103 / SEP-DIC 2021

El Salvador. La democracia en crisis

EDICIÓN 103 SEP-DIC 2021

Por José M. Tojeira S.J.

El mal estado de la democracia en Centroamérica, exceptuando Costa Rica y Panamá, es crónico. Pero en el último decenio, la situación se ha agravado. Tanto en Honduras como en Nicaragua, se han producido reelecciones de los presidentes en curso, prohibidas por las respectivas Constituciones. Guatemala, tras un desarrollo de la sociedad civil que había logrado juzgar y encarcelar por corrupción a varios expresidentes, e incluso deponer a uno de ellos, entró en un proceso claro de retroceso, eliminando la institucionalidad y el apoyo internacional que le había permitido incluso juzgar delitos de lesa humanidad cometidos por dictadores militares. Nicaragua se está convirtiendo en una dictadura represiva, acumulando crímenes contra la vida, la libertad y la integridad de las personas. Y Honduras, con el fraude electoral, la corrupción y la influencia de la droga, ha caído en un enorme descrédito, al tiempo que ha desaprovechado el inicio de un posible saneamiento, al menos parcial, al cerrar el trabajo de la MACCIH (Misión de Apoyo Contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras), apoyada desde la OEA.

El Salvador, si bien caminaba en una ruta más apegada a un constitucionalismo democrático, se vio severamente afectado, tras el triunfo contundente del nuevo presidente Nayib Bukele, en las elecciones de principios de 2019. Los intentos de los partidos tradicionales por impedirle el acceso a las elecciones fueron superados por el joven aspirante, quien negoció con un partido ajeno su candidatura, y su triunfo fue certero. Desde el día de su toma de posesión, mostró un tono desafiante y crítico respecto de los gobiernos anteriores, a los que tachaba sistemáticamente de corruptos. Acusaba a los partidos ARENA y FMLN, que gobernaron durante los 30 años anteriores, de alianza de corruptos contra él. Todo ello, seguido de un fuerte acompañamiento mediático, especialmente en las redes. Tomaba, al mismo tiempo, algunas medidas más cosméticas que estructurales, lo que hacía pensar en una eficacia mayor, derivada de un gobierno más juvenil y dinámico. Sin embargo, tanto los ataques que los partidos tradicionales hacían, incluidas trampas para impedirle participar en las elecciones, así como las agresivas respuestas del nuevo presidente contra ellos, hacían prever que pronto se gestaría una fuerte crisis.

Foto del entonces presidente Salvador Sánchez Cerén y alcalde de San Salvador, Nayib Bukele.

Y ese momento llegó el 9 de febrero de 2020. El nuevo gobierno, al tiempo que prometía grandes obras, había recibido un país, ya de por sí, severamente endeudado. La pelea por la aprobación de más deuda contra una Asamblea Legislativa en la que no había ni un solo diputado de su partido, era difícil, por lo cual la bronca y el insulto se repetían con frecuencia en el vocabulario de Bukele. El presidente había conseguido ya la aprobación de créditos, pero insistía en un préstamo de 109 millones de dólares para fortalecer al Ejército, implicado en labores de seguridad, y a la Policía. Los partidos tradicionales, que aún dominaban la Asamblea Legislativa, le ponían dificultades, revisando exhaustivamente los detalles, e insistiendo en preguntas sobre el uso del dinero, las cuales no acababan de ser respondidas. De hecho, la relación entre la Presidencia y la Asamblea fue conflictiva desde el inicio del nuevo gobierno, y tenía sus momentos más tensos, cada vez que el presidente solicitaba la aceptación de nuevos préstamos. En medio de dicha tensión, el presidente Bukele convocó, junto con su Consejo de Ministros, a la Asamblea Legislativa, de un modo que la mayoría de los diputados consideraron irregular. Y aunque tales diputados no acudieron a la cita, el presidente entró al recinto de la Asamblea, apoyado por soldados y policías fuertemente armados. Se sentó en la silla del presidente de dicha corporación, amenazó con volver el domingo siguiente si no aprobaban el préstamo solicitado, y advirtió que tenía la capacidad de “apretar el botón”, haciendo notar que, si no lo hacía, era porque Dios le “había pedido paciencia”.

El proceso de autoritarismo creciente comenzó ahí. Pero conviene hacer un alto y explicar el porqué del éxito del joven presidente: El fin de la guerra civil salvadoreña y la firma de los acuerdos de paz entre las partes en conflicto en 1992, habían despertado altas expectativas de desarrollo. Pero los partidos políticos, incluido el FMLN, que ocupaba totalmente la que podíamos llamar posición de izquierda del país, iniciaron muy pronto, un proceso de reparto de puestos, mientras el desarrollo económico y social avanzaba en cámara lenta.

