Paz y Conflicto

“Necesitamos pactos de protección para las regiones más golpeadas por la violencia donde Estado y comunidades hagan parte”: Víctor Barrera

EDICIÓN 100 JUN – DIC 2020

Por Juanjosé Daniel Gutiérrez R.

A propósito del deterioro de las condiciones de seguridad en el país conversamos con Víctor Barrera1Politólogo Pontificia Universidad Javeriana. MA Ciencia Política, Universidad de los Andes., coordinador de la Línea Conflicto y Paz del CINEP/PPP, quien hace más de una década se ha dedicado a estudiar las dinámicas de la violencia política y sus múltiples manifestaciones territoriales. 

¿Volvieron las masacres como las que se vivieron en tiempos pasados?

Para empezar, me parece apropiado no caer en la discusión sobre si regresaron o no pues nunca se fueron. Sin embargo, esto no nos debe llevar a desconocer que esta modalidad de violencia extrema había disminuido de manera significativa en años anteriores de modo que tenemos razones suficientes para prender todas las alarmas ante su acelerado incremento. Lo señalo porque sugerir que éstas nunca se fueron puede llevar a minimizar la gravedad de lo que está pasando o indicar que simplemente estamos ante “más de lo mismo”, lo cual no creo sea cierto. 

Considero que estamos ante un escenario diferente por varias razones: Primero, no se observa que haya un perpetrador exclusivo en la comisión de las masacres. Durante los años más fuertes de la guerra, las masacres fueron la modalidad de violencia paramilitar por excelencia. Actualmente, lo que vemos es que por lo general no hay información suficiente sobre quién las comete lo cual parece indicar una acción deliberada del perpetrador por ocultar su identidad. Cuando se sabe, lo que se observa es que éstas son cometidas por una gran variedad de grupos en los que se incluyen expresiones de criminalidad organizada, organizaciones sucesoras del paramilitarismo, disidencias de diverso tipo y guerrillas como el ELN. 

Segundo, en estas masacres no se observan los grandes despliegues operacionales de aquellas que se cometieron en el pasado reciente que, usualmente, requerían de una logística muy sofisticada. Si uno recuerda las masacres cometidas por el paramilitarismo clásico encuentra que muchas veces se trataba de operativos que podían durar largas horas e incluso días, gracias a las conexiones orgánicas de estos grupos con fuerzas del Estado que cuando no participaron brindando información o asegurando el perímetro de la operación, simplemente se hicieron los de la vista gorda. Lo que vemos ahora es que, en su mayoría, son operaciones de corta duración que no necesariamente implican la movilización masiva de tropas ni una gran sofisticación logística.  

Foto: Alejandro Pérez.

Tercero, como ya han advertido varios análisis, estas masacres tienen una impronta localista muy fuerte. No están vinculadas a proyectos de expansión nacional similares a los que observaba en el pasado. Si uno se dedica a revisar la geografía de las masacres paramilitares de finales de la década de 1980 y, especialmente, de finales de la del 90 y comienzos de la del 2000, lo que se dibuja es una ruta del terror en un sentido muy literal que cruzaba varias fronteras departamentales en el marco de un plan expansivo con contenidos claramente contrainsurgentes. De acuerdo a lo que sabemos, esto no lo estamos viendo sistemáticamente en estos momentos. 

Finalmente, un cuarto elemento que se deriva del anterior, tiene que ver con la gran diversidad de contextos en los que ocurren estas masacres: Ocurren en contextos urbanos o rurales, en lugares con control hegemónico de un grupo o en disputa abierta entre varios. En zonas donde hay economías ilegales, pero también donde no hay asomo de ellas. 

Estos puntos pueden llevar al argumento facilista de que no hay nada en común ni conexión entre las masacres. Por lo tanto, que estamos ante un fenómeno delincuencial del que no deberíamos preocuparnos. Esa es, precisamente, la posición del Gobierno, lo cual es un error estratégico monumental que refleja un cinismo político lamentable. 

