Por Sonia Cristina Vargas Perdomo y Julián Salazar Gallego
Bajo el sol canicular de mediodía, luego del trayecto en panga de una hora por el río Atrato con su selva húmeda imponente y el aullar de algunos monos, llegamos al municipio de Unguía, Chocó, donde sostendríamos un diálogo con las comunidades indígenas Emberá Eyabida, Dogibi y Guna Dule. Tras el diálogo con las autoridades étnicas, el panorama parece ser bastante desolador: expresan su preocupación sobre la persistencia de una crisis alimentaria, del fenómeno de desnutrición, de falta de acceso a servicios públicos y un alto índice de necesidades básicas insatisfechas que tiene una causalidad multidimensional, que abarca desde aspectos ambientales hasta socioculturales. Igualmente, la ausencia de garantías para la seguridad y acceso, delimitación y formalización del territorio ha intensificado la presión sobre esta área, en virtud del aumento del interés económico por su riqueza, la explotación de recursos naturales, y la construcción de obras de infraestructura vial y minera, por parte de empresas nacionales e internacionales.
Mientras tanto, en Bogotá, y desde el mes de septiembre del año pasado, comunidades indígenas oriundas de diferentes partes del país, se han asentado en el Parque Nacional, un lugar turístico y emblemático de la ciudad. En un acto de resistencia, le han solicitado a los gobiernos distrital y nacional, la protección y garantía de sus derechos fundamentales a la vida, dignidad humana, derechos prevalentes de niños y niñas, integridad étnica, diversidad e identidad cultural, seguridad alimentaria, vivienda en condiciones dignas, salubridad, atención y reparación integral con enfoque diferencial étnico-indígena, autodeterminación, confianza legítima y consulta previa. Muchas de estas comunidades no están dispuestas a negociar su retorno a los territorios, hasta tanto no haya suficientes garantías de seguridad.
Esta radiografía de la grave situación humanitaria y de derechos humanos que aqueja a las comunidades étnicas, contrasta con las aspiraciones y promesas de reconocimiento y distribución consagrada en la Constitución Política de 1991, que bajo la égida de las corrientes del multiculturalismo de Latinoamérica, buscaron colocar a los sujetos étnicos bajo una protección constitucional reforzada, encaminada a generar medidas que garanticen la supervivencia física y cultural de los pueblos indígenas, negros, afrodescendientes, raizales, palenqueros y Rrom o gitanos. Estos pueblos reivindican el derecho a preservar sus diferencias étnicas y culturales, así como la defensa de sus territorios, la autodeterminación y el gobierno propio, respecto de aquellos asuntos que afecten sus planes de vida.
De acuerdo a cifras del DANE, en la Encuesta de Calidad de Vida (ECV) 2019 se determinó que la población negra, afrocolombiana, raizal y palanquera era de 4.671.160 personas, lo que corresponde al 9.34% de la población total nacional, mientras que la población que se autorreconoce como gitana o Rrom en el país está compuesta por 2.649 personas. En cuanto a los pueblos indígenas, el censo de 2018 determinó que la población que se autorreconoce como indígena en el país es de 1.905.617 personas.
A pesar de la grave situación de las comunidades étnicas a nivel nacional, el gobierno de Iván Duque continúa encubriendo lo que el Tribunal de los Pueblos (2021) denomina como el genocidio sistemático de los pueblos étnicos, que no solo se estructura bajo el ataque sistemático a la pervivencia cultural de los pueblos, sino que a través de un racismo estructural del Estado que se expresa en cuatro vectores: i) Falta de garantías de seguridad, protección y de no repetición para los pueblos étnicos; ii) Regresividad en el derecho de la Consulta Previa Libre e Informada; iii) Baja capacidad institucional y voluntad política, reflejada en la escasa asignación presupuestal; iv) El evidente desconocimiento institucional de los compromisos establecidos con los pueblos étnicos en el Acuerdo de Paz.
(Des)protegiendo a las comunidades: los pueblos étnicos sin garantías de seguridad
En Colombia parece inminente el presagio que hace Francisco Gutiérrez (2020) según el cual, parece estar despuntando un tercer ciclo de violencia, que inició una vez se produjo la desmovilización de la guerrilla de las FARC-EP y su retirada de los territorios de incidencia. El vacío o cambio de poder en las zonas de influencia guerrillera fue ocupado, bien por facciones de combatientes que decidieron no hacer parte del proceso y continuar en la ilegalidad (disidencias), o bien por organizaciones criminales que pretenden tomar control de las economías ilegales. Por lo tanto, la reconfiguración del conflicto armado, dejó en el tablero a los territorios de comunidades étnicas, como zonas de disputa armada entre las AGC, el ELN y las disidencias de las FARC.
