La orden de captura solicitada por el fiscal de la Corte Penal Internacional, en contra del primer ministro israelí Benjamín Netanyahu y su ministro de defensa Yoav Gallant, fue registrada por los principales medios internacionales como un acto que marca un antes y un después en la historia del conflicto en Oriente Medio. Esta determinación llega en un momento en el que se cuentan más de 35.000 civiles palestinos asesinados por las Fuerzas de Defensa de Israel -FDI-, de los cuales, más de 22.000 son niños. A este horror su suman un número superior a los 120.000 heridos y una cifra indeterminada de desaparecidos. En esta ocasión, pareciera que la llamada “comunidad internacional”, a través de su máximo tribunal penal, por fin se va a desligar de sus intereses políticos y va a actuar en favor de la humanidad, para poner en su lugar a los responsables del primer genocidio de la historia en ser transmitido en vivo y en directo. No obstante, este anuncio hay que “tomarlo con pinzas”, ya que,ttratándose del conflicto entre Israel y Palestina, no es la primera vez que se hacen pronunciamientos que, por desgracia, no se ven reflejados en acciones reales contra los responsables de una tragedia que desde hace 76 años ha dejado a centenares de miles de víctimas. Ante ello, este artículo busca mostrar cuál ha sido el papel de dicha “comunidad Internacional” ante el conflicto en mención y el lector se haga una idea respecto de la efectividad o no de las recientes decisiones provenientes de La Haya.
Para iniciar, es importante aclarar que el término “comunidad internacional”, si bien tiene distintas definiciones desde las teorías de las relaciones internacionales, en este caso hace referencia a la manera como es empleada por los medios de comunicación. En efecto, cuando estos mencionan “la comunidad internacional”, por lo general están refiriéndose a los gobiernos del mal llamado “Occidente”, es decir, de Europa, Japón, Australia, Estados Unidos y Canadá, y excepcionalmente a China y Rusia, ya sea que actúen de manera directa y en representación de sus respectivos Estados o a través de las instituciones supranacionales que controlan. Así, aunque este término debería englobar tanto a la totalidad de Estados como a las organizaciones internacionales, esto en la práctica no es así. Para los medios de comunicación, las voces de la llamada “comunidad internacional” son aquellas de los países poderosos, mas no las de todos ellos.
Por eso, cuando se dice que la “comunidad internacional” sitúa el inicio del conflicto en Gaza en octubre de 2023, lo hace porque Europa Occidental y Estados Unidos así lo conciben, obviando todo un contexto en el cual, sale desfavorecido su aliado Israel. Al respecto, cabe recordar que este conflicto no inició en el 2023. La propaganda sionista, vertida desde grandes medios de comunicación afines a los intereses de lo que se autodenomina “Occidente”, ha simplificado este conflicto a tal punto, que presenta a los palestinos como “victimarios” y a Israel como la víctima. Esta postura caricaturiza la historia, convierte a los héroes en villanos y a los villanos en héroes, al tiempo que niega el papel, no solo por omisión sino también por acción, de la comunidad internacional en un conflicto que, minuto a minuto cercena las piernas, los brazos, o ciega la vida de decenas de civiles palestinos, en su mayoría bebés y niños.
Sin embargo, el papel de la comunidad internacional ha sido de tal magnitud, que podemos afirmar que, junto al sionismo, es la directa responsable de la tragedia y la guerra que azotan a Tierra Santa, la misma que hasta finales del siglo XIX fue un remanso de paz y convivencia entre cristianos, musulmanes, samaritanos y judíos, todos ellos árabe-hablantes e identificados como “palestinos”, en lo que para entonces era el Imperio Otomano. En la destrucción de esa armonía, no solo puede culparse al movimiento sionista, surgido en Europa a finales del siglo XIX para promover la inmigración de europeos a Palestina, sino también a la comunidad internacional, que se configura tras el fin de la Primera Guerra Mundial, con el Tratado de Versalles y se enmarca en la Sociedad de Naciones, del cual es heredera la Organización de las Naciones Unidas —ONU—.