Los veinte años de gobierno del partido de derecha, ARENA, estuvieron plagados de corrupción, así como, los otros diez del FMLN se cundieron de ineficiencia. La violencia creció enormemente, llegando el país a sumar en un año, 103 homicidios por cada 100.000 habitantes. El rápido desarrollo de las “maras” o pandillas en la posguerra, elevó la inseguridad. Las respuestas fueron generalmente de “mano dura”, fortaleciendo las leyes y tolerando fácilmente ejecuciones extrajudiciales, llevadas a cabo especialmente por la Policía. Así, el miedo a la violencia se sumó a la pobreza como causa de la migración, por lo cual el desplazamiento forzado interno se convirtió en parte de la vida de muchos, multiplicando las peticiones y búsqueda de refugio y de ayuda humanitaria internacional.

En medio de la dura situación, sin embargo, la democracia fue ampliando su institucionalidad. La Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos, el Instituto de Acceso a la Información Pública, una serie de reformas judiciales, especialmente de cara a la elección de la Corte Suprema, la desmilitarización de la Policía y de la sociedad, la limpieza de las elecciones y un espíritu de diálogo político y negociación, mantuvieron a una exigua clase media estable, con la esperanza de un desarrollo democrático digno y permanente. No obstante, la corrupción y el deficiente funcionamiento de macroestructuras sociales, como las del sistema de justicia o la educación y la salud, aceleraron el desprestigio de los políticos. Además de la pobreza, el muy extendido trabajo informal, la violencia y la desigualdad, y la desventajosa comparación con los salarios que los parientes migrantes recibían en Estados Unidos, resaltaban el preocupante y lento proceso de mejoría económico y social.

Foto: Unfinished Sentences

Un estudio-informe del PNUD de 2016, hablaba de un 20% de la población en clase media estable, un 47% calificado como población no pobre pero vulnerable, un 32% en pobreza, y un poco menos del 1% como el segmento en riqueza. Tras la finalización de la guerra, el descenso de la pobreza fue notable. Pero mientras la clase media avanzaba lentamente, la mayoría de los pobres pasaban a ser no-pobres vulnerables. Y era aquí donde el descontento se agudizaba. Los no pobres vulnerables, con mayor educación y que aspiraban a llegar a ser parte de la clase media estable, no encontraban posibilidades reales en el país. La aparición de un joven político, inicialmente en el FMLN, que solucionaba problemas concretos como el del agua en aquella primera comunidad en la que fue elegido alcalde, que contaba con un excelente aparato de propaganda (uno de sus negocios era una agencia de publicidad), que no se mordía la lengua al criticar a los partidos políticos, incluido el propio, creó rápidamente expectativas en amplios sectores de la población. Un modo de hablar abierto y claro, una apariencia de ejecutivo eficiente y de joven político rebelde, encandiló especialmente a los sectores más jóvenes de la población, justamente los más cansados de un discurso político de élites, sin repercusiones positivas en la vida de la mayoría de los ciudadanos. Aunque en el caso de la izquierda, el discurso se centrara en los derechos económicos y sociales, en ese terreno no se dieron mayores avances objetivos.

Y al contrario, en sus inicios el gobierno de Bukele redujo ostensiblemente la criminalidad, y especialmente, los porcentajes anuales de homicidios. Un discurso de mano dura, mezclado con un diálogo mantenido en secreto con las pandillas, a las que se les pedía disminuir la violencia a cambio de un mejor trato a sus miembros encarcelados, logró no solo la reducción de la violencia, sino el entusiasmo y la aprobación de mucha gente. Así mismo, su gestión de la vacunación, eficaz y rápida en el contexto centroamericano, hacía visible la capacidad ejecutiva del joven presidente. Su modo de hablar en público, criticando el pasado, y exhibiendo los éxitos de su gestión, exagerados o reales, con un tono entre confrontativo y burlón, cautivaba a mucha gente.