Se observa también, el recrudecimiento del conflicto, que se traduce en una fuerte presencia y circulación de actores armados, así como una constante militarización de todos los territorios de los pueblos afrodescendientes e indígenas, generando homicidios, amenazas, violencia sexual a niñas y mujeres, desplazamiento, confinamiento e inseguridad alimentaria. Las comunidades enfrentan serios riesgos de sufrir violaciones a sus derechos fundamentales y el exterminio físico y cultural de sus pueblos, lo cual ocurre especialmente en el Chocó, Cauca y Nariño.
Frente a esta situación, la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) registra que entre 2019 y 2020, fueron asesinados 115 líderes y lideresas indígenas, y considera que 39 de 115 pueblos existentes, están en peligro de extinción física y cultural. Por otro lado, según la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios (2021), el 69 % de las víctimas de confinamientos eran indígenas, y el 16 % afrocolombianas, mientras que el 41 % de las víctimas de desplazamientos forzados eran afrocolombianas, y el 15 % indígenas. En el actual gobierno el conflicto se ha recrudecido en departamentos en los que habitan pueblos indígenas: Chocó, Cauca, Nariño, Antioquia, La Guajira, Norte de Santander y Putumayo.
La persistente violencia al interior de las comunidades, evidencia las consecuencias que, directa o indirectamente, se generan en los territorios en donde la deuda histórica de paz no se ha saldado, y que, por el contrario, aumentó, y cuyo pago continúa siendo la muerte física y espiritual de los pueblos étnicos.
Para el 2021, la OACNUDH verificó 53 homicidios de los 158 reportados; de estos, 10 corresponden a miembros de comunidades étnicas (5 indígenas y 5 afrocolombianos). Entre agosto de 2019 y junio de 2020, hubo 84 homicidios de comuneros, guardias, líderes y autoridades indígenas. Los pueblos más afectados han sido los Emberá Katío o Eyabida, Emberá Dóbida, Embera Chamí, Awá, Nasa, Wounaan, Zenú y Wayuu.
El Estado Colombiano continúa con su libreto de pretender implementar una política de seguridad, que se sustenta sobre un enfoque más reactivo que preventivo, sin ningún correlato con los contextos y realidades territoriales de las comunidades. Por lo tanto, estas medidas de seguridad adolecen de un enfoque étnico que responda a las necesidades de los líderes y lideresas, sin garantizar con ello que el riesgo en los territorios disminuya, menguando el ejercicio de control territorial y autogobierno que ejercen las comunidades. Adicionalmente, cada vez son más los obstáculos y barreras institucionales y jurídicas, a través de pasos burocráticos que imponen las instituciones encargadas de implementar la política de protección a las comunidades que lo requieren, lo cual se traduce en un incremento de los niveles de riesgo.
Con pandemia y sin consulta previa: desconociendo los derechos de los pueblos étnicos
La pandemia generada por el covid-19 fue el pretexto perfecto que el gobierno de Iván Duque encontró para pretender implementar la consulta previa, a través de mecanismos virtuales, tal como lo estipula la resolución interna del 27 de marzo de 2020 del Ministerio de Interior. Esta situación alertó a las organizaciones indígenas de orden nacional, considerando que atentaba contra la garantía del ejercicio pleno de un derecho fundamental. Además, el acceso al derecho quedaría limitado a aquellas comunidades que cuenten con recursos como internet, y tecnologías cuya cifra resulta ínfima y en las que se desconocen las formas propias de los procesos asamblearios de toma de decisiones.
La mayoría de los territorios carecen de una buena conectividad a internet o a energía, o en caso de existir internet, este no es de buena calidad. Por lo cual, el buen desarrollo de una consulta no estaría del todo garantizado, corriendo el riesgo de que se tome el proceso como válido, sin cumplirse realmente. Inclusive, esto sería trasladarles una carga innecesaria a los pueblos étnicos. Por otro lado, la circulación dentro de los territorios indígenas se encuentra restringida, razón por la cual no se pueden adelantar procesos masivos de asamblea y de reunión para discutir las medidas que sean susceptibles de consulta previa.
Esta situación se concreta en la negación o violación de los derechos que se han logrado en virtud del convenio No. 169 de la OIT que regula la consulta previa, concibiendo este trámite como un requisito formal que debe ser agotado para la implementación de disposiciones normativas o proyectos extractivos que afecten los intereses de los pueblos étnicos. Sin embargo, el desarrollo de la consulta previa se realiza generalmente sin tener en cuenta la representación y a las autoridades étnicas, la interculturalidad y las lenguas de las comunidades consultadas. Generalmente se omiten las autoridades tradicionales y las organizaciones que las representan, siendo ellas las indicadas para manifestar los impactos sociales y culturales que un proyecto puede generar.