Al finalizar la Primera Guerra Mundial, los vencedores de la contienda impusieron sus condiciones y buscaron legitimarse a partir de la Sociedad de Naciones, arrastrando a la comunidad internacional a validar sus intereses particulares. Para ello, se estableció el sistema de “Protectorados y Mandatos”, a través del cual se legitimaba el colonialismo clásico, establecido 34 años antes en la Conferencia de Berlín de 1885, para repartir el denominado “mundo incivilizado”, entre las potencias europeas. Esta vez, mediante el orden surgido en Versalles, se legitimó el estatus colonial de Palestina, que pasó a estar bajo mandato británico en 1922. Tal acto legitimó acciones previas contrarias al Derecho Internacional, como la Declaración Balfour[1] y el Acuerdo Sykes Picot[2]. En la primera, prometiendo por parte de los ingleses las tierras palestinas a colonos europeos de ideología sionista, y el segundo, repartiéndose Oriente Medio entre franceses y británicos. Esa legitimación de la Sociedad de Naciones permitió a los británicos validar la migración masiva de sionistas, quienes además de no integrarse con los locales, les generaron terror y el despojo de sus tierras, mediante bandas armadas como la Haganah y el Irgun.
Ese Orden de Versalles, que llegó a su fin tras la Segunda Guerra Mundial, demostró ser incapaz de evitar el genocidio de aquellos europeos de religión judía quienes en su mayoría eran antisionistas y se negaban a migrar a Palestina, incluso después del Acuerdo Haavara celebrado entre la Organización Sionista Mundial y los líderes nazis de Europa, el 25 de agosto de 1933[3]. Sin embargo, el nuevo orden surgido en San Francisco y materializado en la Carta de las Naciones Unidas, en vez de corregir las injusticias de Versalles frente al pueblo palestino, las profundiza. Luego de los horrores cometidos por el Nazismo, se esperaba que, en adelante, ningún Estado fundado en la opresión étnica o religiosa fuera aceptado por la comunidad internacional. En ese orden de ideas, al anunciarse el fin del colonialismo británico en Medio Oriente, la población palestina buscó que sus tierras ancestrales no fueran divididas, sino que tanto los locales como los inmigrantes sionistas vivieran en un estado laico y democrático, con igualdad de derechos y deberes.
Sin embargo, una vez más la comunidad internacional, representada a través de la Organización de las Naciones Unidas falló y expidió la Resolución 181 de 1947, mediante la cual entregaba el 56% de las tierras del antiguo Mandato Británico de Palestina a los inmigrantes sionistas, para que crearan un Estado basado en la idea étnico-religiosa de lo “judío”, mientras que a los locales se les entregaba el 46% restante, la mayoría en terrenos desérticos, a pesar de ser el doble que la población inmigrante sionista. Al respecto, es de mencionar que ninguna organización internacional tiene el derecho de dividir un territorio, y menos aún, de permitir la creación de un Estado, que al declararse “judío”, está imponiendo un criterio supremacista étnico-religioso sobre el resto de población que no se identifique con esos parámetros.
El error histórico de dividir Palestina para permitir la creación de un Estado con bases étnico-religiosas, no sería el fin de los desaciertos de la comunidad internacional ante este conflicto. Por el contrario, sería solo el inicio. Luego de eso, y tras la Nakba[4] de 1948, se legitimó la ocupación de Jordania y Egipto, de lo que quedaba de Palestina. Una vez creado el Estado de Israel, la comunidad internacional no hizo absolutamente nada para implementar la mencionada Resolución 181, en lo que refería a la creación del Estado Palestino. Por el contrario, desde la ONU se profirió la Resolución 194 que, en vez de establecer medidas efectivas para el regreso de los más de 750.000 palestinos expulsados de sus hogares por el accionar violento de Israel, fue solo retórica.
