Por Fernán González, S.J.
La afirmación de Hernando Gómez-Buendía (Gómez B, 2021a y 2021b) sobre la escasa representatividad de los promotores del Paro frente a la realidad multifacética de las protestas de estos meses, ilustra, a mi modo de ver, el trasfondo político de las movilizaciones, que están expresando una enorme crisis de representatividad política de lo social. Esta movilización rebasó los canales normales de expresión de la institucionalidad política y social, al tiempo que evidenció la incapacidad del Estado para responder al descontento social de los pobladores, organizados al margen de los canales establecidos institucionalmente.
También expresó las dificultades de los movimientos sociales existentes para canalizar las tensiones de las poblaciones no vinculadas a sus membresías. Se refleja, por otra parte, la
distancia entre la lógica de negociación reivindicativa de los promotores del paro, de carácter
gremial o sectorial, y el lenguaje agresivo de búsqueda de inclusión de sectores juveniles y barriales, escasa o marginalmente vinculados a la vida institucional. Esto explica porqué los promotores del paro se negaban a descalificar la estrategia de los bloqueos, como exigía el gobierno central, pero también por qué algunos mandatarios locales intentaban buscar salidas negociadas, rechazadas o miradas con suspicacia por funcionarios y políticos del orden central, como lo evidenció el llamado a interrogatorio del alcalde de Cali por la fiscalía general de la Nación.
Una larga historia de desencuentros
La incapacidad estatal para articular poblaciones, organizadas al margen de la institucionalidad, se había manifestado en áreas rurales periféricas: el nacimiento de las FARC se asocia a la incomprensión estatal frente a las “repúblicas independientes” de los años 1960, mientras que el surgimiento del ELN en zonas como Arauca, se vincula a la falta de respuesta adecuada del Estado frente a las protestas campesinas de esa región. Hoy este problema no sólo se presenta en regiones rurales de la periferia, sino en ciudades grandes e intermedias, cuya institucionalidad se ve desafiada por una población de jóvenes urbanos, ubicados en barrios periféricos, con enormes dificultades para insertarse en la economía informal, el sistema educativo vigente y la vida política existente.
Esta situación se agrava por el desdibujamiento de la capacidad de las redes clientelares de los partidos tradicionales, para articular a las poblaciones subordinadas y vincularlas, de alguna manera, a la lógica del Estado, mediante la tramitación de las demandas de los pobladores frente a la institucionalidad. Este desdibujamiento de los partidos tradicionales corresponde al tránsito de un sistema bipartidista a uno multipartidista, favorecido por la Constitución de 1991, que también se enmarca en el contexto de la creciente autonomización de los niveles regionales y locales de la política con respecto al centro, tanto del Estado como de los partidos.
La insatisfacción creciente frente a la institucionalidad
Esta crisis política manifiesta un problema mayor: la profunda desconfianza de buena parte de la población en las salidas institucionales, que se concreta en el aumento de insatisfacción ante la forma como funcionan las instituciones estatales. Entre 2012 y 2020, según el Observatorio de los Andes, se observa un creciente rechazo a la clase política y a los mecanismos institucionales de
representación política: en 2020, el nivel de simpatía por los partidos se redujo a 20%. Esto significa que 80% de los entrevistados no se identifica con ningún partido político,
Este precario 20%, se concentra, en un 63%, en los partidos Colombia Humana, Liberal y Centro Democrático, con un contraste entre el crecimiento de 11% de los simpatizantes de la Colombia Humana de Gustavo Petro, que pasaron del 20% al 31% entre 2018 y 2020, y la caída del Centro Democrático, que pasó del 28% al 22%. Por otra parte, se destaca el escaso nivel de participación política: sólo 3 de cada 10 colombianos participa en reuniones de partido o movimientos sociales, mientras que en las JAC y juntas de mejoras hacen parte el 49.8% y 43,1 % respectivamente, y el 67,9 % en reuniones de organizaciones religiosas. (Observatorio, 2020). Se señala además una favorabilidad decreciente de líderes políticos como Uribe (pasa del 30% al 20%), Duque (del 21% al
18%), Vargas Lleras (del 30% al 18%). Y, en medio de la ola de protesta social, la desfavorabilidad de Duque sube del 49,4% al 58.7%; la de Uribe del 60 al 73%; la de Petro del 45% al 48%, y el 55.6% no aprueba el manejo del paro por parte de Duque. Según el último sondeo de Datexco, el rechazo a Duque pasa del 72%, para subir, después del atentado en Cúcuta.
