Internacional

Perú: tiempo de mínimos democráticos

Cien Días vistos por Cinep/PPP
EDICIÓN 107 ENE-ABR 2023

Por: Deyvi Astudillo, S.J.

Desde la destitución del presidente Pedro Castillo, el Perú vive una crisis social y política de proporciones inéditas. Si bien desde hace mucho tiempo había en el país señales de un posible estallido social, pocos podían imaginar que este se produciría en el que debía ser el periodo de gobierno de Castillo, dado que él representaba la victoria de los sectores históricamente excluidos. No obstante, la crisis parece haber llegado para quedarse, debido a la complejidad de las reivindicaciones sociales de los manifestantes, el empoderamiento de comunidades largamente marginadas, la escalada de la violencia y la inoperancia de la clase gobernante. En consecuencia, no se trata tanto de un tiempo para promover proyectos políticos exquisitos, cuanto de un tiempo para sostener aquellos mínimos comunes que puedan asegurar la convivencia democrática y alejar al país del abismo social.

Los precedentes de la crisis

Si hay que remontar la crisis actual a determinados acontecimientos políticos, es necesario volver, en primer lugar, al año 2016, cuando Pedro Pablo Kuczynski gana la segunda vuelta de las elecciones presidenciales a Keiko Fujimori con un ajustado 50, 124 % de los votos. El partido de la hija del exdictador Alberto Fujimori había obtenido, sin embargo, la mayoría absoluta del Parlamento, y pronto se valdría de esta ventaja para entorpecer decididamente la gestión de Kuczynski, censurándole ministros de modo injustificado y promoviendo prematuramente su destitución.

Esto dio paso a todo un ciclo de inestabilidad gubernamental, que comenzó con la renuncia de Kuczynski -cercado por denuncias de corrupción- en 2018, y continuó no solo con el cierre del Parlamento por obra de su sucesor Martín Vizcarra en 2019, sino con la forzada destitución de este en 2020, acusado de corrupción, la renuncia de Manuel Merino a tan solo cinco días de asumir el mando ante las protestas de la población, y el gobierno de ocho meses de Francisco Sagasti. El ciclo se completó luego con la llegada al poder de Pedro Castillo en julio de 2021, al imponerse en segunda vuelta sobre Keiko Fujimori, y con su reciente destitución y reemplazo por Dina Boluarte en diciembre de 2022. Seis presidentes en siete años.

Pero hay otro hecho político que incide de modo más directo en la crisis actual y que tiene que ver también con el fujimorismo. Se trata de la propagación orquestada por Keiko Fujimori y sus partidarios, de una narrativa de fraude electoral basada en falacias, pero que fue suficiente para retardar el cierre del proceso electoral y para obstaculizar con ello la transición presidencial. El acto más grosero de toda esta campaña fue el intento de los abogados fujimoristas, provenientes de importantes estudios jurídicos limeños, de invalidar una gran cantidad de votos favorables a Castillo en zonas rurales del sur del país, argumentando falsamente que las actas que los consignaban presentaban irregularidades.

La narrativa “fraudista” ha sido clave en la crisis social actual, porque, por un lado, se sembró en los sectores conservadores del país la idea de que Castillo era un presidente ilegítimo, y por otro lado, las poblaciones rurales, que habían apoyado masivamente a Castillo, vieron cómo su voto era fácilmente descartado por las élites económicas peruanas cuando no correspondía a sus intereses.

Se suma a estos eventos que han preparado la crisis, el ambiente general de inestabilidad política, que durante siete años ha hecho inviable cualquier intento de reforma del sistema electoral que establezca las condiciones necesarias para mejorar la calidad de la representación política, y donde los parlamentarios de todos estos años tienen una gran responsabilidad.

El desgobierno de Castillo

Es muy posible que Pedro Castillo nunca imaginara que se convertiría en Presidente del Perú. Y, sin duda, no estaba preparado para ello. Lo más probable es que el dirigente sindical fuera considerado en su partido, el radical izquierdista “Perú Libre”, sobre todo como un captador de votos para los candidatos al Parlamento. De allí que Castillo llegara al poder sin un programa serio de gobierno, y que posteriormente, cuando la oposición comenzó a cercarlo con la amenaza de destituirlo, sus principales políticas se redujeran a estrategias para la sobrevivencia del régimen.