Posteriormente, tras el ataque de Israel a sus vecinos en 1967, durante la llamada Guerra de los Seis Días, este país ocupa por completo la Palestina histórica, invadiendo Cisjordania y Gaza, así como los Altos del Golán sirios. Ante la comunidad internacional, la diplomacia sionista justificó este ataque como una acción “preventiva” y, usando un doble rasero con respecto a conflictos como el coreano, esta vez no solo no prestó ningún tipo de ayuda a los invadidos, sino que de nuevo, mediante la Resolución 242 de ese año, retoma la retórica de exigir retiradas del ocupante israelí, sin imponer ningún mecanismo efectivo de sanción. Dicha resolución, en lugar de ir al fondo del asunto, exige “el derecho a la paz de Israel dentro de sus fronteras estables”, sin tener en cuenta el incumplimiento por parte de dicho Estado, de la Resolución 194 de 1948 respecto del retorno de los refugiados palestinos. Esta resolución fue un saludo a la bandera y, aun así, tras la Guerra del Yom Kippur en 1973, se expide otra Resolución, la 338 de ese año, prefiriendo el formalismo a la toma de medidas efectivas para salvaguardar los derechos del pueblo palestino.
Y es precisamente esa inacción de la comunidad internacional frente a la defensa del pueblo palestino, lo que lleva a que este no confíe más en soluciones venidas de fuera y decidan organizarse por sí mismos para proteger sus tierras, sus vidas y sus derechos fundamentales, creando así una serie de movimientos que van a confluir en la Organización para la Liberación de Palestina, que pronto fue reconocida como su única representante a nivel internacional.
En los años 70 el acercamiento entre el sionismo israelí y el régimen del apartheid sudafricano se hizo cada vez más estrecho, al punto que, pese a las sanciones y condenas de la comunidad internacional, llevaron su alianza a un nivel que contradijo todas las prohibiciones, tal como sucedió con el caso del programa nuclear conjunto desarrollado en la planta de Dimona, que condujo a la obtención de la bomba nuclear en 1979, detonada en el famoso Incidente Vela, a partir de las pruebas desarrolladas en el Atlántico Sur, cerca de las Islas del Príncipe Eduardo, como lo confirmaría en 1986, el científico israelí Mordejái Vanunu. Este programa no solo era contrario a numerosas sanciones que pesaban sobre el régimen racista de Sudáfrica, sino que en sí mismo era contrario al Tratado de Prohibición Parcial de Ensayos Nucleares de 1963. A pesar de ello, la comunidad internacional una vez más guardó silencio cómplice con Israel, sin que se emitiera condena o sanción alguna, situación que contrasta con lo que ha vivido la República Popular Democrática de Corea, hoy aislada por intentar desarrollar un programa similar, o Irak, destruido por los supuestos mismos motivos, que al final resultaron ser falsos.
En el caso de Israel, el desarrollo de su programa nuclear, sumado a la consolidación de sus posiciones en el Golán, la Rivera Occidental, Gaza y el Sinaí tras la guerra del Yom Kippur, no derivó en ninguna sanción de parte de la comunidad internacional. Por el contrario, un estado árabe como Egipto, a finales de los años 70, avanzó en los Acuerdos de Camp David, con lo cual se convirtió en legitimador de las violaciones al Derecho Internacional por parte del régimen sionista, todo a cambio del apoyo estadounidense a la dictadura militar surgida tras la muerte de Nasser y de la devolución del Sinaí.
Con el fin de la Guerra Fría, la capitulación egipcia de Camp David y la ocupación del sur del Líbano, la postura de Israel se consolidó. Contrasta que, mientras el régimen del apartheid sudafricano se desmoronó tras la derrota de ese país en Cuito Cuanavale[5], el sionismo, logró una de sus mayores victorias políticas a nivel internacional, cuando consiguió que a través de la Resolución 4886 de 1991, se derogara la Resolución 3379 de 1975, por medio de la cual se equiparaba al sionismo con el racismo en general y con el régimen del apartheid sudafricano en particular. Esta victoria para Tel Aviv vino acompañada por la Conferencia de Paz de Madrid, a través de la cual se iniciaba el proceso de paz con la OLP, que culminaría tres años después con los Acuerdos de Oslo, al igual que los de Aravá con Jordania.