Esta insatisfacción social se refleja en el profundo deterioro de la confianza en la Policía Nacional, entre 2004 y 2020, especialmente respecto del ESMAD, al lado de alguna confianza en las Fuerzas Armadas, debido a los escándalos de corrupción y a los excesos en el uso de la fuerza en los
últimos años, que se añaden a la percepción de inseguridad generalizada por buena parte de la
ciudadanía (Observatorio, 2020). Estas percepciones de abusos policiales explican, en parte, el protagonismo juvenil en las protestas, que recoge los sentimientos de desesperanza, rabia y crispación, ante el aumento del desempleo juvenil y la deserción en colegios y universidades. El estudio del Laboratorio Javeriano de la Juventud y la fundación SM muestra que la confianza de los jóvenes en los partidos es apenas del 7%, en el Congreso del 10%, en el presidente del 12%, el sistema judicial del 15%, y en los sindicatos del 18%. Es un poco mejor la confianza en la Policía (26%), organizaciones de la sociedad civil (28%), medios de comunicación (30%), empresa privada (37%) y Fuerzas Armadas (46%). Sólo el sistema educativo sobrepasa el 50% con 58% (El Espectador, 2021a, pp. 2-3).
Por eso, aclara Alejandro Gaviria, rector de la U de los Andes, que el movimiento no refleja “el diseño inteligente de una gran conspiración internacional”, pero sí adolece de problemas serios de
representatividad: nadie puede arrogarse su vocería, pues se trata de grupos e intereses distintos, que hacen difícil la negociación con el Estado (Alejandro Gaviria, en El Tiempo, 2021a, p 1.4). Esos intereses distintos de jóvenes y grupos sociales se vieron unificados por la inoportuna propuesta de reforma tributaria del ministro Carrasquilla, que, bajo el pretexto de la necesidad de financiar el aumento del gasto social, buscaba equilibrar, tanto la disminución de recursos fiscales que resultaba de la reforma de 2019, como el aumento del gasto público, necesario para el manejo de la pandemia, con medidas regresivas, tales como el aumento de la tributación de las clases medias, la ampliación del IVA y el mantenimiento de las exenciones al gran capital.
La “tormenta perfecta”: el paro nacional de abril y mayo
La propuesta de Carrasquilla, en un contexto de descontento social generalizado, hizo que el paro promovido por sindicatos y grupos estudiantiles se convirtiera en una protesta masiva, extendida a ciudades grandes, intermedias y pequeñas, la cual sobrepasó notablemente las bases sociales de
sus organizaciones, pues recogía las múltiples expresiones de ese descontento: camioneros independientes enfrentados a sus dirigentes gremiales, campesinos opuestos al bloqueo de las vías, pobladores opuestos a los peajes excesivos para el ingreso a sus ciudades, habitantes descontentos de barrios marginales, jóvenes sin trabajo ni acceso a la educación, y otros grupos minoritarios. Esto refleja la enorme distancia de buena parte de la población de ciudades grandes e intermedias, frente a las instituciones existentes, y el rechazo a la clase política, alimentado por la crisis económica y social de la pandemia, que ha evidenciado las profundas desigualdades del país en todos los terrenos. Se produjo así, un resurgimiento de la protesta social, general izada pero multiforme, ocurrida desde la segunda mitad del 2019, y que no se agotó con logros iniciales, como el retiro de la reforma tributaria y las renuncias de los ministros Carrasquilla y Blum (Guerrero 2021).
Entre otras cosas, porque los abusos policiales en el manejo represivo de las manifestaciones proporcionaron una nueva motivación a la protesta, centrada en la búsqueda de garantías para la protesta social, a pesar de las advertencias de Petro, quien pedía suspender el Paro y proclamar una victoria parcial, para no despilfarrar el capital político logrado, al extender unas protestas sin propósito claro. Sin embargo, la incapacidad de respuesta adecuada a la protesta, con abusos y
uso desproporcionado de la fuerza, con ocasión de incidentes vandálicos y anárquicos, de carácter aislado, que desvirtuaban la naturaleza pacífica de las protestas organizadas, profundizaron la distancia entre la población y la Policía, llevando a una mayor coordinación de la resistencia de los protestantes en algunas zonas de las ciudades.