La pandemia supuso un avance en el proceso autoritario. Aunque la cuarentena domiciliar fue dura y larga, la gente vio en ella, la capacidad de un gobernante para enfrentarse a los intereses de una empresa privada muy desprestigiada, tanto por su voracidad, como por sus posiciones muy conservadoras y su despreocupación social. El presidente repartió comida durante buena parte de los tiempos de dificultad laboral, e incluso, en una ocasión, entregó 300 dólares a un alto número de familias necesitadas. Quienes por alguna razón violaban la cuarentena domiciliar eran llevados a “centros de contención”, y retenidos allí durante 30 días. Pronto se convirtieron para algunos, en una especie de cárcel, y para otros, en lugares de contagio de COVID-19. Pero de nuevo, la dureza del castigo, sumada al reparto populista de comida, servía para insistir en la propaganda de un presidente enérgico que combatía la desobediencia, y que era generoso con la población. Mientras tanto, los enfrentamientos seguían. La Sala de lo Constitucional declaraba inconstitucionales las medidas restrictivas impuestas vía decreto presidencial, tan frecuentes durante la pandemia, pues el recorte de derechos ciudadanos, solamente puede realizarse a través de leyes expedidas por la Asamblea Legislativa. El presidente contestaba diciendo que los magistrados de la Sala querían que los salvadoreños se murieran de COVID-19, mientras volvía a publicar nuevos decretos. Pero mucha gente, que nunca se benefició de un sistema judicial lento, despectivo con las víctimas y con cierta frecuencia corrupto, prefería apoyar a un presidente eficaz, castigador de quienes le desobedecían, y novedosamente generoso en tiempos de dificultad, en contraste con los gobiernos anteriores.

Foto: Presidencia El Salvador

El fuerte ambiente de polarización, se mantuvo a través de las redes sociales, con ataques continuos a las críticas del periodismo libre y a las instituciones políticas o de la sociedad civil que censuraban no solo el rumbo autoritario del presidente, sino su tendencia a resolver todos los problemas con deuda. La polarización en tiempos de crisis dio excelentes resultados electorales. A los dos años de obtenida la Presidencia, correspondía la elección de un nuevo trienio en la Asamblea Legislativa. El presidente tenía ya autorizado su partido, Nuevas Ideas, que logró un triunfo arrollador. El partido de la N, que jugaba con la N de Nayib Bukele y de su partido Nuevas Ideas, consiguió todavía más votos de los que había obtenido el presidente cuando ganó las elecciones con el 52% de los votos emitidos. De los 84 diputados que tiene la Asamblea, 56 pertenecen al partido de Bukele. Otros tres partidos pequeños y dependientes del actual gobierno, suman 8 puestos más. La oposición política quedó limitada a 20 diputados. Por primera vez en la historia reciente de El Salvador, la oposición carece de la capacidad de bloquear la mayoría calificada de dos tercios, necesaria para las grandes decisiones políticas parlamentarias.

Logo partido Nuevas Ideas

El triunfo electoral en la Asamblea, atribuido al “efecto Nayib”, abrió la puerta para que la tendencia autoritaria del presidente se reflejara en su control de prácticamente toda la institucionalidad del Estado. El mismo día de la toma de posesión de la Asamblea, se votó la destitución de los cinco magistrados que componen la Sala de lo Constitucional, incluido el presidente de la Corte Suprema, así como la destitución del Fiscal General. Aunque la Constitución dice que los magistrados de la Corte Suprema “podrán ser destituidos por la Asamblea Legislativa por causas específicas, previamente establecidas por la ley” (Art. 186), la única causa establecida fue la de oponerse a las medidas de recorte de derechos, llevadas a cabo por el presidente durante la pandemia. Y por supuesto, en un Estado débil como el salvadoreño, ni siquiera existía una ley que delimitara las causas específicas por las que se podía destituir a un magistrado. Al mismo tiempo que se controlaba el sistema judicial, se iniciaba una persecución política contra anteriores miembros del Partido FMLN, acusándolos de corrupción, apresando e incomunicando a algunos, y librando orden internacional de detención, que Interpol no ha obedecido por considerarla teñida de motivaciones políticas.

Para asegurar el control del sistema judicial por parte de los nuevos magistrados, la Asamblea Legislativa emitió posteriormente una nueva ley obligando a renunciar a todos los jueces mayores de 60 años o con treinta años de ejercicio de la judicatura. El grupo de los jueces que superaban la edad mencionada, constituía aproximadamente una tercera parte de los casi 700 jueces laborando en el sistema judicial. La ley además autoriza a la Corte Suprema, a cambiar arbitrariamente de puesto a los jueces, e incluso, a pasarlos de tribunales de segunda instancia a otros de primera instancia, sin tener que ofrecer explicaciones al juez trasladado. Por poner un ejemplo, un juez interino, que falló a favor del Estado en un caso particular, fue trasladado a una cámara de segunda instancia en la capital. El anterior titular de ese puesto, había sido trasladado a un juzgado de primera instancia fuera de la capital, como castigo por su oposición a esa ley de reforma judicial, que prácticamente atentaba contra la libertad de los jueces a la hora de dictar sentencia, dadas la presiones que, vía traslado, podrían tener. El premio y el castigo pasaron a ser mecanismo de control en el sistema. Y todo ello a pesar de que la ley de reforma judicial violaba la Convención de los derechos del adulto mayor del sistema americano de DDHH, que prohíbe taxativamente, la “discriminación por edad”, especialmente a partir de los 60 años, considerada además en El Salvador, como el inicio de la tercera edad.