Esos acuerdos alcanzados en 1994 con palestinos y jordanos no significaron el apego de Israel al Derecho Internacional. Por el contrario, la ocupación de Gaza y Cisjordania continuó, solo que esta vez legitimada por la Autoridad Nacional Palestina, en tanto que se dividió los territorios ocupados en áreas A, B y C, formando verdaderos bantustanes[6] o reservas étnicas, al estilo sudafricano, donde se confina a la población local con la complicidad de la burocracia colaboracionista, en este caso, representada por Arafat y la ANP, que pasaron a ejercer un papel similar al que desempeñaba el Judenrat o consejo de judíos, en los guetos de la Europa ocupada por los Nazis para facilitar su administración al gobierno de Berlín.
Los acuerdos de Oslo fueron bien recibidos por la comunidad internacional, sin que se formulase crítica alguna a pilares racistas del Estado de Israel, como la Ley del Retorno y la concepción de estado para una “raza” o etnia, en especial la “judía”, ni tampoco se cuestionaran aspectos como el hecho de mantener la ocupación de Cisjordania, Gaza y Jerusalén Oriental en Palestina, o de los Altos del Golán de Siria y las Granjas Shebaa y el sur del río Litani en el caso del Líbano. Tampoco la comunidad internacional tomó medida alguna para la solución del problema de los refugiados palestinos desplazados de sus tierras por milicias sionistas desde 1948, ni dispuso mecanismos para desmantelar o al menos impedir los asentamientos de colonos sionistas, llegados de todas partes del mundo bajo la Ley del Retorno[7] e instalados en Cisjordania, y para entonces, también en Gaza, en tierras usurpadas a las familias palestinas.
En el nuevo milenio también ha sido constante la complicidad de la llamada “comunidad internacional” con acciones como la construcción del muro en Cisjordania, que consolida la segregación de los palestinos y los confina a vivir en guetos, haciendo perder la continuidad territorial entre sus aldeas para hacer inviable un futuro Estado palestino, en tanto que las mejores tierras son expropiadas por Israel para ser repartidas a colonos sionistas emigrados de Europa o América, en virtud de la Ley del Retorno. La comunidad internacional tampoco hizo nada cuando dos millones de palestinos fueron confinados en Gaza desde el año 2007, su único aeropuerto fue destruido y se cerraron todas sus fronteras, convirtiendo a esa región, en la cárcel a cielo abierto más grande del mundo. Ni siquiera el ataque a la Flotilla de la Libertad en el año 2010, en el cual Israel asesinó varios civiles de diferentes nacionalidades e hirió a decenas de ellos, por intentar romper el bloqueo de Gaza para llevar ayuda humanitaria, terminó en una condena efectiva contra los responsables. Israel continuó violando el Derecho Internacional con total impunidad.
Ante el alzamiento de la resistencia palestina del gueto de Gaza el pasado mes de octubre[8] y la posterior represión israelí, sorprendió la decisión del fiscal de la Corte Penal Internacional. Por un lado, están quienes visualizan un atisbo de justicia ante las atrocidades que se han cometido en el marco de este conflicto. Todo pareciera indicar que los principales responsables de los crímenes atroces que se siguen cometiendo en el Medio Oriente, por fin tendrán que comparecer ante la justicia, y que, personajes como los líderes de Israel serán parias ante la comunidad internacional, por el riesgo de terminar presos. Por otro lado, están quienes son escépticos frente a esta decisión y ven en ella, un pronunciamiento más que tan solo se quedará en palabras, sin mayores efectos condenatorios.
Como se ha descrito a lo largo de este artículo, la autodenominada “comunidad internacional” ha sido cómplice del actuar del sionismo, incluso desde antes de la fundación del Estado de Israel en 1948, y sus acciones no han ido más allá de simples “declaraciones”, sin medidas efectivas. El actuar de la Corte Penal Internacional tampoco es la excepción. Dicho tribunal fue establecido en el año 1998 y empezó a funcionar desde el primero de julio de 2002. Había mucha expectativa respecto a su creación, pero pasadas dos décadas después de su funcionamiento, ha sido evidente su sesgo e ineficacia. Así, de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, tres de ellos, es decir, Estados Unidos, Rusia y China no hacen parte de este Tribunal. Sin embargo, esa instancia tiene la facultad de ordenar investigaciones o de suspenderlas, por términos de hasta doce meses, renovables periódicamente.