La expansión inercial de la protesta por los logros alcanzados hizo que la movilización se ampliara a las ciudades intermedias, en una confluencia de movimientos regionales y locales, que utilizaron la dinámica del Paro nacional para la gestión de sus propias reclamaciones. Esta expansión del Paro convirtió al Comité Nacional de Paro – CNP, nada homogéneo internamente, en una sombrilla de unidad simbólica, que buscaba darle alguna expresión institucionalizada al descontento general, al tiempo que lo aprovechaba para gestionar las reivindicaciones concretas de sus afiliados y grupos afines, como estudiantes y maestros (Gómez Buendía, 2021a, b y c). Como confesaban algunos de sus dirigentes, el CNP era muy consciente de que la protesta cubría nuevos intereses, más allá de su agenda oficial.
Las consecuencias de esta ambigua situación eran obvias: la compleja relación con la vinculación oportunista de grupos marginales e intereses sectoriales, con motivaciones y estilos de acción diferentes del manejo de corte sindical del CNP: guardia indígena, comités barriales, gremio de transportadores, etc. Esto traía consigo problemas concretos, como la resistencia del CNP a condenar la práctica de los bloqueos, que era la exigencia del gobierno para negociar, y su insistencia en el respeto a la autonomía de sus organizadores locales, que sólo hacía posible su invitación a suspender los bloqueos, y la creación de corredores humanitarios para moderar su efecto en la población. Otra consecuencia de la carencia de un liderazgo claro y de un proyecto político que unificara la multitud de los diversos reclamos para transformarlos en propuestas concretas (Duncan 2021, 1.15), fue que la motivación de esta segunda fase de la movilización social, se centró en las garantías para la protesta social y la condena presidencial de abusos
policiales, ligadas a la no declaración de conmoción interior, el retiro del Ejército y el ESMAD del control de las protestas, y el desplazamiento a un segundo plano, de otras peticiones como: no retorno a la presencialidad en el sistema educativo, renta básica mínima, defensa de la producción nacional, freno a la erradicación forzada de cultivos de uso ilícito, participación en
el plan nacional de vacunación, y no discriminación de género.
La lectura complotista del paro: la “revolución molecular disipada” de Uribe
En contraste con la complejidad de los problemas subyacentes a la protesta, el simplismo de su lectura por parte de algunos comentaristas, desde un supuesto complot organizado, aparece en artículos como el de María Clara Ospina, para quien la democracia colombiana está bajo el ataque de “una agresión bien concertada y planeada hasta el último detalle contra el gobierno legítimo de Iván Duque”, con la coordinación de “los comunistas de siempre” que se tomaron el poder en Cuba, Nicaragua y Venezuela. Así, lo que ocurre en Colombia no tiene nada de espontáneo, sino que obedece a un plan calculado y ejecutado con maestría, como los que pretendieron tomarse el poder el 9 de abril de 1948, y los movimientos comunistas del siglo XX, que no terminaron con la caída del Muro de Berlín, sino que revivieron para amenazar la estabilidad de países como Francia, España y Chile. Ese complot, que destaca la labor de “jóvenes bien entrenados”, mezclados con los manifestantes pacíficos, para ejecutar actos vandálicos, evidencia el carácter puramente político de los movimientos de protesta, “promovido por los enemigos de la democracia, donde se ve la mano de Maduro, “el peor enemigo de la democracia colombiana”, y también la de Petro, que está cumpliendo “su nefasta promesa” de “mantener permanentes revueltas en las calles” (Ospina, 2021, 2A).
En sentido semejante, Saúl Hernández Bolívar señala el importante papel de “la guerra para derrocar al presidente Duque” en la narrativa criminal del paro, bajo el pretexto de la lucha contra la reforma tributaria (Hernández, 2021, 4 A).
Sostiene que los convocantes del paro perdieron el control de la situación, si la tuvieron alguna vez, que ha pasado a manos del ELN, la Nueva Marquetalia y otras organizaciones criminales,
unidas por el narcotráfico y sus vínculos con “el sátrapa Maduro, y atizadas por Petro” (González, 2021a, 2A).
