Política

Realidad natural y realidad social: ¿dos realidades en conflicto?

EDICIÓN 98/99 ENE-JUN 2020

Por Vicente Durán Casas SJ.

Hechos incontrovertibles

La pandemia del COVID 19 nos tiene recluidos en una cuarentena conveniente para todos, pero imposible para muchos. La realidad biológico-microscópica de un virus, cuyo origen todavía es objeto de debate entre científicos, ha golpeado al mundo entero con una fuerza contundente e impensable hasta hace poco. No la esperábamos, no estábamos preparados, y muchos, con razón, se sienten amenazados, de modo semejante a como nuestros antepasados reaccionaban ante los rayos o los terremotos.

Desde el punto de vista biológico-epidemiológico, este coronavirus amenaza por igual a las personas de todos los países, a todas las clases sociales y económicas, a todas las razas, culturas y religiones. Tanto el Príncipe Carlos de Inglaterra, como su Primer Ministro, Boris Johnson, que no son personas que suelan transportarse en el Metro de Londres, enfermaron y requirieron de cuidados hospitalarios. Lo mismo ha ocurrido con indígenas, campesinos y habitantes de los grandes conglomerados urbanos del mundo, en Nueva York y en Madrid, en el Amazonas y en Seúl.

Muchos han destacado el hecho de que precisamente así es como se manifiesta la realidad natural: afecta a todos los seres por igual. La ley de la gravedad es la misma en China o en Inglaterra, y las enfermedades se desarrollan con obediencia a los mismos principios biomédicos en cualquier rincón del mundo.

Desde el punto de vista social, sin embargo, el asunto es muy diferente y requiere de múltiples análisis que conducen a resultados mucho más diferenciados. Hace poco, el filósofo surcoreano Byun-Chul Han nos recordaba que ni la muerte ni las vulnerabilidades biológicas son democráticas, porque si bien a todos nos amenazan, a unos los acaban afectando —y matando— más que a otros. Esta pandemia ha puesto de relieve, una vez más, y de manera dramática, las inequidades y desigualdades sociales que existen, tanto al interior de cada país, de cada ciudad, o incluso de cada barrio, como dentro de las diferentes regiones y los diversos países del mundo. Hay muros que separan países y también los hay que dividen dentro de un mismo país. A causa del virus, las inequidades sociales se han hecho evidentes ante los ojos del mundo. La tendencia a ignorarlas, o a aceptarlas como parte del paisaje natural de nuestro planeta, ha desnudado la perversidad que esconde.

Es una verdad incuestionable que el mundo ya andaba bastante mal antes de la pandemia, solo que ahora esas fracturas se nos revelan de una manera más evidente y también como amenaza para todos.

Caemos en la cuenta, entonces, de que nos habíamos acostumbrado a que el mundo era así y no podía ser de otro modo, y si algo hemos aprendido de esta pandemia, es que nadie se salva o se defiende solo. El COVID 19 le ha puesto rostro humano a ese retórico “nosotros” colectivo. Decimos —y repetimos— que solo juntos saldremos adelante, y es verdad. pero únicamente si logramos articular lo biológico y lo social de una manera más inteligente y razonable a como lo hemos hecho hasta ahora.

Preguntas que nunca sobran

Lo anterior nos obliga a plantear, nuevamente, la pregunta por la manera como asumimos la relación entre realidad natural y realidad social: ¿son la misma realidad?, ¿las leyes de una —si las hay— determinan y gobiernan también a la otra?, ¿qué papel juega el ser humano en el complejo mundo de relaciones entre naturaleza y mundo social, político y cultural?

Estas son viejas preguntas filosóficas que nunca envejecen del todo, y que cuentan, quizás por eso mismo, con una larga historia. Las culturas ancestrales de la humanidad, ciertamente, vivían y cultivaban una cercanía mucho más auténtica y profunda con la naturaleza de lo que logramos hoy nosotros. Su idea de lo natural era menos estrecha que la nuestra, abarcaba todos los aspectos de la realidad, los mismos que nosotros hoy, consciente o inconscientemente, tendemos a disociar o separar.

Parte de la naturaleza eran los ríos y los bosques, las aves y los peces, pero también las enfermedades y las guerras, la presencia de los espíritus, el honor debido a las diferentes deidades, las estructuras de poder, los mitos y la música. 