El Estado colombiano continúa en mora de desarrollar la normatividad del derecho a la consulta previa, situación que no ha sido diferente en el gobierno de Duque, ya que no ha mostrado una voluntad política clara y decidida para garantizar este derecho fundamental. Ejemplo de ello, es que pese a la entrega que realizó la ONIC en noviembre de 2019 sobre protocolos propios de consulta previa con importantes aprendizajes y recomendaciones, el gobierno hizo caso omiso respecto de este importante documento que traza una hoja de ruta para la aplicación del derecho a la consulta previa. Así mismo, entró en trámite en el Congreso de la República, un proyecto de ley estatutaria para regularlo, sin la previa consulta y concertación con las autoridades étnicas. Esta propuesta ha recibido numerosas críticas y podría beneficiar a las grandes empresas, en detrimento de las comunidades.
Finalmente, la política económica y de desarrollo del Estado, que se despliega a través de empresarios y grupos económicos, ha generado constantes choques entre diversas formas de ver el territorio, modelos de sociedad disimiles y proyectos políticos, económicos y sociales, en constante tensión con las visiones de las comunidades étnicas. Por esta razón, empresarios han buscado instalar en la opinión pública, prejuicios y estigmatización hacia las comunidades, señalando que el entorpecimiento e interrupción de obras o megaproyectos se deben a la obstinación de las comunidades étnicas y a la consulta previa.
El capítulo étnico del Acuerdo Final de Paz: Expectativa vs. Realidad
Las problemáticas que se ciernen sobre los pueblos y comunidades étnicas son históricas, estructurales y tienen que ver con la igualdad y la dignidad; no han sido lo suficientemente tratados por el Estado colombiano, que en la mayoría de los territorios rurales hace presencia a través de las Fuerzas Armadas, pero no de las instituciones de carácter civil.
Si bien estas problemáticas han existido siempre, es fundamental reconocer que el Acuerdo Final de Paz y, gracias a la incidencia de las organizaciones de los pueblos étnicos, las reconoció, trató de establecer medidas para dar solución a gran parte de ellas, y puso sobre la mesa temas olvidados por los gobiernos, como la actualización catastral o la efectiva formalización de las tierras. En ese sentido, es fundamental avanzar en la implementación del capítulo étnico del Acuerdo, pero también del resto de medidas, en tanto que los temas de interés étnico son transversales, y no se limitan a dicho capítulo.
Las expectativas que se generaron tras la firma del Acuerdo de Paz no se han visto satisfechas. De hecho, muy poco de lo acordado ha sido cumplido. De las 80 disposiciones del componente étnico, solo el 13% se ha completado, y otro 13% ha tenido un avance intermedio, mientras que el 60% ha tenido un mínimo avance y un 15% no ha iniciado (Instituto Kroc de Estudios Internacionales de Paz, 2021, pág. 6). Los que más preocupan son los temas de Reforma Rural Integral, Participación Política y Víctimas.
Si bien durante el actual gobierno se han conseguido algunos avances en esta materia, el capítulo étnico sigue siendo el más rezagado. Las salvaguardas sustanciales reconocidas en el texto del Acuerdo Final para su interpretación e implementación, no han sido respetadas en muchos casos, y la participación de las comunidades se ve limitada a términos procedimentales
Reforma Rural Integral–RRI
El Acuerdo reconoce la relación de las comunidades étnicas con su territorio, entendiéndolo como una concepción alrededor de la vida y que parte de la tierra, en la que se configuran representaciones sociales. En ese sentido, las promesas incumplidas impactan directamente y atraviesan estas comunidades, que dependen de sus territorios, tanto económica, como culturalmente.
Es posible decir que los avances en este asunto han sido, sobre todo, en el papel. Un ejemplo de ello es la expedición del Decreto 1824 de 2020, que responde al mandato del Acuerdo Final. No obstante, a estos recursos de protección reglamentados han
accedido 5 resguardos a corte de 31 de diciembre de 2020 y, en 2021 no se reportaron adelantos al respecto (Secretaría Técnica del Componente de Verificación Internacional -Cinep-, 2022, p. 29). Se suman a esto, las dificultades en la formalización de las tierras y territorios, por la ineficiencia del Catastro Multipropósito, que se adelanta lentamente, y que no termina de incorporar el enfoque étnico a través de la consulta previa y la participación efectiva de las comunidades.