Para Diego Arango Osorio las protestas se prestan al caos y a la violencia, porque están infiltradas, lamentablemente, por movimientos político opositores al gobierno: los principales promotores del paro son líderes de izquierda, algunos de ellos provenientes de grupos guerrilleros urbanos, como “antiguos militantes armados del M19” (Arango, 2021, p. 4A). Por su parte, José Félix Lafaurie niega el carácter espontáneo de los bloqueos y ataques a los peajes en las vías intermunicipales: se trata de acciones terroristas diseñadas en un ataque combinado para acorralar a Bogotá, Cali, Medellín, Bucaramanga, Neiva, Tunja y otras capitales. Es “la guerra del narcoterrorismo de izquierda, concebida en el Foro de San Pablo y el Grupo de Puebla, apoyada por Maduro desde afuera y Petro desde adentro”, que responde al “modelo de la revolución molecular disipada” (Lafaurie, 2021, p 2A).
El término de “Revolución molecular disipada”, popularizado por Uribe para reeditar la polarización en contra del castrochavismo, fue elaborado por Alexis López, un entomólogo chileno, para quien las movilizaciones recientes en Ecuador, Chile y Colombia obedecen a un plan orquestado por la izquierda para desestabilizar los gobiernos democráticos del hemisferio (“No nos crean tan moleculares”, Editorial de El Espectador, 2021, p.18). Según esa teoría conspirativa, desde esos pequeños escenarios de protesta, anónimos e inmediatos, de “baja intensidad”, la población inconforme puede ir generando cambios, que servirían de punto de partida para deconstruir las estructuras dominantes (El Nuevo Siglo, 2021, 5A).
Para el excoronel John Marulanda, presidente de ACORE, la protesta social debería verse desde la perspectiva de la Guerra Fría, ubicando a Colombia como un peón estratégico en la lucha de intereses extracontinentales y regionales, como los de China y Rusia, que pretenden desestabilizar a Colombia por su carácter de aliada histórica de los Estados Unidos, usando el narcotráfico como instrumento y a Venezuela como plataforma. Por ello, denuncia la presencia de “soldados rusos” en la frontera colombovenezolana, el uso de aviones chinos de combate por parte de las fuerzas armadas venezolanas y los ciberataques desde Rusia. Así, se ha transformado la violencia rural, en violencia en las calles, mediante “un ataque armado, terrorista y vandálico”, promovido por las
FARC y el ELN, con el apoyo de Venezuela y del narcotráfico, reforzado por una exitosa estrategia comunicacional, que ha logrado crear una opinión adversa al gobierno y a la Policía (Marulanda,
2021, p. 1.16).
Para Pastrana, la autoría del andamiaje criminal contra Colombia es la narco dictadura de Maduro, como mostraban sus amenazas en el foro de San Pablo (2019), y las afirmaciones de Diosdado Cabello sobre la próxima llegada de las brisas de la revolución bolivariana a Colombia (Lozano, 2021 p,1.8). En cambio, el exfiscal Néstor Humberto Martínez, hace recaer la responsabilidad en las instigaciones de Petro, que ha convocado la marcha más grande de la historia de Colombia, y cuyos partidarios han contribuido a la financiación de la organización de la llamada Primera Línea, diseñada para defender a los protestantes frente al ESMAD (Martínez 2021).
En su defensa frente al Congreso, el ministro Molano pasó de la defensa de la actuación de la fuerza pública, a una lectura complotista de la protesta social, cuya criminalización de los bloqueos, lo llevó a asociar a los vándalos con grupos subversivos, y a anunciar la captura de personas vinculadas a redes urbanas del ELN y a disidencias de las FARC, con apoyo de los dineros del narcotráfico, y movilizados por noticias falsas de redes de México, Venezuela, Bangladesh y
Rusia. Según el ministro, se trató de “un esfuerzo sistemático, premeditado, financiado”, para
desestabilizar y atacar a la justicia y a las unidades de reacción inmediata de la Fiscalía. (Molano, 2021b, 1.2). Señaló la participación de grupos como el JP M-19 y el Movimiento Bolivariano, organizados por el ELN y las disidencias de las FARC, coordinados con grupos locales de vándalos (Molano 2021a p.6).
Sin embargo, otros medios y funcionarios creen que no hay suficiente evidencia para sostener la existencia de un proyecto planificado conjuntamente por las disidencias de las FARC y el ELN, cuya alianza parece poco verosímil, aunque no se descartan acciones marginales, planeadas por células urbanas y acciones espontáneas de simpatizantes de esos grupos, junto con acciones oportunistas de grupos delincuenciales y pandillas juveniles (El Espectador, 2021d, p.5; El Espectador, 2021e, p.2).