Natural era para ellos, mucho de lo que hoy nosotros radicalmente no aceptaríamos que formara parte de la naturaleza, como el sometimiento de las mujeres a los varones, la esclavitud, la autoridad del monarca y del chamán en prácticamente todos los dominios de la vida, la pena de muerte o el dominio de una raza sobre otras. Incluso un pensador tan agudo y crítico como Aristóteles, en el siglo IV A.C., pensaba que mujer, hijos y esclavos eran, en cierto sentido, propiedad natural del cultivado ciudadano ateniense.

Con la aparición y expansión del cristianismo eso cambió en muchos aspectos. Recogiendo la antigua y muy rica tradición judía, el cristianismo desarrolló y llevó a todos los rincones del mundo conocido, la idea de que el mundo natural, incluido el ser humano, procedía de Dios, de modo que la naturaleza, precisamente porque procedía de Dios, no podía ser propiedad de nadie. Él era su único dueño y señor. El ser humano era parte de la creación, al igual que los animales y las plantas —y también los virus—, pero sólo a él, Dios le encomendó el cuidado de esa Casa Común por todos compartida. 

El aporte más original del cristianismo a la teología judía de la creación fue la inseparabilidad que existe entre creación y redención. El Dios que creó y sigue creando al mundo, y en él al ser humano, también lo redime de su egoísmo, de su ceguera y de todo el mal que sea capaz de producir. Por eso la redención queda mejor expresada en parábolas de compasión y misericordia, y señala que el Dios creador es el mismo Dios de misericordia compasiva que Jesucristo anuncia de palabra y con obras. 

Esa concepción fundamental, con todas sus variaciones, ajustes, precisiones y correcciones, perdura hasta el día de hoy, y ha encontrado en la Carta Encíclica Laudato Sí del Papa Francisco12015. una muy renovada y acertada manera de presentarse ante un mundo roto y resquebrajado en lo social y en lo ambiental, y lo hace precisamente como un llamado a recomponer, desde sus raíces más profundas, la relación entre naturaleza y sociedad, entre economía justa y cuidado del medio ambiente.

Una larga historia

Pero para llegar a esa síntesis renovada e inspiradora, reconocida como tal, incluso por personas y grupos poco simpatizantes de las religiones y del catolicismo, la humanidad tuvo que recorrer un proceso largo y complejo. Me detengo solo en uno de esos momentos, la modernidad, clave para comprender y recomponer la relación entre realidad natural y realidad social. 

Durante los siglos XV y XVI, el mundo occidental comenzó a vivir una serie de cambios científicos, técnicos, culturales, económicos, políticos y religiosos que fueron configurando eso que llamamos mundo moderno. Me refiero a eso que los filósofos suelen llamar irrupción del sujeto moderno, que fue lo que hizo que hoy, en términos generales, llegáramos a pensar como pensamos. Algunas consecuencias o conquistas de esa irrupción son, entre otras muchas, la universalización de los derechos humanos, la negativa a considerar natural el sometimiento de las mujeres, el rechazo de la esclavitud como institución propia de la naturaleza social, la tolerancia religiosa, la libertad de expresión y la libertad religiosa, y la creciente preocupación por crear formas de vida más justas, más democráticas y equitativas para todos.

Esos fenómenos, en medio de las muchas ambigüedades y vacilaciones que los han acompañado, hicieron imposible seguir aceptando, sin más, que todo lo dado en la sociedad es natural. Es de naturaleza política, es ideológico, es histórico, y lo que es quizás más importante, está mediado por la naturaleza humana, por la voluntad, por los intereses y la libertad humanos. Ni la democracia es natural, ni lo es tampoco la tiranía: ambas son de naturaleza política, como lo es la economía, la organización de sistemas de salud, el derecho penal penitenciario, la distribución de bienes y servicios, y las relaciones entre pueblos y naciones.

En Ciudad Bolívar se encuentra la mayor cantidad de personas vulnerables diurante la pandemis de COVID19. Foto de Gerald Bermúdez.

Ello implicaba, para muchos, un divorcio, total o parcial, entre lo natural y lo social, pero divorcio, al fin y al cabo. Los intentos por relacionar esas dos dimensiones de la vida han sido numerosos, en ocasiones complementarios, pero también contradictorios. Para algunos, lo social es también natural, en el sentido de que todas las acciones y creaciones humanas, como la economía, la cultura o la política, son el resultado de las muchas formas en que el mundo nos afecta. Reaccionamos al entorno obedeciendo a las mismas leyes que hacen que el león persiga a las gacelas para alimentarse, o que el pez grande se coma al chico.