Foto: Presidencia El Salvador.

Con el control absoluto de la Asamblea Legislativa, de la Corte Suprema y de la mayor parte del sistema judicial, de la Fiscalía General, del Tribunal Supremo Electoral, y del Instituto de Acceso a la Información Pública, el proceso autoritario del Estado ha llegado a su culmen. Pero el control unipersonal del Estado no da automáticamente el manejo de la realidad. Precisamente en el momento de mayor control y respaldo comienzan a abrirse grietas. El descontento empieza a manifestarse. Al endeudamiento que paraliza el gasto en medidas populistas de apoyo a sectores vulnerables, se han añadido otras decisiones de orden económico que han sembrado desconcierto y preocupación. La decisión de imponer legalmente un bimonetarismo entre el dólar, moneda oficial desde el año 2001, y la criptomoneda “bitcoin”, ha creado inseguridad tanto en personas como en instituciones. El descontento comienza así, a manifestarse masivamente en las calles.

La composición de los manifestantes ofrece una gran diversidad. En un recorrido rápido podríamos mencionar: Jueces descontentos con las medidas de reforma judicial; sectores de la población que no han cobrado lo que el Estado les adeuda, como los veteranos de guerra; mujeres comprometidas con sus derechos, indignadas con la inacción estatal ante el embarazo de adolescentes o los asesinatos y desapariciones de mujeres; periodistas denigrados desde el poder estatal; empresarios mal tratados por el propio afán de poder presidencial, así como defensores de derechos humanos, economistas y personas partidarias de un desarrollo económico y social digno, miembros de base de los antiguos partidos, son parte de la abigarrada multitud que se manifiesta pacíficamente en las calles. El Gobierno ha respondido burlándose de las manifestaciones y emitiendo una ley que, amparándose en el repunte de la pandemia, faculta perseguir y sancionar, incluso con penas de cárcel, a los organizadores de las manifestaciones.

Ante esta situación, el ciudadano se pregunta hacia dónde camina El Salvador. Nadie pone en duda que si la oposición cobrara demasiada fuerza, la represión podría aumentar y alcanzar niveles de tensión, con resultados imprevisibles. La percepción de muchos es que el gobierno de Nayib Bukele intenta permanecer a largo plazo en el poder, y está controlando todas las instituciones para establecerse sólidamente en el tiempo. De momento no da la impresión de que quiera llegar a unos niveles represivos que le lleven a condenas internacionales fuertes. El control de las instituciones le da seguridad en el presente. Ante la crítica norteamericana, proveniente del gobierno Biden, Bukele reacciona con una libertad contestataria, propia de un antiimperialista. Contrasta con la excelente relación sostenida con el entonces presidente Trump. Y no duda en encender las alarmas, insinuando las posibilidades de una nueva relación con China, lo que parece irreal para buena parte de los sectores más pensantes del país.

Foto: Trump White House Archived

La escasa liquidez y la dificultad para obtener nuevos préstamos, ha despertado el miedo no solo a la nacionalización de las pensiones, cuyos fondos desean utilizar como una especie de caja menor, sino al retorno del colón, la antigua moneda, que desataría muy probablemente una inflación muy grave para los sectores económicamente más débiles. El futuro es incierto, mientras el partido Nuevas Ideas sigue cantando las excelencias de su líder, y preparándose para gobernar en el largo plazo. La oposición no cuenta con líderes visibles y significativos ante un gobierno de gente joven, que ha recogido, en su ascenso al poder, a personas provenientes de los antiguos partidos, FMLN y ARENA, acostumbrados a la corrupción y al engaño.

La necesidad de que surjan nuevos liderazgos en la oposición es todavía una tarea pendiente. Mientras la democracia se convierte en un cascarón al servicio del poder, el gobierno actual se apoya especialmente en el Ejército, favoreciéndole presupuestalmente y acrecentando tanto su número, como su incidencia en la realidad cotidiana. Frente a los reclamos de justicia por los crímenes de lesa humanidad, cometidos en el pasado por la Fuerza Armada, el gobierno ha impedido la investigación en los archivos militares. Y al tiempo que el control unipersonal del poder aumenta, las grietas de inestabilidad social y política se extienden señalando un ritmo creciente de empeoramiento de la situación del país, mientras el diálogo y la negociación son los grandes ausentes.

Foto portada: Presidencia El Salvador

No.-103-Revista-Cien-Dias

José M. Tojeira S.J.

Licenciado en Teología por la Universidad de Comillas, España. Provincial de la Provincia Centroamericana de la Compañía de Jesús, rector de la Universidad José Simeon Cañas, UCA de El Salvador. Publicaciones, artículos de opinión ético-políticos y de DDHH.

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