Las paradojas de la movilización social
La mirada homogenizante y simplista del enfoque complotista, contrasta con la compleja realidad de la movilización social, donde la escasa representatividad del CNP se enfrenta a la aparición
de movimientos locales espontáneos, sin expresión política, pero en busca de cierta institucionalización: comités de resistencia y organizaciones barriales. Gómez Buendía señala la paradoja de una gran fuerza de la movilización, pero gran debilidad de los movimientos sociales, que se muestran incapaces para canalizar el descontento generalizado, evidenciando la poca representatividad del CNP, sombrilla simbólica que recoge motivaciones distintas, no siempre coherentes entre sí (Gómez Buendía, 2021a, b, c y d).
Por eso, concluye este autor, el fracaso del paro nacional, luego de la llamarada de sus comienzos,
evidenció la debilidad y fragmentación de las organizaciones populares en Colombia, e hizo que no existiera un reclamo común entre los manifestantes que pudiera ser representado por el CNP. Sus dirigentes no tuvieron más remedio que reducir los puntos de su gaseosa agenda, a proyectos de ley para ser tramitados en el Congreso, para lo cual no era necesario un paro de dos meses. Concluye que el tema grueso sigue siendo el divorcio entre los movimientos sociales y el sistema político:
Además, sostiene que esta debilidad interna de los movimientos sociales termina por favorecer la estrategia del gobierno de turno: concesiones puntuales para grupos relativamente organizados, y fórmulas genéricas sobre asuntos que el gobierno no quiere cumplir (Gómez B, 2021d, p.43).
El manejo político del paro
El gobierno de Duque combinó el reconocimiento formal de la legitimidad de la protesta con su deslegitimación por el vandalismo de grupos radicales, señalados de infiltración de grupos armados ilegales y de nexos con el narcotráfico, lo cual sirvió de justificación para militarizar las ciudades donde había desmanes. No se podía descartar algún grado de infiltración marginal de células urbanas de milicianos y simpatizantes de las disidencias y del ELN en algunos hechos violentos, pero su papel estaba lejos de ser protagónico en las protestas.
Al tiempo, el gobierno otorgaba concesiones en beneficio de los jóvenes, como la oferta de matrícula cero, concesiones del ICETEX, apoyos del SENA, ley para el empleo juvenil y apoyo a las elecciones de los consejos de juventud, así como negociaciones con algunos sectores como el gremio de los camioneros, que permitía aliviar la situación de los bloqueos entre las poblaciones, logrados por la ministra de transporte (El Tiempo, 2021b., p. 1.11 y El Espectador, 2021c, 8-9). En el
mismo sentido, terminó aceptando, después de reticencias iniciales, la visita de la CIDH, cuya llegada fue precedida por el anuncio de reformas modernizantes de la Policía, calificadas como cosméticas por la oposición y algunos analistas. El retiro de la reforma tributaria, el hundimiento de la propuesta de reforma de la salud en el Congreso y el aceleramiento de la vacunación del personal docente, también contribuían a restarle apoyo social a las protestas.
En el campo político la recomposición del gabinete ministerial, con mayor participación de otros partidos de la coalición del gobierno, como Cambio Radical, el Partido de la U y el Conservador, permitió sortear la propuesta de censura contra el ministro Molano y consolidar una sólida mayoría a favor de los proyectos del gobierno, a la cual se sumaron no pocos congresistas liberales, que desconocieron la autoridad de César Gaviria, su jefe nominal, para terminar aprobando los proyectos en los cuales el gobierno estaba realmente interesado. A esto contribuyó también el cierre de las fisuras del Centro Democrático con el gobierno de Duque, después de que Fernando Londoño había pedido su renuncia: el presidente Duque tenía que decidir entre hacer cumplir la ley frente a los bloqueos o presentar su renuncia como un favor al país (El Nuevo Siglo, 2021b, p. 14A).
En esta misma línea se movían tanto Vargas Lleras como el propio Uribe. Vargas Lleras acusó a algunos alcaldes y gobernadores por resistirse a la intervención del Ejército en el control de las protestas, y denunció al alcalde de Zipaquirá por incitar a la protesta (Vargas Lleras, 2021a, p.1.18). Uribe criticó al CNP como promotor de los bloqueos, y al gobierno de Duque por falta de autoridad, al tiempo que defendió el despliegue total de la fuerza pública donde hubiese bloqueos y actos violentos. Y se mostró opuesto a toda negociación: “mientras más se negocie con promotores de violencia, más violencia habrá” (Uribe, 2021, p.1.4).
