Movimientos sociales

Masacres en Bogotá: Elementos históricos y coyunturales para su comprensión

EDICIÓN 100 JUN – DIC 2020

Por Santiago Garcés

El 8 de septiembre, el ingeniero y estudiante de derecho, Javier Ordóñez, fue asesinado a manos de miembros de la Policía Nacional en el CAI de Villaluz en Bogotá. La tortura que sufrió con un arma de electrochoque, antes de ser llevado al lugar donde moriría horas después, fue vista por millones de personas, gracias a la difusión del video de un testigo a través de las redes sociales y de los medios de comunicación. Durante las tres noches siguientes, Bogotá vivió una serie de protestas populares contra la fuerza pública que derivaron en la destrucción de una decena de CAI y la afectación a otros 39. La respuesta represiva frente a estas manifestaciones derivó en el asesinato con armas de fuego de 9 personas en Bogotá y 3 más en Soacha, a manos de la Policía Nacional. Además, una mujer murió arrollada por un bus robado en medio de los enfrentamientos de la segunda noche. Según un informe de la Veeduría Distrital 1http://veeduriadistrital.gov.co/sites/default/files/files/EL09YEL10DESEPTIEMBREENBOGOTA.pdf, 319 civiles resultaron heridos, 61 de ellos a bala, mientras que 161 policías resultaron lesionados. La edad de las y los jóvenes asesinados durante las protestas, oscilaba entre los 17 y los 27 años, y provenían, en su mayoría, de barrios populares de las localidades de Bosa, Suba, Kennedy, Engativá y Usaquén.

Estos acontecimientos pueden ser comprendidos a la luz de la historia de las relaciones entre la protesta social y la Policía Nacional. La respuesta desproporcionada de dicha institución contra una protesta que, aunque violenta, no significó letalidad alguna para sus propios efectivos, no puede entenderse al margen del carácter represivo que la acompaña desde su nacimiento como institución contemporánea.

Varios argumentos respaldan esta aseveración. Su centralización e integración a las Fuerzas Armadas data de 1948, precisamente después de los sucesos del 9 de abril, cuando algunos efectivos se unieron a la insurrección frustrada. Además, no se ha desembarazado de la herencia de la doctrina del enemigo interno, propia de la Guerra Fría. Es decir, aunque su militarización durante la segunda mitad del siglo XX esté relacionada con el conflicto armado, también es indisociable de los aspectos represivos de la ambivalente relación del Estado colombiano con la protesta social2Para un análisis pormenorizado del control de las protestas por parte de la Policía Nacional, sugerimos revisar Archila, M. (2019). “Control de las protestas: una cara de la relación Estado y movimientos sociales, 1975-2016. En: VV.AA. Cuando la Copa se Rebosa. Bogotá: CINEP, pp. 95-155..

En su reconstrucción histórica del tratamiento policial a la protesta a partir del análisis de la Base de Datos de Luchas Sociales del CINEP, Mauricio Archila retoma algunos apartados de la Revista de la Policía Nacional con el ánimo de ilustrar la posición de la institución. Vale la pena traerlos a colación: En un artículo de 1976 se reivindican los “grandes despliegues de fuerza para impactar psicológicamente al adversario” y así disuadir a la “turba”3 Ibid., 101.. En otro de 1986 se concibe a la protesta como consecuencia de que la multitud sea “un cuerpo vulnerable a ser atacado por seres extraños”4 Ibid., 125.. Un año más tarde, se afirma que la protesta implica una “degradación de la personalidad” que deriva en la subversión y la “actitud terrorista”5 Ibid., 126.. Más cerca del presente, en 2012, responde anticipadamente a las acusaciones de brutalidad policial afirmando que la Policía “tiene atribuciones constitucionales para acudir a un medio material que sirve de apoyo para el ejercicio legítimo de la autoridad”6 Ibid., 101..

Foto: Víctor de Currea-Lugo.

De ninguna manera los elementos aquí expuestos hacen parte del pasado de la Policía Nacional. La revisión de la respuesta de la institución, tras la masacre ocurrida en Bogotá la noche del 9 de septiembre, demuestra hasta qué punto esta perspectiva continúa absolutamente viva y actuante. El General Hoover Penilla afirmó en rueda de prensa del 14 de septiembre que la inquietud de la ciudadanía, a propósito de quién había dado la orden que explicaba el uso indiscriminado de armas de fuego, era producto de “confusiones” generadas por personas a través de las redes sociales, e incluso calificó estas inquietudes como “sofismas de distracción”. Además, aunque en determinados momentos afirmó que lamentaba los hechos, al final dejó absolutamente clara su posición: “Esos policías respondieron. Si a alguno le tocó responder fue salvaguardando su integridad, y salvaguardando la integridad de terceros. Esta es nuestra labor constitucional”7https://www.elespectador.com/noticias/bogota/penilla-no-necesitamos-que-nos-ordenen-para-hacer-uso-de-armas-de-servicio/

Ya sabemos, por investigaciones periodísticas que despejan al respecto cualquier duda razonable, que esto es falso y que policías dispararon con planeación contra la población civil aun cuando no estaba amenazada de ninguna manera su propia integridad 8https://lasillavacia.com/silla-reconstruye-como-policias-mataron-los-tres-jovenes-verbenal-78570.