Al contrario, creo que la situación puede ser mucho más grave. El hecho de que más grupos con agendas locales y en distintos lugares estén dispuestos a incurrir en una modalidad de violencia que acarrea altos costos políticos y reputacionales en distintos contextos estratégicos, indica que existen condiciones generales que las está facilitando. De hecho, a medida que sigan ocurriendo no es arriesgado pensar en que esta modalidad de violencia extrema comience a ser ejercida por una mayor cantidad de grupos armados en el marco de un potencial proceso de difusión. Y eso es lo más peligroso. 

¿Qué tienen en común el pico de violencia actual con el conflicto armado y las violencias de los ciclos pasados?

Es importante tener en cuenta que cualquier análisis sobre la situación de violencia actual debe valorar lo que sucede con sus diferentes modalidades. Debemos entender las masacres, pero entender también si tienen alguna relación con otras formas de violencia como el asesinato de líderes sociales, el asesinato de excombatientes, el desplazamiento, las amenazas colectivas que circulan vía panfletos o los homicidios comunes. No tengo elementos para decir que todas estas modalidades de violencia están relacionadas en todas partes. Lo más posible es que no. Sin embargo, no es arriesgado sugerir que estaríamos ante una importante variación territorial, precisamente por la deriva localista de estas violencias.

Hago este preámbulo para señalar una diferencia que me llama la atención y me parece pertinente sugerir a modo de hipótesis para, después, mencionar lo que hay en común entre el “viejo” conflicto y este nuevo escenario. En términos de tendencias, me parece que hay una diferencia clave.

Mientras en el “viejo” conflicto la violencia pareció avanzar de lo indiscriminado a lo selectivo en la medida en que distintos grupos armados con una cierta estructura organizacional estabilizaron su control territorial, la actual etapa parece avanzar en el sentido inverso: de una violencia selectiva hacia una que parece más indiscriminada cometida por organizaciones armadas más fragmentadas con intereses localistas.

Lo que empezó siendo una violencia dirigida en contra de líderes sociales comienza a incorporar otras modalidades de violencia que afectan otros sectores de la población. 

Miranda, Cauca, noviembre 2020. Foto: Katalina Vásquez.

Esto está ocurriendo en un escenario que comparte algunas características similares a las del viejo conflicto: extrema desigualdad agraria, estrechez del sistema político, incapacidad del Estado por agotar el recurso privado a la violencia, élites altamente criminalizadas y políticamente bien conectadas. 

Sin embargo, a veces pasamos por alto las profundas transformaciones que le imprimió la vieja guerra al país y los procesos de aprendizaje y formación de especialistas en violencia que dejó a su paso. Y esto marca una diferencia importantísima. 

¿Cómo se explica que el Estado no logre aún el control territorial del país, ni ofrezca garantías para la vida de líderes y comunidades?

La explicación pasa por preguntarse tanto por el Estado como por el Gobierno actual. En cuanto a la incapacidad histórica del Estado de lograr el control territorial tiene que ver con un tipo de configuración especial más que por una falla estructural. Es decir, es un resultado político derivado de la interacción de múltiples intereses que convergen en las coaliciones territoriales que lo han sostenido y empujado a modernizarse selectivamente creando algunas islas de eficiencia a cambio de grandes concesiones a una gran diversidad de actores bajo una lógica de dominio indirecto. 

Por consiguiente, el problema de Colombia no es necesariamente que el Estado no controle el territorio o simplemente esté ausente. Más bien, obedece al tipo de trayectoria específica que ha tomado su configuración en diferentes regiones del país en aras de tercerizar o delegar ese control. Sin duda, es cierto que hay lugares del país donde no existen materialmente las instituciones del Estado. Pero esto creo es una consecuencia de ese tipo de delegación del control. 

El rumbo que toma este proceso de formación estatal depende de las decisiones y estrategias de los gobiernos. Y el actual tiene una enorme responsabilidad frente a la violencia que se está presentando en el país. Es claro que no cuenta con las capacidades institucionales ni técnicas para mitigar los riesgos que comunidades y líderes enfrentan en los territorios. Pero este es no un tema “solamente” técnico, sino profundamente político. Al gobierno actual y a la coalición que lo sostiene parece que simplemente no le interesa desarrollar estas capacidades ni emprender ajustes. Y esto se observa en varios hechos. 