Es cierto que al inicio, Castillo pareció marcar una línea propia, al incorporar en su gabinete de ministros a personajes de la izquierda centrista. Sin embargo, con el paso de los meses, Castillo terminó asumiendo la línea política del líder de su partido, el condenado por corrupción Vladimir Cerrón, presumiblemente, por temor a perder el apoyo de su bancada parlamentaria. Pero esta línea política tampoco se tradujo en un programa coherente de gobierno. Por el contrario, en aquellos meses, la norma entre los que se incorporaban al Ejecutivo parecía ser el desconocimiento de la gestión pública, la improvisación y, según diversas investigaciones, también la corrupción. De allí que en ámbitos tan sensibles entre sus propios votantes, como los del desarrollo agrario y la gestión educativa, este gobierno haya significado un verdadero retroceso para el país.

Ciertamente, no puede obviarse en cualquier análisis del régimen de Castillo, el impacto que debió tener en él y en sus colaboradores, el entorno social adverso con el que se encontró al asumir el poder, un escenario marcado por la narrativa fraudista y por el no menos grave desprecio de su condición de hombre andino y campesino. En este sentido, es posible imaginar que un ambiente simplemente más democrático entre la clase política limeña, pudo haberlo presionado y empoderado ante las directivas de Cerrón y su bancada, de cara a un gobierno más sostenible. Pero lo real es que en sus meses de gobierno, Castillo se encargó por sí mismo de ganarse el rechazo, no solo de los que votaron por Fujimori, sino de muchos de sus propios votantes, quienes ante el escenario de la segunda vuelta, vieron en él una alternativa frente a la corrupción y al autoritarismo.

La expresión mayor del estilo elegido por Castillo para gobernar, fue su intento de golpe de estado. En un acto sorpresivo para la misma oposición, que ciertamente buscaba la forma de destituirlo, Castillo apareció el 7 de diciembre en cadena nacional, anunciando la disolución del Parlamento y la puesta en marcha de un “gobierno de emergencia”. Lo insólito es que, sin embargo, Castillo no contaba con los respaldos necesarios para hacer efectiva esta declaración, es decir, ni con el sostén de las fuerzas armadas, ni con el apoyo de la población, razón por la cual fue inmediatamente detenido, destituido por el Parlamento y puesto a disposición de la justicia. En suma, se trató de un acto ajeno a toda lógica política y, en este sentido, el colofón de un gobierno sin compromiso con la democracia, ni norte ideológico, más allá del valor que significó el ascenso al Ejecutivo de un hombre ajeno a las esferas tradicionales de poder.

En esta línea, un daño importante ocasionado por Castillo y sus colaboradores al proceso democrático peruano es el desprestigio causado a los líderes sociales de las poblaciones marginadas del país, en la medida en que estos han visto afectadas sus perspectivas políticas, a causa de la pésima gestión de uno de los suyos. Ciertamente, Castillo nunca fue bien valorado por las élites peruanas, pero al ganar las elecciones se podía pensar que ello contribuiría a que otros liderazgos ajenos a la política limeña y desvinculados de los grandes capitales, pudieran ir ganando terreno ante la opinión pública de los sectores medios, como lo consiguió, de algún modo, el expresidente Ollanta Humala. Hoy, esta posibilidad ha perdido mucha fuerza, luego de que Castillo, al igual que algunos de sus predecesores, haya terminado encarcelado por atentar contra el sistema democrático y enfrentando serias acusaciones de corrupción.

La complejidad de las protestas

Sucedida la destitución de Castillo, Dina Boluarte, su vicepresidenta y correligionaria en Perú Libre, asume la Presidencia de la República por sucesión constitucional el 7 de diciembre de 2022. Inicialmente, el foco de la atención de los medios y analistas limeños estuvo puesto en el destino de Castillo y en la relación Boluarte-Parlamento, por lo que pocos imaginaron la ola de convulsión social que desencadenaría el relevo presidencial. No obstante, la reacción de los electores de Castillo fue inmediata, y en varios puntos del país se suscitó una serie de protestas que en poco tiempo fue acompañada de actos vandálicos.