Un segundo elemento que resuena con lo reseñado fue la tesis ampliamente difundida por la Policía y el Gobierno nacional, respecto a que los ataques a los CAI obedecían a infiltración del ELN y de las disidencias de las FARC. Esta tesis no plausible que implica aceptar que las organizaciones guerrilleras cuentan con más capacidad de acción en las ciudades que nunca en la historia de Colombia, difícilmente podría ser difundida por la Policía si no existiera una ideología institucional según la cual hay una línea de continuidad entre la protesta y la “actitud terrorista”.

La continuidad de esta perspectiva representa un problema para la sociedad y para el Estado, pues nos impide comprender los problemas y avanzar en la construcción de soluciones. El reconocimiento de que no se trata solo de “manzanas podridas” y “vándalos”, sino de que existen problemas estructurales, agudizados por la presente coyuntura económica y social que explican la indignación y rabia contra la Policía, sobre todo de parte de jóvenes de sectores populares, podría ser el punto de partida para una transformación de las relaciones entre la institucionalidad pública y la sociedad civil. 

En contravía de esta posibilidad, la Policía y el Gobierno profundizan su versión que no es solo inconveniente sino falsa. A propósito de esta cuestión, Barrera y Hoyos analizan la validez del supuesto de que la protesta social en Colombia en general es violenta, a partir de un ejercicio estadístico de la información consignada en la Base de Datos de Luchas Sociales del CINEP de 1975 a 20169 Barrera, V., & Hoyos, C. (2020). ¿Violenta y desordenada? Análisis de los repertorios de la protesta social en Colombia. Análisis Político, 33(98), 167-190. https://doi.org/10.15446/anpol.v33n98.89416

Sus conclusiones nos permiten afirmar que dicho supuesto no se corresponde con la realidad. Con el paso del tiempo, y de manera sostenida, disminuye la probabilidad de que manifestantes empleen la violencia. Además, la probabilidad de que esta se utilice no se incrementa por factores asociados al conflicto armado, sino que se relaciona levemente con ciertas demandas (tierra y vivienda, por ejemplo) y con adversarios específicos, como las fuerzas de seguridad del Estado y las empresas públicas.

La tesis de la infiltración permanente no solo es rebatida y explicada por los análisis históricos y estadísticos aquí esbozados, sino que choca con la realidad de manera evidente. Por ejemplo, con relación a la Minga Indígena del mes de octubre, las autoridades denunciaron su supuesta infiltración por parte de disidencias de las FARC10https://www.cablenoticias.tv/nacionales/audios-alertan-por-presuntos-infiltrados-de-grupos-armados-en-la-minga-indigena/, mientras el jefe natural del partido de Gobierno “alertaba” sobre su articulación con el vandalismo11https://www.rcnradio.com/politica/uribe-denuncia-intereses-politicos-detras-de-la-minga-indigena

Cuando nada de esto ocurrió, los voceros de esta concepción no se movieron un ápice, sino que profundizaron en su teoría de la conspiración. Alfredo Rangel, embajador en Nicaragua, afirmó en sus redes sociales lo siguiente: “Tesis: los líderes de la minga pidieron al jefe de los vándalos que no hubiera vandalismo mientras estuviera la minga en Bogotá. Por cuidar esos votos (el) jefe aceptó. Conclusión: vandalismo tiene jefe y organización jerárquica en Bogotá”12https://caracol.com.co/radio/2020/10/22/nacional/1603402605_028594.html

Protestas en Bogotá. Foto: Javier Ruíz.

Frente a esta “tesis” ya no vale la pena discutir, pero sí reflexionar a partir de una respuesta del historiador Federico Finchelstein en una entrevista que le concedió a El Espectador, junto al también historiador Pablo Piccato, sobre la pertinencia del concepto de fascismo en Colombia: 

“Para decirlo en términos simples: todos los políticos mienten, pero la diferencia entre un político comunista, liberal, socialista o conservador y un político fascista es que el político fascista cree en sus mentiras. Incluso cuando reconoce que hay mentiras en su discurso, piensa que están al servicio de una verdad trascendente y absoluta que, además, no tiene que ser demostrable. Es decir, es la verdad del líder omnisciente”13https://www.elespectador.com/noticias/politica/tiene-sentido-hablar-de-fascismo-en-colombia/.

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Foto portada: Víctor de Currea-Lugo.

Investigador del Cinep/Programa por la Paz. Equipo Movimientos sociales, área Territorio, interculturalidad y movilización. Sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia, y magister en Estudios Laborales de la Universidad Autónoma Metropolitana - Unidad Iztapalapa (México). Temas de interés: Sociología del trabajo, acción colectiva de trabajadoras y trabajadores no clásicos y estrategias de control de las subjetividades laborales en el capitalismo contemporáneo.

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