FARC, el país experimentó una represión de tal magnitud, sin ninguna consecuencia. Esto muestra, que la recesión democrática se expresa también en un umbral de tolerancia frente a este tipo de violencia estatal, y refleja una preocupante ausencia de restricciones institucionales para contenerla oportunamente.
Radicalización e insatisfacción
El gran peligro de estos tres síntomas es que, simultáneamente, son causa y consecuencia de dos dinámicas que amenazan los cimientos institucionales de una democracia que, como la colombiana, se sostiene en pies de barro, pues opera sobre una escandalosa desigualdad y un lamentable récord de promesas incumplidas que comprometen, cada vez más, la credibilidad de este tipo de régimen.
La primera de estas dinámicas corresponde a uno de los efectos más evidentes de la firma del Acuerdo de paz, que Francisco Gutiérrez (2016) ha advertido en repetidas ocasiones: la radicalización de un segmento de las élites políticas, atrincherado en el extremo derecho del espectro ideológico, y para quienes la paz no solo es inconveniente, sino que constituye una amenaza existencial. Sin guerra, el uribismo no prospera. En este sentido, la consigna uribista es tan simple como peligrosa: defender a toda costa los intereses de una camarilla que tiene un pie en la legalidad y otro en la ilegalidad, a costa de los derechos de la gran mayoría de colombianos.
La segunda dinámica magnifica el riesgo que representa esta fuerza política minoritaria, pero radicalizada. Y tiene que ver con una creciente insatisfacción respecto de la democracia como régimen político. De acuerdo con el último informe del Observatorio para la Democracia de la Universidad de Los Andes (2021), el 2020 registró el nivel más bajo de satisfacción, desde 2004, con apenas un 19%. Este porcentaje está asociado a la incapacidad de nuestra democracia para tramitar un conjunto de demandas ciudadanas, cada vez más fragmentadas y, por lo tanto, difíciles de procesar institucionalmente. La seguridad, que durante años facilitó la convergencia entre oferta electoral y demandas ciudadanas, dejó de ser percibida como el principal problema del país, a tal punto que hoy gravitan en la conversación pública, una gran diversidad de temas que incluyen el desempleo, la desigualdad, el acceso a servicios públicos, la corrupción, y un largo etcétera.
Aunque es pronto para asegurar que estas dos dinámicas están aquí para quedarse, merece una especial atención el hecho de que, radicalización política e insatisfacción democrática, potencialmente pueden desencadenar una relación recursiva en la que se refuercen mutuamente. A medida que las personas se encuentran menos satisfechas con la democracia, los liderazgos extremistas pueden posicionarse mucho mejor, ante un escenario en el que la fragmentación de demandas ciudadanas habilita respuestas particularistas que, al no solucionar ninguna problemática de fondo, en un bucle de retroalimentación, incrementa la apatía en el sistema que, a su vez, promueve nuevos liderazgos extremistas, y así sucesivamente.
Un proceso abierto
Advertir este peligro no significa que sea un curso de acción ineludible. Pero sí implica preguntarnos cómo evitar que se materialice, pues las probabilidades de que esto suceda son altas. Sobre todo, cuando la carrera presidencial está plagada de apuestas personalistas que, hasta el momento, parecen no dimensionar lo que se juega en 2022, ni están dispuestas a construir coaliciones viables y sostenibles para mitigar las apuestas del uribismo que, en un escenario de creciente fragmentación, tiene una oportunidad real de ganar, pese a ser una fuerza cada vez más reducida.
Cualquiera que sea el desenlace, lo cierto es que quien llegue a la Casa de Nariño en 2022, encontrará un país menos democrático del que recibió su antecesor en 2018. De su talante y margen de maniobra respecto a la reconfiguración del nuevo mapa político, dependerá que estas alertas de deterioro adquieran nuevas dimensiones o sean atendidas de manera oportuna.
Foto portada: Nicolás Galeano – Presidencia de la República de Colombia
No.-103-Revista-Cien-DiasPolitólogo de la Universidad Javeriana con maestría en ciencia política de la Universidad de Los Andes. Actualmente es investigador del equipo Estado, Conflicto y Desarrollo del Centro de Investigación y Educación Popular. Se ha interesado en analizar áreas relacionadas con el proceso de formación del Estado, las dinámicas territoriales de la guerra y la paz en Colombia, las relaciones entre crimen y conflicto armado y, más recientemente, el comportamiento de la protesta social.