El móvil principal de las protestas ha sido, desde el comienzo, el rechazo a la destitución de Castillo por parte del Parlamento y la designación de Boluarte como Presidenta. Y los ciudadanos que expresan este descontento se han venido manifestando, fundamentalmente, de manera pacífica. Sin embargo, a ellos se sumaron pronto grupos violentos cuya agenda ha sido sembrar el caos, bloqueando carreteras, destruyendo sedes de entidades estatales o intentando tomar aeropuertos regionales. No es difícil imaginar que se trate de grupos con ideología política radical, pero no se descarta la infiltración en las manifestaciones de mafias ligadas al narcotráfico y a la minería informal.

El problema es que la respuesta del gobierno de Boluarte al conjunto de las protestas ha sido desde el comienzo una represión violenta, indiscriminada y desproporcionada, y que ello haya traído como consecuencia trágica, el que en estos tres meses y medio de convulsión social, 49 civiles hayan fallecido por acción de las fuerzas del orden (en total, el número de fallecidos por distintas circunstancias ligadas a las protestas, asciende a 67). No obstante, Boluarte y el primer ministro Alberto Otárola se han negado a reconocer los excesos de la intervención armada y, en la práctica, también a facilitar la realización de una investigación rigurosa del origen de las muertes. Gracias a los múltiples registros realizados por los ciudadanos con sus teléfonos celulares y a las investigaciones de medios de comunicación nacionales e internacionales hay, sin embargo, suficiente evidencia sobre la desproporción en el uso de la violencia por parte de las fuerzas del orden.

Esta dura represión, y en general, el mal manejo de la crisis por parte del gobierno, llevaron luego, ya no solo a los manifestantes, sino a la mayoría de la población, a demandar la renuncia de la Presidenta. Boluarte reaccionó proponiendo en distintas ocasiones un adelanto de las elecciones generales, primero para abril de 2024 y luego para este mismo 2023, pero los parlamentarios descartaron reiteradamente toda posibilidad de acortar el ciclo de gobierno. De allí que la población rechace incluso con más fuerza al Parlamento, en tanto lo percibe desconectado de sus demandas, cuando según una encuesta de finales de febrero elaborada por el Instituto de Estudios Peruanos, la ciudadanía exige en un 69% el adelanto de las elecciones (según la encuesta de Ipsos de abril, el Parlamento tiene el rechazo del 84% y Dina Boluarte del 77% de la población).

Ahora bien, ¿qué hay exactamente detrás del rechazo de los manifestantes a la destitución de Castillo y a la designación de Boluarte como Presidenta? En un primer nivel se trata, efectivamente, de la defensa de su opción política por parte de la población que apoyó a Castillo. Este sector resintió no solo la renuencia de la élite político-económica peruana a respetar su voto, hasta el punto de intentar invalidarlo con argucias legales, sino también la beligerancia de la derecha parlamentaria ante el gobierno de Castillo, a través de forzadas amenazas de destitución e incluso de la limitación de su asistencia a reuniones internacionales. Boluarte, a su turno, es percibida en este sector de la población como una traidora, que en lugar de solidarizarse con Castillo y honrar a sus votantes, cedió al afán de poder y pactó con la derecha del Parlamento, entregándose a sus intereses.

Pero a un nivel más profundo, existe también entre los que protestan contra la destitución de Castillo un sentimiento de indignación por lo que perciben como una muestra extrema del desprecio de las élites criollas, y en particular limeñas, por la población andina. No es gratuito que el núcleo de los manifestantes esté conformado por ciudadanos con raíces indígenas, provenientes de las regiones sureñas de Puno, Cusco y Ayacucho. Queda hoy más claro que los votantes que otorgaron a Castillo el pase a la segunda vuelta se sentían identificados no solo con sus ideas radicales de cambio, sino también con su origen andino y campesino. Es decir, sentían que era uno de ellos, y es por esto que al ocurrir su destitución, cierto sentido de pertenencia los volcó masivamente a las calles, exigiendo incluso su restitución.