Al lado del fortalecimiento de la coalición gobernante, el gobierno de Duque intentó reeditar la estrategia de la conversación nacional con todos los grupos de la sociedad, adoptada para manejar el paro de 2019, que buscaba diluir la discusión de los movimientos sociales en el conjunto de la sociedad civil organizada, en la cual, obviamente, quedaban condenados a ser minoría.
Después de muchas dilaciones, el gobierno aceptó, ante la presión de la opinión pública nacional e
internacional, sentarse a negociar con los promotores del paro hasta llegar, después de largas conversaciones, a un preacuerdo sobre las garantías para la protesta, como paso previo a la negociación del pliego de emergencia presentado.
El endurecimiento de las posiciones del gobierno se evidenció en la exigencia, como condición inamovible, de la condena de los bloqueos, a sabiendas de que ellos no dependían del CNP,
que, por su parte, insistía en la desmilitarización de las ciudades, la autonomía de los gobernantes locales y la no declaración de conmoción interior.
Para David Gleiser, experto en negociación de la Universidad de Rosario, este diálogo de sordos evidenció los problemas de una concepción de suma cero, que leía las negociaciones desde la percepción de amigo/enemigo para desgastar al contrincante, exagerando su poder real de negociación y menospreciando el del adversario, al exigir condiciones imposibles de cumplir sin negar su propia identidad (González J, 2021, 2-3).
La “crónica de una muerte anunciada”
El resultado del endurecimiento de las posiciones de lado y lado fue un callejón sin salida, que condujo al retiro de la mesa de negociaciones por parte del CNP, y su decisión de llevar sus
proyectos al Congreso. Esto suponía el reconocimiento de los mecanismos tradicionales de representación política, que los promotores del paro se habían negado a reconocer. Sin embargo, el mantenimiento de los bloqueos y las protestas en muchos lugares, evidenció la profundización de la ruptura entre el país nacional y el país político: la crisis de representación política de lo social combina el rechazo de buena parte de la población integrada a la vida nacional, frente al funcionamiento concreto de la institucionalidad existente, con la visibilización de una amplia población marginalmente relacionada con la institucionalidad y articulada de manera subordinada al conjunto de la vida nacional (economía informal, legislación laboral, bienestar social, etc.). La existencia de esta especie de “apartheid Institucional”, en términos de García Villegas, que ubica a buena parte de la población al margen de la normatividad, se combina con sectores más integrados a la vida nacional, los cuales rechazan la manera como funcionan las instituciones existentes.
Esta complejidad de posiciones explica tanto el rechazo generalizado de los canales institucionales de la expresión del descontento, como el desconocimiento, de muchas de las organizaciones movilizadas, de la autoridad del CNP: ahí coinciden la guardia indígena del Cauca, algunos grupos
estudiantiles y las organizaciones barriales espontáneas. Esto indicaría, para algunos, el desconocimiento del cambio del carácter y de los protagonistas de la movilización social: ruptura con el estilo sindical y de la izquierda tradicional, que hace difícil enmarcar la protesta en las organizaciones que solían servir de canal institucional. Y, también, la incomprensión gubernamental de la resistencia de la población a mecanismos habituales de representación, y la desconfianza de sectores de derecha frente a la participación política y la movilización, como lo hacían evidente los reparos de la vicepresidenta, al acuerdo de La Habana en materia de movilización social (Ramírez M. L, 2021).
¿”Repúblicas independientes” en las periferias de las ciudades?
Esta incomprensión de la situación de “apartheid institucional” y la desconfianza del “participacionismo” de los acuerdos de La Habana, se manifestaron en la descalificación de Vargas Lleras del acuerdo de los viceministros Juan Camilo Restrepo y Juan Pablo Díaz con las organizaciones del paro en Buenaventura, mediante el cual buscaban lograr un corredor humanitario para algunos transportes, considerando a sus promotores como “descriteriados” (Vargas Lleras 2021c, 1.16; El Tiempo, 2021b, p.1,3), y en su caracterización como “sustitución de la autoridad legítima” por parte del expresidente Uribe. Esto obligó al presidente Duque a aclararle al ministro del Interior, Daniel Palacios, que no había dado ninguna autorización para sustituir al Estado, ni usurpar las funciones de control de la Policía y la aduana. Por su parte, Emilio Archila señaló que la posición del gobierno era exigir el desbloqueo total, no sólo lograr corredores humanitarios (El Nuevo Siglo, 2021c, p. 8A).