Circunstancias como las descritas, han evidenciado que la CPI es un tribunal que, desde su creación, tan solo ha perseguido y enjuiciado a dirigentes de países pobres, en su mayoría africanos. Crímenes de guerra y atrocidades cometidas por gobiernos occidentales o sus aliados, permanecen en total impunidad, sin que este tribunal haya dado mayores resultados en su persecución y/o juzgamiento. Mientras tanto, en escenarios como la guerra civil en Libia, actuó con doble rasero, enjuiciando al gobierno legítimamente constituido, a la vez que ignoraba los crímenes cometidos por los terroristas patrocinados por Occidente. De igual forma, el caso israelí no ha sido la excepción. Los crímenes de ese país no comenzaron en 2023. Acciones previas, como la guerra del Líbano en 2006 o los continuos bombardeos a la población civil de Gaza desde el año 2007, recrudecidos durante el 2010 y 2014, jamás fueron investigados, y tampoco lo han sido las atrocidades que cometen tanto el Estado como los colonos en Cisjordania. Por eso, es poco probable que la solicitud del fiscal en esta ocasión culmine con el encarcelamiento de los responsables del actual genocidio en Gaza.
Por otro lado, mientras el fiscal sigue esperando que los jueces de la Corte Penal Internacional acepten la solicitud de arresto y la comuniquen a los 123 Estados que han ratificado el Estatuto de Roma, desde ya se observa una inusual demora de dicho tribual en pronunciarse al respecto. Contrasta con órdenes como las emitidas contra Gadafi en el año 2011 o contra Putin tras el inicio de la guerra contra Ucrania. Y mientras cada día aumenta el número de civiles palestinos, en su mayoría niños y bebés, asesinados por las FDI, el conflicto amenaza con extenderse al Líbano, país al que los líderes sionistas han amenazado con “regresarlo a la edad de piedra”, empleando las mismas advertencias que en su momento le hicieron a Gaza, días antes de iniciar la destrucción de sus ciudades.
Finalmente, es destacable que a la par con las órdenes de captura solicitadas por la Corte Penal Internacional, también se ha admitido una demanda ante la Corte Internacional de Justicia (uno de los seis Órganos de Naciones Unidas), instaurada por Sudáfrica contra el Estado de Israel, dado su incumplimiento de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio.[9] Al respecto, lo importante es que ese tribunal ya encontró méritos para seguir con la acción y ordenó medidas cautelares, aunque no tan efectivas como las solicitadas. Ante esta decisión, cabe destacar que diferentes países han anunciado coadyuvancia, entre ellos Chile, España, México y Colombia. No obstante, es previsible que el denominado “Occidente” ejerza presiones y tome de manera unilateral, la vocería de la “comunidad internacional”, en pos de salvar a su aliado Israel. Y aunque la sentencia sea adversa, aquellos Estados que se atrevieron a denunciar el genocidio contra el pueblo palestino serán absueltos por la historia, mientras que los que guardaron silencio cómplice o defendieron a sus perpetradores, quedarán manchados para siempre, y sus nombres afrontarán la ignominia de haberse puesto del lado de los victimarios.
Foto de encabezado: Mazur/catholicchurch.org.uk/Flickr.
[1] La declaración Balfour fue una promesa hecha a través de una carta por el ministro de relaciones exteriores británico Arthur James Balfour al banquero sionista Lionel Walter Rothschild en la cual prometía crear un “hogar nacional judío” en la Provincia Otomana de Palestina (hoy Israel y Palestina), a pesar de que la población judía allí era de menos del 5% para ese entonces
[2] El Acuerdo de Sykes Picot fue suscrito en mayo de 1916 entre Francia y Reino Unido, dividía las antiguas provincias de Oriente Medio que hasta ese momento eran parte del Imperio Otomano -incluida Palestina- entre franceses e ingleses.