Así, se ha aumentado la deuda del Estado colombiano con los pueblos étnicos, puesto que muchas de las comunidades están a la espera desde hace años, de la respuesta a sus solicitudes de formalización, sin obtener respuesta alguna por parte de la Agencia Nacional de Tierras (ANT). Muestra de ello es que las peticiones resueltas en 2020, corresponden a menos del 3% del total, tanto para comunidades indígenas, como para comunidades negras, que superan las 1.000 solicitudes. Adicionalmente, los bienes del Fondo de Tierras han sido entregados beneficiando en muy pocos casos, a la población étnica1A población campesina (75%), a población indígena (24%) y solo el 0.06% ha sido destinado a población afrocolombiana (2022, pág. 26)., siendo las mujeres doblemente desfavorecidas en el acceso a la tierra.
Participación política
La garantía del derecho a la participación se ha quedado en el papel, y está lejos de cumplirse en la práctica. Las estigmatizaciones, señalamientos y violencia contra líderes, lideresas y autoridades étnicas, demuestra la ineficacia del Estado para salvaguardar el derecho a la participación y, por supuesto, los derechos a la vida e integridad.
Al igual que en la RRI, si bien se han dado avances en la creación de instancias (IEANPE, el Consejo Nacional y los Consejos Territoriales de Paz, Reconciliación y Convivencia, las Circunscripciones Transitorias de Paz), así como en la normatividad que pretende garantizar el derecho a la participación, como es el caso del Estatuto de la Oposición2Reconoce la diversidad étnica como principio y determina la creación de programas de protección con enfoque étnico para organizaciones políticas. (Ley 1909 de 2018, Art. 30). o del Código Electoral3Ordena traducir el material electoral a lenguas propias., se sigue demostrando que en Colombia las garantías no llegan a materializarse en políticas públicas, y resultan frecuentemente limitadas por la diferencia de lenguas y la falta de garantías para el acceso de personas que no hablan español; barrera que se acrecienta en las mujeres, quienes suelen usar menos el español que los hombres.
En general, las comunidades sienten que se repiten los ciclos de planeación, pero los proyectos no llegan a ver la luz, por lo que el desgaste no redunda en beneficios para los territorios (2022, pág. 3), siendo esta una participación vacía o que se queda en lo procedimental.
En este punto es fundamental mencionar que no es posible hablar de participación efectiva sin hablar de garantías de seguridad, consagradas en la Constitución yen el Acuerdo. En contravía de la normatividad, las autoridades étnicas, líderes y lideresas se ven desprotegidos y son perseguidos; “las autoridades se están llenando de miedo. Con la chonta y el chumbe (bastón de mando y faja), se vuelven un blanco” (Barbosa, 2020). Es recurrente el uso de narrativas estigmatizantes propias de un lenguaje de “lucha contra el terrorismo”, que provienen de dirigentes políticos, funcionarios públicos, personas influyentes, personas del sector privado y miembros de grupos armados ilegales, quienes rotulan a las comunidades como “guerrilleros”, “terroristas”, “antidesarrollo” o “informantes”, buscando vulnerar su derecho a la honra y al buen nombre, y poniendo en riesgo su vida, integridad, seguridad personal y su actuar colectivo y/o comunitario.
A esto se suman las violaciones a los derechos, ocurridas durante las movilizaciones del Paro Nacional en el 2021, que se extendieron por meses, dejando episodios trágicos en varias ciudades del país y revelando el discurso del gobierno frente a los pueblos étnicos. Para ilustrarlo, las palabras del presidente Duque: “… para evitar confrontaciones innecesarias, yo quiero hacer un llamado a los señores del CRIC para que retornen nuevamente a sus resguardos”. Esta frase deja entrever el discurso y la visión que ha sostenido el gobierno nacional, estigmatizándolos como los provocadores de la violencia, la agitación, las pérdidas económicas, a la vez que traza un enfrentamiento entre estas comunidades étnicas y el resto de la ciudadanía y, por supuesto, limita el derecho a la participación a través de la protesta.
Víctimas
Los decretos ley étnicos (Decreto 4633 y 4635), creados a la par de la Ley 1448 en 2011, buscaron establecer medidas de asistencia, atención, reparación integral y restitución de derechos territoriales a las víctimas pertenecientes a pueblos indígenas y a comunidades negras, respectivamente. A pesar de la extensión de los términos de la ley a 10 años más, a hoy el panorama es bastante desalentador. En lo que atañe a la reparación colectiva, según la Unidad de Víctimas, existen 549 sujetos colectivos étnicos inscritos en el RUV, de los cuales solo 59 cuentan con un Plan Integral de Reparación Colectiva (PIRC) formulado y aprobado, y solo 3 de ellos han logrado el 100 % de implementación4Consejo Comunitario de Villa Arboleda, en Putumayo, el Consejo Comunitario de Guacoche, en el Cesar, y el Pueblo Rrom, que tiene cierre parcial del PIRC.. De la cifra total, 233 sujetos no han iniciado la ruta de reparación colectiva.