Así las cosas, esta última ola de protestas puede ser comprendida como una liberación, en grado extremo, de la indignación acumulada en las poblaciones andinas por su histórica discriminación y por su concomitante exclusión de las esferas de poder. Pero por su magnitud se trata, además, de un hecho singular en la vida social peruana, en la medida en que las protestas han cristalizado cierto empoderamiento del Perú andino y rural en el ámbito de la defensa de sus derechos políticos, aun cuando hoy las manifestaciones hayan perdido fuerza, a causa de la brutal represión y las emergencias climáticas. ¿Cuándo se había visto a una mujer quechuahablante enfrentar en Lima a la policía de la manera como lo hizo la ayacuchana Aída Aroni, según se aprecia en la foto que acompaña este texto? Una vez “tomada” Lima es difícil imaginar que esto no pueda volver a ocurrir cuando la ciudadanía campesina se vuelva a ver gravemente vulnerada en su dignidad.

La democracia en emergencia

¿Qué dicen, finalmente, todos estos acontecimientos sobre la democracia en el Perú? Parece claro que la cultura democrática, en general, experimenta en el país su nivel más bajo desde la caída del régimen de Alberto Fujimori. Y que también desde esa época, el sistema democrático, que ha resistido a décadas de inestabilidad política, no se había visto tan amenazado en su institucionalidad.  

El proceso electoral del 2021 hizo aflorar toda una serie de actitudes racistas, sectarias, intolerantes y autoritarias, que en muchos espacios no ha hecho sino exacerbarse con los nuevos acontecimientos políticos, socavando así todo lo avanzado en términos de participación, diálogo, respeto y búsqueda del bien común, que son la base de toda cultura democrática. Asimismo, la institucionalidad democrática se ve cada vez más amenazada al perder legitimidad de manera vertiginosa, cuando por una parte, hay 67 fallecidos en las protestas y el Poder Judicial es incapaz de realizar una investigación seria y eficiente sobre quiénes son los responsables de tanta muerte, y por otra, el Parlamento, dominado por sectores conservadores de derecha e izquierda, parece enfocado en relevar a las autoridades de las principales instituciones del Estado con personas afines a sus intereses, para no hablar de su falta de credenciales democráticas.

En este sentido, lo que pasa en el Parlamento es particularmente elocuente sobre lo que viene ocurriendo con la democracia en el Perú, porque lo que se libra allí es la pugna entre el proyecto de la derecha conservadora para mantener sus privilegios, y el proyecto de la izquierda conservadora para tomar parte de esos privilegios. Ahora bien, aun cuando los dos grupos difieran en el discurso y en las normas con carga ideológica que promueven, en el fondo coinciden en el abordaje del Estado como un botín, por cuya disponibilidad pueden incluso votar juntos. En este programa autoritario, ambos señalan como su principal adversario al grupo minoritario de los liberales de centro derecha y los socialistas de centro izquierda, englobados bajo la denominación de “caviares”. Unas recientes declaraciones de la expresidenta del Parlamento, la derechista María del Carmen Alva, lo expresan bastante bien: “los caviares […] se quedaron sin Tribunal Constitucional”. Así las cosas, lo que cabe esperar en estos tiempos es una propuesta política que pueda hacer frente a los proyectos autoritarios que han cobrado enorme fuerza y amenazan con llevar al Perú al caos social. Luego de casi tres años de pandemia y con toda la violencia desatada, cuyas víctimas son en primer lugar los pobres, no es tiempo para agendas particulares. El contexto peruano parece exigir, más bien, algún tipo de coalición política que, yendo más allá de las divergencias ideológicas y sin pretender volver a la democracia monocultural de otras generaciones, asuma como proyecto bandera algo tan clásico como la defensa de los derechos y de la institucionalidad democrática.

Deyvi Astudillo, S.J.

Es doctor en Filosofía por la Hochschule für Philosophie München (Alemania), licenciado en Comunicación por la Pontificia Universidad Católica del Perú y teólogo por el Centre Sèvres (Francia). Trabaja en la unidad de Bienestar y Formación Estudiantil de la Universidad del Pacífico (Lima) y en el Sector Social de los Jesuitas del Perú. Dirige la Revista Intercambio (https://intercambio.pe/).

deyviastudillo@jesuitas.pe