En sentido similar, Nicolás Gómez comparaba el acuerdo de los viceministros con las
repúblicas independientes denunciadas por Álvaro Gómez en los años 1960, pues significaban una entrega de la soberanía nacional y la institucionalidad estatal a “los señores del paro”, (Gómez N, 2021, p.45A). Algo parecido sucedió con las críticas del senador Gabriel Velasco, del Centro Democrático, al decreto del alcalde de Cali, que buscaba institucionalizar los diálogos con la unión de los líderes de la protesta, a los cuales reconocía como interlocutores; para Velasco, este decreto legitimaba las vías de hecho y los bloqueos que impedían el derecho a la movilidad (El Nuevo Siglo, 2021d, p.14A). Por esta razón, el juzgado 16 administrativo de Cali ordenó suspender provisionalmente el decreto del alcalde, pero esta suspensión fue aplazada por el tribunal superior.
Por su parte, Jhon Torres, editor de El Tiempo, se refería a la situación de esos barrios de Cali y de algunas zonas de Bogotá, como el surgimiento del intento de crear “zonas liberadas” de la autoridad del Estado, semejantes a lo que ocurría en las regiones afectadas por el conflicto armado, donde comunidades y autoridades locales reclamaban el retiro de la fuerza pública, por considerar que su presencia las ponía en riesgo de ataques guerrilleros (Torres J, 2021, 1.3). Y en su interpretación complotista habitual, Mario González veía en el reconocimiento político de la llamada “Primera Línea”, el primer paso del establecimiento de guerrillas urbanas, que pretenden el derrumbamiento de las instituciones democráticas, por medio de actos vandálicos, financiados por los carteles del narcotráfico, el ELN, las FARC, sectores sindicales y étnicos, el foro de San Pablo, el grupo de Puebla y el gobierno de Maduro. En ese plan, la Primera Línea, prohijada por el senador Bolívar de Colombia Humana, instalaría campamentos urbanos que desplazarían a los movilizados legítimos, en sus reclamos al Estado (González M 2021b, p.2A).
En contravía de estas miradas complotistas y apocalípticas, algunos analistas llaman la atención sobre la complejidad y diversidad de los grupos que se denominan primera línea, inspirados en la respuesta de los manifestantes de Hong Kong y Chile a la represión policial, sin constituir un grupo organizado centralmente, por obedecer a dinámicas locales diferentes (El Espectador, 2021f, p.2). De ahí la dificultad de negociar con las administraciones estatales, por la falta de un liderazgo común, y la importancia de los logros derivados de los diálogos de los comités unificados de los barrios de Cali con el alcalde, cuyos resultados para el fin de los bloqueos, pueden ser el inicio de una mayor institucionalización de la protesta social y un avance en la democratización de la política local “desde abajo”. En ese sentido, estos comités de resistencia y las organizaciones de la llamada primera línea, con sus pretensiones de ser reconocidos como interlocutores políticos en diálogo con las autoridades locales, representan, a mi modo de ver, atisbos de nuevas ciudadanías en construcción, una especie de proto-ciudadanías, que podrían ser el inicio de una sana politización del manejo de las protestas, para superar gradualmente, la incapacidad política de representación de lo social.
Esto constituiría un desafío para las administraciones del Estado, especialmente del nivel local y sublocal, que podrían ir articulando esas organizaciones a la institucionalidad por medio del diálogo con alcaldías locales, ediles, autoridades sublocales de otros municipios, y otras organizaciones como las JAC, asociaciones de vecinos y grupos similares. Pero este desafío implicaría la necesidad de superar las mutuas estigmatizaciones entre protestantes y autoridades locales, junto con algún grado de creatividad institucional no sólo de las autoridades del nivel central, sino también de las administraciones de justicia.
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Foto portada: UTL Ángela María Robledo
Revista-Cien-Dias-vistos-por-Cinep-N°-102Historiador y politólogo, investigador del CINEP y vicepresidente de la Academia Colombiana de Historia.