Para otros, los sentimientos de compasión y simpatía son propios —aunque no exclusivos— de la naturaleza humana, y es gracias a ellos que podemos identificarnos con nuestra familia, nuestra tribu o nuestra nación, y llegar incluso a aceptar morir por ellas. 

Quizás sea Kant el filósofo que haya llegado a una síntesis más completa para lograr diferenciar, y a la vez integrar, nuestros actuales conceptos de realidad natural y realidad social. Para el filósofo de la razón pura y del imperativo categórico, la realidad natural, eso que ocurre en el mundo y nosotros conocemos por medio de las ciencias naturales, se rige por leyes universales, inflexibles y necesarias; de ahí que, en eso que llamamos realidad natural, no tiene sentido decir que algo no debería ocurrir, como de hecho ocurre. 

Pero al lado de esas leyes naturales, ocurre algo que se rige por otro tipo de normas, que él llama leyes de libertad, que no son menos racionales que las leyes naturales, y según las cuales es posible decir que, cuanto ocurre en el mundo social, no debería haber ocurrido, o que podría haber ocurrido de otra manera. 

Tal es el caso de la violencia política, la corrupción, el abuso sexual o la irresponsabilidad en el manejo de los recursos para la salud pública. Allí tiene todo el sentido del mundo, en palabras de Kant, es completamente racional, exigir cambios estructurales y formas de vida social y política que hagan honor a la dignidad humana. 

Ciencia natural y acción política

Movidos por las ideas de Kant, hoy podemos decir que no es muy racional enfrentar una pandemia con discursos o argumentos políticos, ideológicos o religiosos. Tampoco es muy racional dejar las decisiones políticas en manos de científicos. Si bien la razón humana es una sola, los usos teórico y práctico de la razón se mueven a partir de leyes diferentes. 

Para salir triunfantes de esta pandemia necesitamos, al menos, de dos perspectivas: (i) la de las ciencias naturales, clínicas y estadísticas, como la biología (virología), la infectología, la inmunología y la epidemiología; ellas nos darán las pautas para comprender, detener, curar y prevenir una enfermedad que no conocíamos, y que, si bien nos afecta a todos, golpea con fuerza mayormente destructiva, a las personas mayores y de clases socio-económicas más vulnerables. 

Así mismo requerimos (ii) de cambios en los principios de justicia que dan vida a la estructura básica de la sociedad (Rawls), de la que surgen leyes y políticas públicas y sociales que garanticen un acceso más equitativo a la salud, la educación, el transporte y la seguridad social. El mundo, hasta ahora, parece haberse preocupado más por (i) que por (ii); y eso, si bien es comprensible, es también incompleto. Si algo ha quedado claro con esta pandemia es que, salir de ella para volver a lo que ya teníamos, sería retroceder. No habríamos entendido ni aprendido nada. 

Los asuntos sociales y políticos no pueden ser dejados en manos solo de políticos o politólogos. La política se ocupa de los asuntos importantes para los miembros de una polis, y todos somos ciudadanos con capacidad de intervenir y deliberar.

Todo parece indicar, sin embargo, que los países del mundo harían bien en tomar muy en serio algo por lo que el filósofo belga Philippe Van Parijs —y otros— han venido luchando desde hace cerca de 40 años, aunque fue propuesto por Thomas Paine desde el siglo XVIII: la renta o ingreso básico universal, que consiste en que cada ser humano, al llegar a este mundo, pueda recibir una suma de dinero mensual que le permita cubrir sus necesidades vitales por el sólo hecho de existir. 

Ese es uno de esos temas por discutir y explorar en el mundo de la post-pandemia.  Es una cuestión compleja y con muchos aspectos a considerar. Por ahora me limito a recomendar  los siguientes videos: https://www.youtube.com/watch?v=GP4sBGbeF8w y, https://www.youtube.com/watch?v=aIL_Y9g7Tg0.

Foto portada: Gerald Bermúdez.

Vicente Durán Casas SJ.

Doctor en filosofía. Hochschule für Philosophie, Munich. Profesor Titular de Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá.

Escriba aquí su comentario