Respecto a la restitución de derechos territoriales se han proferido hasta el momento 21 sentencias, hay 51 demandas presentadas, y 219 solicitudes se encuentran en etapa administrativa. Estas sentencias proferidas han ordenado la restitución de 341.724 hectáreas, de las cuales 214.601 corresponden a restablecimiento de derechos étnicos. Por otro lado, bajo la denominación de nuevos lineamientos, en el Gobierno de Iván Duque se están cubriendo decisiones de orden político con un ropaje “técnico” (CCJ y Cinep, 2019). Dentro de estas, se cuenta la triangulación de la información, es decir, el soportar con fuentes oficiales, información que tenga origen en las comunidades étnicas, especialmente aquella que relacione afectaciones territoriales originadas en las fuerzas militares y en la Policía Nacional.
Finalmente, es preocupante el incumplimiento sistemático que se observa en las sentencias de restitución étnica por parte de las entidades encargadas de implementar las órdenes, por cuanto la institucionalidad pública no realiza los esfuerzos necesarios para maximizar las posibilidades de alcanzar los objetivos establecidos por la ley. Igualmente, el análisis tiende a indicar que cada vez se torna más difícil conseguir un ambiente favorable a la implementación de la política pública, no solo por la falta de presupuesto e interés político por parte de los gobiernos locales y regionales, sino también por la persistencia de actores armados y vectores de violencia que hacen difícil su materialización a nivel territorial.
En un reciente estudio del Cinep (2021) titulado ¿Cómo va el cumplimiento a las sentencias de restitución indígena en el municipio de Unguía, Chocó?, se concluyó que estas sentencias tienen un grado de cumplimiento bajo, con un promedio de 35%. La sentencia con mayor grado de cumplimiento es la 017 de 2018, del resguardo de Arquía, con 37%.
Por otra parte, las entidades toman en promedio 8.6 meses en responder a lo ordenado; tiempo excesivo que les resta efectividad a las órdenes.
Estas cifras alarmantes demuestran las enormes dificultades y la falta de voluntad que tiene el Gobierno para implementar la política de reparación, que necesitaría muchos años más para cumplirle a las víctimas las promesas puestas sobre el papel. Considerar que el Estado ha cumplido con su labor de garantizar y proteger los derechos de las víctimas por el solo hecho de haber emitido un fallo, es creer que un documento dará solución a las problemáticas sociales y económicas de las comunidades étnicas en Colombia.
Así las cosas, el gobierno de Iván Duque pasa con más pena que gloria en cuanto a la situación de los pueblos étnicos del país. Las violaciones y limitaciones a sus derechos humanos, a sus derechos colectivos, los riesgos que corren a diario los líderes, lideresas y autoridades tradicionales, así como los peligros de las pérdidas culturales y la ausencia de medidas efectivas de protección y de salvaguarda, hacen que el balance y el saldo sea negativos, en perjuicio de las comunidades. A medida que pasan los años se aumenta la deuda creada por las promesas y los acuerdos incumplidos, y este cuatrienio de gobierno, no solo deslució por faltar a la palabra empeñada, sino por agresiones y discursos estigmatizantes, que profundizan la brecha de desigualdad.
La falta de implementación del enfoque étnico del Acuerdo de Paz y la regresividad en la garantía de los derechos étnicos se ha traducido en diferentes problemáticas, que se imbrican en torno a la grave situación humanitaria y de Derechos Humanos de las comunidades étnicas, como son: el aumento progresivo de proyectos agroindustriales, como la ganadería extensiva y la deforestación indiscriminada; la persistencia de la crisis alimentaria, la desnutrición y el alto índice de necesidades básicas insatisfechas, que a su vez agudizan la condición de vulnerabilidad; la falta de acceso al agua potable, la cual es fundamental para superar las enfermedades con mayor incidencia en las comunidades, en especial en la población infantil; la existencia de títulos y concesiones mineras vigentes, así como el desarrollo de megaproyectos sin llevar a cabo la consulta previa, libre e informada, y la falta de formalización de los territorios que les son propios, impide a sus comunidades ejercer sus derechos étnico territoriales.
Foto portada: Proceso de Comunidades Negras en Colombia (PCN)
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