[3] El Acuerdo de la Haavara suscrito entre los Nazis y los Sionistas no solo permitió que los sionistas ricos pudieran inmigrar a palestina salvaguardando sus bienes, sino que, a la vez, fue un duro golpe para la comunidad internacional, ya que se rompió el intento de boicot que se intentaba hacer frente al régimen alemán, llevando al fracaso el intento de aislarlo por sus ideas racistas.
[4] La “Nakba” es un término árabe cuyo significado en “catástrofe” y es empleado por los Palestinos para describir la catástrofe que significó para dicho pueblo la fundación del Estado de Israel (moderno) el 14 de mayo de 1948, ya que una vez este se proclamó tras la retirada de los ingleses, de inmediato, las Organizaciones Terroristas Hagana e Irgun se fusionaron y crearon las Fuerzas de defensa de Israel (FDI), las cuales, expulsaron a más de 750.000 palestinos de sus hogares sin permitirles nunca más volver. El experto historiador judío israelí y profesor de la Universidad de Exeter en reino Unido Ilan Pappé ha escrito una vasta obra donde documenta los cientos de crímenes que cometieron los inmigrantes sionistas para echar de sus casas a los palestinos, con masacres, amenazas y el uso indiscriminado de la violencia. Tras las Nakba, las tierras y casas palestinas fueron entregadas a inmigrantes sionistas provenientes de Europa, Argentina, Norteamérica etc., mientras que cientos de miles de palestinos terminaron viviendo en campos de refugiados, en países vecinos, en condiciones infrahumanas.
[5] La batalla de Cuito Cuanavale se desarrolló entre diciembre de 1987 y marzo de 1988 entre las tropas racistas sudafricanas del régimen del Apartheid y tropas cubanas que apoyaban al gobierno de Angola. Los cubanos derrotaron a los sudafricanos y esto llevó a que se desmoronara el régimen racista de ese país, liberando al guerrillero comunista Nelson Mandela, quien en 1994 sería elegido presidente. Mandela, llegó al poder en 1994 y cambió su orientación respecto a la política exterior de su país, dejando Sudáfrica de ser una aliada del régimen racista de Israel a convertirse en una aliada de la causa del pueblo palestino.
[6] Los Bantustanes eran los territorios segregados en los cuales vivía confinada la población nativa de Sudáfrica durante el régimen del Apartheid. Allí, -al igual que en Palestina tras los acuerdos de Oslo- la población local era confinada por la élite blanca en supuestos “territorios semi independientes” sin ningún tipo de autonomía real y sin ninguna garantía de derechos.
[7] La Ley del Retorno fue promulgada en julio de 1950. Es un pilar del sionismo a través de la cual, concede ciudadanía y residencia en Israel a personas de todo el mundo que profesen el judaísmo o sean descendientes de judíos, o casados con judíos. A través de esa Ley se estableció un sistema de discriminación a la población local NO judía quienes, a pesar de haber vivido toda la vida en sus tierras, terminan teniendo menos derechos que inmigrantes que NO tienen Ningún vínculo histórico con esas tierras. Igualmente, las tierras y viviendas de los palestinos expulsados durante la Nakba, pasaron a ser propiedad de los inmigrantes llegados como consecuencia de esta Ley.
[8] En las acciones llevadas a cabo el pasado 7 de octubre de 2023 participaron todas las facciones armadas con presencia en Gaza, desde aquellas de ideología conservadora y de derecha como las Brigadas de Qassam de Hamas, pasando por aquellas laicas de centro como las Brigadas de los Mártires de Al Aqsa de Al Fatah, hasta aquellas de izquierda como es el caso de las brigadas Abu Ali Mustafa del Frente Popular para la Liberación de Palestina.
[9] Esta convención se abrió a firmas en el año 1948 y está en vigencia desde el año 1951.
José Álvarez Carrero
Abogado con estudios en Ciencia Política, Magister en Derecho y Magister en Diplomacia y Relaciones Internacionales. Columnista y analista internacional.