Turbo, Antioquia. Foto: Revista Generación Paz.

Primero, no hay una política de seguridad y/o recuperación territorial. Con esto no quiero decir que no me guste su política, sino que simplemente no existe. Si uno revisa la Política Nacional de Seguridad y Defensa de este Gobierno se encuentra con una retórica vaga que incorpora temas a la ligera sin un diagnóstico claro ni metas estratégicas de largo aliento que muestran algún tipo de aprendizaje respecto a las fallas de las políticas anteriores. Simplemente emula la vieja retórica de los planes de consolidación esta vez en clave de estabilización sin ninguna sensibilidad frente a los cambios del nuevo contexto operacional. 

Segundo, es claro que las dos personas que han ocupado la cartera del Ministerio de Defensa desconocen por completo el sector seguridad y han contribuido a una politización de las fuerzas como lo han señalado congresistas como Roy Barreras. Esto no quiere decir, como advierten algunos analistas, que haya falta de liderazgo civil. Lo hay y ha estado encarnado en personajes como Guillermo Botero y Carlos Holmes Trujillo sobre quienes ha comenzado a acumularse cada vez más evidencias de su responsabilidad en los múltiples escándalos que han salido a la luz pública. 

Y, tercero, tal instrumentalización ha fragmentado a las fuerzas armadas en Colombia y las ha llevado a concentrar sus energías, personal y capacidades en la lucha contra el narcotráfico bajo la idea equivocada de que la lucha antinarcóticos debe ser la prioridad de la política de seguridad en Colombia. 

¿Quiénes tienen el deber de frenar esta oleada de violencia y cómo proteger a las comunidades?

El deber de protección le corresponde al Estado y, en este caso, al gobierno de Iván Duque que lo representa. Sin duda también tienen responsabilidad alcaldes y gobernadores. Pero de quien uno esperaría viniera el planteamiento estratégico para frenar esta violencia y garantizar la vida de los líderes y de las comunidades es del Gobierno nacional.

Ante la ausencia de este planteamiento estratégico del Gobierno esa responsabilidad ha sido asumida por muchas comunidades que han emprendido planes de autoprotección ajustados a sus necesidades y a las nuevas exigencias del contexto. Es una apuesta que merece toda nuestra admiración y apoyo, pero que no debería ser así. Algo que estamos por explorar es, precisamente, el costo social y emocional del hecho de que comunidades enteras deban dedicarse a defender sus territorios por su propia cuenta, aislarse de las dinámicas de su región para proteger sus vidas y limitar los contactos con personas externas por cuestiones de seguridad. 

Foto: Javier Ruíz.

Además, no hay garantías de que estas estrategias de resistencia que pudieron limitar la violencia en el marco del viejo conflicto sean igualmente efectivas ante la fragmentación organizacional y el relevo generacional del personal que compone los grupos que operan en este nuevo escenario. 

Entonces, ¿cómo proteger a las comunidades? Si bien no hay recetas mágicas, sabemos al menos hacia dónde podríamos avanzar. En el corto plazo, es necesario gestionar pactos de protección que articule una oferta estatal sensible a las necesidades de las regiones con las capacidades comunitarias existentes y que sume a esta ecuación a los gobiernos subnacionales. ¿Cómo hacerlo? Creo que deberíamos empezar por implementar lo que ya existe. Por ejemplo, el decreto 660 que tiene como eje precisamente este tipo de articulaciones. Me refiero a figuras como los promotores de convivencia, los planes de protección comunitaria cuya efectividad son responsabilidad de las autoridades municipales con orientación del Gobierno nacional y las medidas encaminadas a asegurar una mayor rendición de cuentas por parte de la Fuerza Pública en lo que a estos temas se refiere. 

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Foto portada: Ministerio de Salud.

Juanjosé D. Gutiérrez Rodríguez

Comunicador Social Universidad Jorge Tadeo Lozano. Periodista del CINEP / PPP. 

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